Por Simon Leys 
En abril de 1974, Roland Barthes hizo un viaje a China con un pequeño grupo de sus amigos de Tel Quel.  Esta visita había coincidido con una purga colosal y sangrienta, que el  régimen maoísta desencadenó en todo el país – la siniestramente famosa  “campaña de denuncia de Lin Biao y Confucio” (pi Lin pi Kong).
A su regreso, Barthes publicó en Le Monde  un artículo que daba una visión curiosamente jovial de esta violencia  totalitaria: “Su nombre mismo, en chino Pilin-Pikong, tintinea como un  alegre cascabel, y la campaña se divide en dos juegos inventados: una  caricatura, un poema, un sketch de niños en el transcurso del cual, de  repente, una niñita maquillada corta entre dos ballets el fantasma de  Lin Biao: el Texto político (pero únicamente él) engendra estos mismos  happenings.”
En esa época esta lectura me trajo a la memoria  un  pasaje de Lu Xun – el panfletista chino más genial del siglo XX:  “Nuestra civilización china tan elogiada no es más que un festín de  carne humana condimentada para los ricos y los poderosos, y eso que  llaman China no es más que la cocina en la que se elabora minuciosamente  ese guiso. Los que nos alaban sólo pueden ser disculpados en la medida  en que no saben de qué hablan, como hacen esos extranjeros  que por su  encumbrada posición y su existencia acomodada se volvieron completamente  ciegos  y obtusos.”
Dos años más tarde, el artículo de Barthes  se reeditó en una plaqueta de lujo exclusiva para bibliófilos – con el  agregado de un postfacio que me inspiró la siguiente nota: “(…) El señor  Barthes nos explica aquí en qué consiste la contribución original de su  testimonio (que algunos groseros fanáticos habían entendido muy mal en  ese entonces): se trataba, nos dice, de explorar un nuevo modo de  comentario, ″el comentario de tono no comment″ que sea una manera de  ″suspender nuestra enunciación sin llegar a abolirla″. El señor Barthes,  que ya tenía muchos títulos en la consideración de la gente culta,  acaba tal vez de adquirir uno que le valdrá la inmortalidad,  convirtiéndose en el inventor de esta inaudita categoría: el ″discurso  ni asertivo, ni negador, ni neutro″, ″las ganas de silencio en forma de  discurso especial″. Por este descubrimiento cuyo alcance no se revela de  entrada, Barthes llega de hecho - ¿se dan cuenta de ello? – a investir  con una dignidad enteramente nueva, a la vieja actividad, tan  injustamente desvalorizada, del hablar-para-no-decir-nada. En nombre de  las legiones de las ancianas señoras que, todos los días de cinco a  seis, parlotean en los salones de té, queremos darle las gracias de  manera emotiva. Por último, en este mismo postfacio, y sin duda es algo  por lo que muchos deberán estarle agradecidos, el Sr. Barthes define con  audacia lo que debería ser el verdadero lugar del intelectual en el  mundo contemporáneo, su verdadera función, su honor y su dignidad: se  trata, según parece, de mantener con coraje, hacia y contra todos la  ″sempiterna parada del Falo″ de la gente comprometida y otros pérfidos  defensores del ″sentido brutal″, ese chorreo exquisito de una canillita  de agua tibia.“
Y ahora este mismo editor nos entrega el texto de  los cuadernos en los que Barthes había consignado día a día los  diversos acontecimientos y experiencias de este famoso viaje. ¿Esta  lectura podría llevarnos a revisar nuestra opinión?
En estos  cuadernos, Barthes anota en fila india, y muy escrupulosamente, toda la  interminable perorata de propaganda que le sirven en el transcurso de  sus visitas a la comunas agrícolas, a las fábricas, escuelas, jardines  zoológicos, hospitales, etc.: “Legumbres: en el último año, 230 millones  de libras + manzanas, peras, uva, arroz, maíz, trigo; 22000 cerdos +  patos (…) Trabajos de irrigación. 550 bombeos eléctricos; mecanización:  tractores + 40 monocultivos (…) Transportes: 110 camiones, 770 tiros de  carros; 11000 familias = 47 000 personas (…) = 21 brigadas de  producción, 146 equipos de producción”… Estas valiosas informaciones  llenan 200 páginas.
Están mezcladas con breves anotaciones  personales, muy elípticas: “Almuerzo: ¡sorpresa, papas fritas! – Olvidé  de lavarme las orejas – Meaderos – Lo que extraño: no hay café, no hay  ensalada, no hay flirts – Migrañas – Náuseas.” El cansancio, la  monotonía, el aburrimiento cada vez más abrumador apenas si están  matizados por escasos rayos de sol – por ejemplo un tierno y largo  apretón de manos que le concede un “lindo obrero”.
¿El  espectáculo de este inmenso país aterrorizado e idiotizado por la  rinoceritis maoísta anestesió completamente su capacidad de indignación?  No, pero se la guardó para denunciar la detestable comida que Air  France le sirvió en el avión de regreso: “El almuerzo de Air France es  tan repugnante (pancitos  como peras, pollo informe en salsa con olor a  fritanga, ensalada coloreada, repollo con fécula chocolateada – ¡y nada  de champagne!) que ya estoy a punto de escribir una carta para  protestar.” (El subrayado es mío.)
Pero no seamos injustos: cada  uno de nosotros anota una montaña de tonterías para nuestro uso privado;  no se nos puede juzgar sino por las tonterías que usamos públicamente.  Sea lo que sea que pensemos de Roland Barthes, nadie podría negar que  tenía ingenio y  gusto. Y que también se abstuvo de publicar estos  cuadernos. Entonces, ¿quién cuerno tuvo la idea de esta exhumación  lamentable? Si esta extraña iniciativa proviene de sus amigos, esto me  recuerda entonces el llamado de atención de Vigny: “Un amigo no es más  malo que cualquier otro hombre.”
En el último número del Magazine Littéraire, Philippe Sollers estima que estos cuadernos reflejan la virtud que celebraba George Orwell, “la decencia ordinaria”.  Al contrario a mí me parece que, en lo que allí se calla, Barthes  manifiesta una indecencia extraordinaria. De todas maneras esta  comparación me parece incongruente (la “decencia ordinaria” según Orwell  se basa en la sencillez y el coraje; Barthes tenía  por cierto  cualidades, pero no ésas). Ante los escritos “chinos” de Barthes (y de  sus amigos de Tel Quel), me  viene a la memoria  esta cita de Orwell: “Usted debe formar parte de la  intelligentsia para escribir semejantes cosas; ningún hombre común  podría ser tan estúpido.”
Esta lectura de Simon Leys fue publicada en La Croix del 9 de febrero del 2009 y es un comentario a la publicación del Diario de mi viaje a China de Roland Barthes. 
Traducción: Hugo Savino