"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

viernes, 15 de marzo de 2013

Entrevista a Jorge Asís*

Por Matías Capelli y Mariano Dupont


“No quiero que me rescaten”, dice Jorge Asís al comienzo de esta entrevista, riéndose, pero al mismo tiempo marcando el terreno, un poco cansado de todos los que, todavía hoy, creen necesario revalorizar su obra y su figura. “Los libros están ahí”, agrega. “Y se defienden solos.” Jorge Asís no necesita rescates. Su obra, compuesta por alrededor de treinta libros –casi todos relativamente fáciles de conseguir a raíz de las numerosas reimpresiones y de las grandes tiradas que tuvieron–, se rescata a sí misma. Entonces, no hay más que ir a sus libros, que están ahí, muchos de ellos en las librerías de viejo, a precios “módicos”, como diría el mismo Asís. A clásicos inoxidables como Flores robadas en los jardines de Quilmes, Los reventados o Diario de la Argentina. Pero también a sus libros menos conocidos, como el extraordinario Cuaderno del acostado o el satírico Excelencias de la nada. O a los que acaba de publicar editorial Sudamericana: Hombre de gris y Tulipanes salvajes en agua de rosas. No hace falta leer mucho para caer en la cuenta de que Jorge Asís no es, simplemente, un buen escritor o un agudo analista político, sino una de las figuras centrales de una generación literaria a la que, por diferentes motivos que desglosa en esta charla, nunca terminó de pertenecer del todo. Un encuentro sin red con la bestia negra de la progresía argentina.
M.D.


Mariano Dupont: Pensábamos hablar sobre todo de literatura, aprovechando que salieron varios libros tuyos…
Jorge Asís: Hablemos de lo que ustedes quieran, muchachos. La verdad es que de literatura muy poca gente quiere hablar conmigo.

M.D.: ¿Será porque hace tiempo que estás volcado al análisis político?
J.A.: A la política en general, a decir verdad. Vas a escuchar tipos que dicen que la política me echó a perder. En realidad, la cosa es a la inversa: la política rescató, en cierto modo, al escritor, porque como escritor acá estaba… Por situaciones en las que no me quiero meter, porque estoy harto de ser rescatado (risas). No quiero más “rescates”. Cada tanto aparece alguno que quiere rescatarme. No quiero que nadie me rescate más, yo hago lo mío, ahí están mis libros, se defienden solos. Y bueno, la política es una veta que no puedo dejar, tengo mi portal, que es un portal político… Imaginate: vos sacás un libro acá, vendés quince mil ejemplares y sos Gardel. Yo saqué una nota ahora que se llama “Zannini gobierna, Cristina twitea”, y la reproduce infobae, después aparece en Bahía Blanca, en Jujuy, en todos los portales… Y es una nota que tiene doscientos mil lectores, por lo menos, no hay relación entre una cosa y otra. A mí lo que me permite la política, y la escritura de la política, es mantener un diálogo multiplicado, muy numeroso, con los lectores. Y cuando escribo una crónica política, no me digo: “Bueno, esto es periodismo, es política, fenece en dos días, vamos a hacerlo así nomás”. No, yo lo escribo como si fuera un cuento, y creo que eso se nota, ¿no?, la cuestión del lenguaje… Y cuando escribo literatura… Yo soy muy balzaciano, escribo mucho, soy de mucho escribir… Todos estos libros nuevos que están saliendo ahora son cosas viejas que tenía pendientes, sin terminar, y que el año pasado emprolijé para la publicación. Estos tres textos nuevos, Hombre de gris, Tulipanes y Casa casta, que todavía no salió, son libros que pretenden cerrar caminos más que abrirlos. Cuando vos te ponés a escribir sin ninguna preocupación por terminar, a veces se abren caminos infinitos. A mí me pasó eso cuando escribí Flores robadas, por ejemplo. Escribí cuatro novelas en una, larguísima, que después destruí para publicar la serie. Ahora, en cambio, me limito a darle forma y a finalizar textos que tengo desde hace diez, quince, veinte años. La primera versión de Tulipanes, por ejemplo, es del noventa y pico.

Matías Capelli: ¿Por qué los publicás recién ahora?
J.A.: Porque no tenía ninguna urgencia por terminarlos. Porque los protegía. Porque hubo momentos en que yo sentía que publicar esos libros era lo mismo que tirar una moneda a la alcantarilla. Esta convivencia mía, casi desde la marginalidad, con el mundo oficial de la literatura tiene estas cosas. Aun hoy, los libros que salen van directamente al público que me sigue a mí, por el twitter, por el portal… Porque la relación mía con el mundo oficial literario es prácticamente nula. Esto no es una denuncia, nada que se le parezca, es una simple constatación. Tampoco es una cuestión que tenga que ver con el kirchnerismo. Viene incluso desde antes de Flores robadas. Si ustedes buscan, uno de los primeros rescates me lo hizo el Turco Manzur, que trabajaba en Libre, me hizo una gran entrevista en la época de Alfonsín. Si vos leés esa nota es como si me la hubieran hecho la semana pasada. Las preguntas eran del tipo: “¿Por qué nadie te quiere?”. ¡Qué carajo me importa! (risas). Cuando salió, por ejemplo, la primera edición de Excelencias de la nada, no tuvo ni un solo comentario. No fue registrada ni como libros recibidos. Pero también pasa ahora con Tulipanes salvajes en agua de rosas. Con Hombre de gris, gracias a la cuestión política y a mi propio peso, la cosa funciona. En un país donde los escritores venden trescientos, cuatrocientos ejemplares, vos vendés cinco mil y sos Messi.

M.C.: ¿En qué momento dejaste de referenciarte en la literatura para referenciarte en la política?
J.A.: Yo empecé a escribir cuando la literatura todavía tenía cierta relevancia a nivel social. Por ejemplo, cuando publiqué La manifestación, en 1971, tenía veinticinco años. Primera crítica laudatoria, celebratoria: Francisco Urondo en La Opinión. Después me agarra uno que se llamaba Norberto Suárez en Primera Plana y me masacra. Después me levantan otros de la izquierda, pero enseguida me masacran otros también de la izquierda… ¿Sabés qué lindo era tener veinticinco años y ya tener resistencias, enemigos?… Se hablaba de otro modo en la literatura. En Flores robadas es cuando aparece por primera vez lo del “Falcon verde”. Soy yo el que instalo lo del Falcon verde. De las chicas que hoy tienen treinta, treinta y pico de años y se llaman Samantha, el noventa por ciento se llaman así por Flores robadas. La literatura tenía otra relevancia… Yo me hice escritor en una época en que la literatura era relevante. Todas las minas querían parecerse a la Maga de Cortázar… era otra cuestión. Hoy, para mí, la literatura tiene que ver con los formatos de mis nuevos libros. Escribir una novela como Diario de la Argentina, una novela de quinientas páginas, sería un error. Ni los profesores de literatura te leen una novela de quinientas páginas. Esto pasa acá, en la Argentina. Pero no pasa en Francia, no pasa en Inglaterra. Ahora acomodo un formato más condensado… De chico yo tenía tendencia a escribir una gran novela, una suerte de suma literaria. Flores robadas, Carne picada… toda la serie Canguros iba a ser en un principio un gran novelón. Los primeros libros que publico son una consecuencia de la claudicación a ese gran proyecto literario. Publico La manifestación por razones de mercado y porque salió la posibilidad de publicar en la colección Narradores de hoy del Centro Editor de América Latina, que salía en kioscos. Centro Editor de América Latina fue no sólo importante para los estudiosos de la literatura sino también para los lectores. La obra de Boris Spivacow fue mucho más importante que la de Victoria Ocampo. Mi cultura viene de Capítulo. Todas las semanas aparecían en los kioscos Céline, Dostoyevski, Balzac… Y un rata que no tenía un mango los compraba como si fueran el diario. Era otro momento… En 1971, en Centro Editor estaba Gregorich, yo le llevé una novela que tenía, Cuidado al cruzar la calle, una novela que luego perdí en alguna mudanza, no sé lo que pasó… Bueno, recién arrancaba la colección, y Gregorich me dice: “Esta novela no se la voy a publicar. Pero me interesa mucho el autor. Si tiene otra cosa, estoy dispuesto a seguir leyendo”. Salí corriendo a casa, despedacé una novela que tenía, armé La manifestación, se la llevé, y a las tres semanas estaba publicado masivamente. Y de esa destrucción sale también Don Abdel Zalim y La familia tipo. Imaginate entonces lo que era la novela… Yo tenía la ambición de escribir una novela de setecientas, ochocientas páginas, un atropello a los derechos humanos. Al cuete, porque uno se agrandaba… Ahora, por ejemplo, van a salir los Cuentos completos, que es un libro de cómo setecientas páginas, no sé quién va a leer ese ladrillo (risas). Hoy por hoy, creo que el formato ideal es el de Hombre de gris, el de Tulipanes, un libro que se lee en dos noches. Ahora estoy terminando una novela que transcurre enteramente en París, por eso fui a terminarla allá, que se llama Nathalie, Odile, Josiane (dulces otoñales). Es una novelita que se lee de un tirón, con mucho sexo… pero no sé si, por otras cuestiones, estoy para publicarla ahora. Todas estas novelitas yo no quería terminarlas. Porque he tenido otros regresos a la literatura… Que otros te cuenten sus grandes éxitos, yo te cuento mis grandes fracasos. Por ejemplo, en los años noventa, Vergara preparó otro regreso mío, porque yo había retirado toda mi obra de circulación, a consecuencia de todo esto, y publicó La línea Hamlet. Nadie entendió esa novela, o no la quisieron entender. Rosendo Fraga tenía una revista, Centro de Estudios Nueva Mayoría, en la que pone el desguace de quiénes son los personajes de la novela. Salieron sólo dos comentarios… No entendieron nada. Todavía me preguntan cuándo voy a escribir la novela del menemismo. Ésa es la novela del menemismo: La línea Hamlet o la ética de la traición, que la escribí durante esos años y por eso es muy alegórica, pero los personajes son Menem, Cavallo, Di Tella…

M.C.: A mí me interesa y me llama la atención cómo te manejás con respecto a tus libros, eligiendo el momento de publicarlos, decidiendo sacarlos de circulación, etc., como si fueras un tiempista…
J.A.: Por supuesto. Mi vida como escritor yo la divido según los procesos institucionales de la Argentina. Desde que arranco hasta el 76, del 76 al 83, del 83 en adelante… La parte menos conocida de mi obra es la de París, la que escribo en los 90, donde están La línea Hamlet, Sandra la trapera… Donde pago las consecuencias de líos míos anteriores. Lo mío venía como lo de un escritor normal, algo conflictivo, hasta Diario de la Argentina. Diario de la Argentina no es el libro que genera todos los quilombos, es la culminación de una serie de quilombos que me habían hartado, estaba podrido… Flores robadas, Carne picada, La calle de los caballos muertos… Yo escribí muchísimo… Pero hoy en día no escribiría una novela larga, de cuatrocientas o quinientas páginas, con una perspectiva de mercado bastante reducida. ¿Cuál sería el negocio mío, llegado el caso? Tampoco tengo necesidad de escribir una suma sobre mi vida. No sueño con escribir el Ulises o El hombre sin atributos. Este arreglo que hice con Sudamericana me permite reeditar libros míos que estaban casi en el olvido, entre ellos, Diario de la Argentina, Excelencias de la nada, que es una novela que en la Unesco circula en fotocopias. Es la novela de los organismos internacionales. La única novela que se escribió sobre los organismos internaciones es la de Albert Cohen, el suizo, Bella del señor, que es de los años sesenta o setenta y trata sobre la Sociedad de las Naciones, que es el antecedente de las Naciones Unidas. Cuando llegué a París, yo venía de pasarla mal, todo eso que cuento en Cuaderno del acostado… El affaire Clarín, que yo nunca viví como un pecado… como decía Capote: ¿a quién se creían que tenían al lado? Yo soy un novelista… Bueno, yo llego a París y me digo: “Basta de dinamitar los puentes por los que cruzo”. Pero llego a la Unesco, al Consejo Ejecutivo, y una de las primeras cosas que veo es a un tipo de Sri Lanka, que se pone de pie y, emocionado, medio llorando, grita: “¡Peeeeace in the woooorld!” (risas). Y ahí me digo: “Uh, la puta que lo parió, otra vez me pasa, no puedo perdonarme pasar por acá y no escribir una novela”. Yo sé que desde el punto de vista ético podría ser reprochable, pero ¿qué querés que haga?, mi vocación de escritor puede más. Estuve ahí cinco años, yo no fui para mejorar la Unesco o darle un sentido a la Unesco, para nada; fui para cumplir mi laburo, punto. Y escribí esa novela. Que no tuvo ninguna crítica. Y ahora sale la reedición, y tampoco, nada.

M.C: ¿Alguna vez te arrepentiste de publicar Diario de la Argentina?
J.A.: Jamás, jamás…

M.C.: ¿Nunca te dijiste: “Podría haberlo publicado un poco más tarde…”?
J.A.: No, no. Yo estaba harto, harto…

M.D.: Fue como una venganza…
J.A.: No, tampoco. Estaba con las pelotas llenas, ésa es la verdad, me tenían tan harto… Yo publico ese libro en 1984. Para esa época yo me había bancado para Clarín todos los años del Proceso. Decían que mis notas eran el “orificio” por dónde respiraba el diario… y cuando viene la democracia y se puede empezar a escribir, cuando se viene el cambio del diario, me dejan de lado. Y me sentí verdaderamente usado como un forro, y a mí no es fácil usarme, yo no soy un tipo… yo me la banco, llegado el caso. Todos sabían que yo estaba escribiendo una novela sobre ellos, ¿por qué iba a dejar de publicarla? Además, Diario de la Argentina es una de las novelas mías que más va a quedar. Todos la buscan… Mucha gente la está descubriendo y redescubriendo ahora. Si de algo sirvió reeditar mis libros es por la cantidad de gente que redescubrió Diario de la Argentina. Es un libro que los chicos… ¿Qué es lo que está pasando conmigo ahora, desde el punto de vista generacional? Y esto no es un invento, no es una frase. Me descubren los hijos de los que me combatieron en su momento. Me presentaron tanto como el “malvado”, el “maldito”, que ahora los pibes quieren venir conmigo. Hoy en día me sostienen los muchachos… Y después, tengo mi portal… publico una nota y tengo cuarenta mil ingresos. Y en twitter tengo cincuenta y seis mil seguidores. Yo tengo todo un funcionamiento propio, independiente.

M.C.: ¿En qué momento descubriste el potencial de esa relación más directa con los lectores?, ¿cuando los medios te empezaron a ningunear? Porque sos de los primeros que empezó a manejarse de esa forma…
J.A.: Pensá que en la época de Flores robadas, incluso de Diario de la Argentina, yo vivía en una casa en Caballito sin teléfono, escribía con una Olivetti Lexicon 80, ponía una frazada debajo de la máquina para no hacer mucho ruido y despertar a mis chicos… Para mí, que ya era un escritor famoso antes del advenimiento de la computadora, del celular, del twitter… todo esto me facilitó un montón de cosas. Yo tengo un volumen propio de lectores que hace que para un editor publicarme sea un negocio. Con cierta soberbia, te puedo decir que me importa un pomo Clarín, La Nación, Página/12… No tengo nada que ver con todo eso.

M.C.: ¿Y cómo fue que descubriste twitter?
J.A.: Estoy rodeado de jóvenes… Los chicos que me manejan el portal me dijeron: “Vos, Jorge, deberías tener una cuenta de twitter”. Y ahí estoy, hace más o menos tres años… Siempre lo tomé como un instrumento de comunicación, no para decir: “Me estoy comiendo una sandía con mis amigos”, “Me duele la cabeza”, y cosas así. No. Yo informo, bajo una línea conceptual. Y a veces hago avances de lo que voy a publicar en el portal. Tiro el título, después dos o tres tweets… De ese modo genero una expectativa. Y cuando sale, aparecen los comentarios, después a la nota la levantan en otros medios… Para mí es mucho más negocio publicar en mi portal que en cualquier diario de la Argentina.

M.D: Flores robadas, Diario de la Argentina, después tu participación en el menemismo… Como si siempre hubieras buscado meterte en lugares incómodos, problemáticos.
J.A.: ¿Qué debería haber sido? ¿Un muchacho de la Alianza, políticamente correcto, aburrido, progresista? En realidad me divierte mucho más el peronismo… Hombre de gris, por ejemplo, no podría haber sido escrito desde la Unión Cívica Radical, lo digo con todo respeto.

M.D.: Me refería más a esa cosa tuya de decir lo que no hay que decir, o de hacer lo que no hay que hacer, estés donde estés, y que a veces, en tus libros, va de la mano de un desenmascaramiento. Pienso en "La manifestación", en Flores robadas, en Diario de la Argentina, en Excelencias de la nada, en El pretexto de París, ahora en Hombre de gris
J.A.: Yo no sé si eso es bueno o malo, loable o repudiable… Sinceramente no lo sé. Yo tengo muchísimos estigmas. El primero es haber sido best-seller en los años del Proceso, con Flores robadas. No sabés las cosas que me hicieron… Cuando fui a presentar Carne picada al exterior, me armaron todo un corrillo para intimidarme, como si fuera un enviado del general Videla… Un disparate. Declaraciones terribles de tipos… de idiotas, bah. Porque en realidad lo que disputaban era un mercado.

M.D.: Lo que dijo Osvaldo Soriano, por ejemplo, que eras un escritor “neofascista”…
J.A.: La última vez que lo vi a Soriano me pidió disculpas. Se fue de boca, porque en ese entonces era negocio atacarme. Pasó con Flores robadas… Porque Flores robadas fue un libro muy duro para la época, pero blando para cuando vino la democracia. Y ahí me la dieron… Pero, en realidad, nadie, y sobre todo en Clarín, puede haber pensado seriamente que yo era un escritor del Proceso militar. Era un disparate. Ahora de todo eso me río… Cuando lo conozco a Vázquez Montalbán, me presento así: “Encantado, Jorge Asís, éxito del Proceso militar”. Y se mató de risa… Porque era lo que decían. Esto me lo confirma Héctor Olivera, que me compra Flores robadas para hacer la película. Durante dos años no le dieron plata para filmar, porque el libro era muy duro. Después de Malvinas, cuando se va todo al demonio, cuando empiezan a aparecer los salvadores de la patria levantando el dedito, viene Olivera y me dice: “Asís, hacer una película de los que se van, cuando todos están volviendo, no tiene mucho sentido”. Todo bien, pagó lo que tenía que pagar, y la película la hizo luego Ottone. Todas estas cosas que tienen que ver con un oportunismo me vuelven un inoportuno.

M.D.: Pero ¿vos era consciente de que libros como Flores robadas o Diario de la Argentina iban a generar un gran quilombo, o fuiste ingenuo…?
J.A.: ¿Ingenuo? ¡No! Yo me la jugaba, hacía lo mío. En Carne picada, que es un libro atroz, hay un personaje, un amigo mío, que termina en la represión. Hay un capítulo en el que él me viene a ver, y esto fue rigurosamente así, yo vivía en la calle Hipólito Yrigoyen… Matías. Salimos en el auto de Matías, prendo un cigarrillo y le pregunto: “¿Tenés cenicero?”. “Lo que tengo es sirena”, me dice. Y la prende… 1976, 1977. ¿Qué voy a hacer con eso? ¿Ocultar que tuve un amigo que se pasó a la represión? Eso es literatura, hermano… Y mirá lo que son las cosas, el otro día fui a acreditarme a un juzgado por el tema de un juicio, y el chico que me atiende me dice: “Usted es amigo de mi padre”. “Ah, ¿sí? ¿Y quién es tu padre?”, le digo. ¡Era el personaje ése! Una maravilla… Pero Carne picada tuvo otro problema mucho más banal. Todo el mundo supo que el editor de Legasa, un vasco, me había puesto veinticinco mil dólares al firmar el contrato de publicación. Para que te des una idea, yo, con parte de esa guita, con quince o diecisiete mil dólares, me compro una casa en Caballito. Esos veinticinco mil dólares eran, entonces, una suerte de apelación al odio colectivo. Eso fue en 1981… Viene el 82 y cambia el país, y ahí paso a ser mala palabra.

M.D.: ¿La Coordinadora tuvo que ver con eso?
J.A.: Los de la Coordinadora eran una manga de idiotas que no sabían cómo tratarme. Todos esos muchachos eran lectores míos. Pero lo que sucedió fue que cuando sale Diario de la Argentina, que vende en poco tiempo alrededor de treinta mil ejemplares, los radicales me prohíben en todos lados porque no querían tener problemas con Clarín.

M.D.: ¿O sea que la orden de no darte laburo no vino de Clarín sino de los radicales?
J.A.: Estaban aterrados… Todo lo que narro en Cuaderno del acostado sucede en los años del alfonsinismo, donde estoy sin laburo por orden de estos tipos. Que no eran verdaderos obturadores, lo hacían para no enojar al monstruo.

M.D.: Yo siempre pensé que habían sido los de Clarín
J.A.: Los de Clarín hicieron cosas terribles, ignominiosas. Por ejemplo, yo estaba trabajando en Perfil y un directivo de Clarín le pidió directamente a otro de Perfil que me echaran… Pero con esas situaciones yo me divertí tanto… Con Enrique Vanoli, un radical que fue secretario de Balbín y productor de La república perdida, hicimos que un tal Pugliese, un periodista amigo que trabajaba en Somos y que paraba con nosotros en el Florida Garden, escribiera una nota en la que dijera que Vanoli quería filmar el Diario de la Argentina y pensaba para el rol de Ernestina de Noble en Joan Collins… (risas). La nota la pueden buscar… Está la foto de Vanoli, de Joan Collins… Todo fantasía. La etapa mía de máxima prohibición coincidió con la Unión Cívica Radical. Pero eran… tontos. No sabían cómo tratar con el monstruo. Muy curioso, ¿no?

M.D.: Ya que estamos en ese momento te quería preguntar sobre Cuaderno del acostado. ¿Qué pensás de ese libro tuyo?
J.A.: Es un libro que a muchos tipos que pasaron por un mal momento los ayudó mucho. Ese libro fue ahorro de años de terapia. Yo era absolutamente consciente de lo que me pasaba. No es grato recordar que, durante tres o cuatro años, yo en la Argentina no tenía nada para hacer. Y era famoso. No tenía un motivo para afeitarme, no podía caminar por la calle… podía, pero… Estaba en la lona. Y lo único que hice fue escribir ese libro. Salía con mi cuaderno, me metía en los bares, tomaba cafecito y escribía. Con la absoluta certeza de que me los iba a llevar puestos. Creo que tuve algunos actos de coraje con algunos libros míos. Con Flores robadas, con Los reventados… pensá que era el 74, en esa época estaban los montos… Pero el libro con el que tuve más bolas fue el Cuaderno del acostado, con el que me desnudo de esa manera… Pero tampoco pasó absolutamente nada. Me vinieron a entrevistar de una revista de la Coordinadora, que querían hacerme quedar como un facho, y a la primera pregunta me levanté y me fui… Es un libro que nunca volví a leer. En general yo no releo las obras mías publicadas, pero a veces para las reimpresiones… Ése no lo releí ni para la reimpresión.

M.D.: En el Cuaderno aparece eso que de algún modo está en todos tus libros, pero ahí se ve muy claramente, que es la capacidad que tenés para reírte de tu propia desgracia. Es tu libro más celiniano.
J.A.: Por supuesto… Yo tenía una bruja amiga que me hacía hacer la señal de la cruz diciendo: “Me gusta / jodete / por hijo / de puta”. Hacer esa persignación: “Me gusta / jodete / por hijo / de puta”. A la cuarta vez te cagás de risa solo… Pero fue un momento jodido. Tenía que llegar cansado a casa, mis hijos eran chicos… Después de eso viene el cambio…

M.D.: Vos venís de la militancia de izquierda, del pc. En el 73 te bajás. Más tarde vas a escribir Flores robadas, donde la ruptura con los intereses de la izquierda, de la progresía, es más que evidente. ¿En qué momento se produce el desencantamiento?, ¿qué pasó?
J.A.: En Del Flore a Montparnasse, hay un texto que se llama “El sentido de la vida en el socialismo” en donde yo cuento mi alejamiento del pc. Cuando sale La manifestación, me recomiendan en la publicación de la juventud comunista. Al número siguiente, sacan una aclaración en la que dicen que, por mi lenguaje y contenido, yo no tenía nada que ver con la Federación y el Partido Comunista. Paso un año y medio en el pc sospechado de trabajar para la cia. Estamos hablando de 1971. O sea que en 1971 están concentrados todos los quilombos que van a pasar conmigo después. Siempre esa sensación de sospecha… En 1973, 74, 75, ya estaba harto.

M.C.: ¿Cómo fue que ingresaste al pc? Porque vos participaste del taller literario de Mario De Lellis…
J.A.: Sí, al taller lo armé yo con los muchachos del pc.

M.C.: ¿Me podrías contar un poco cómo fue esa movida?
J.A.: Fue muy simple. Yo iba al taller Aníbal Ponce… voy porque me lleva un amigo, ahí me pongo de novio, esas cosas… Me afilio al pc. Murillo no me pone en la Fede, me pone directamente en el Partido, en el Frente Cultural del Partido Comunista… Ése era mi grupo, mis amigos, la pasé bien con esos muchachos…

M.D.: Estaban Marcelo Cohen, Daniel Freidemberg…, ¿no?
J.A.: Marcelo Cohen, Daniel Freidemberg, Jorge Ricardo Aulicino, Irene Gruss… Buenos pibes todos… Bueno, en un momento armamos el taller Mario Jorge De Lellis en la sade. En "La manifestación" están todos ellos como personajes…

M.C.: ¿Y De Lellis ya había muerto, no?
J.A.: De Lellis había muerto, sí. Estaba la última mujer de De Lellis, Lucina Álvarez, a la que yo le dedico Carne picada… Gran mina… Andaba con mi gran amigo Oscar Barros, novelista… los dos fueron testigos de mi casamiento. Luego a los dos los chupan… Así que bueno, mi etapa en el Partido Comunista fue muy conflictiva… que me salva, porque de no ser por el Partido Comunista hubiera terminado en otra de las agrupaciones de izquierda de ese entonces… Militar en el pc en ese entonces te daba como una mirada paternalista, mirabas a los chicos de la guerrilla como si fueran desesperados, pequeñoburgueses… El peronismo era nacionalista-burgués… Vos mirabas desde la verdad. Siempre tenías la historia a favor tuyo. Pero bueno, hubo algunas discusiones… En el 1973 yo pensaba que había que apoyar a Cámpora y el pc decía que había que apoyar a Alende-Sueldo, si mal no recuerdo… Y después, con el mismo criterio que decía que había que apoyar a Cámpora, dije después que había que apoyar a Perón… Pero yo ya estaba en otra cosa… Más cerca de la jp, digamos. Algunos montos, a raíz de mi libro Los reventados, me reclamaban para ellos… Pero yo nunca tuve nada que ver con Montoneros. Finalmente, me quedé como en el limbo, pero con la absoluta conciencia de que se iba todo a la mierda…

M.D.: ¿En qué momento exactamente?
J.A.: En el 74, 75… Cuando vos ibas a una reunión cualquiera y una chica decía lo más risueña: “Ayer nos hicimos un vigilante”. Ahí yo me dije: “Uh, esto se va a la mierda…”. Por esa época, en 1975, escribí un cuento en joda, “Las fac”, donde está esa sensación. También está contado en Carne picada. Hay un capítulo que se llama “Llegar a Dios por intermedio del diablo”… Cuando la bruja viene a verme a mi casa y me dice… imaginate, yo, un marxista, cómo miraba a la bruja… La cosa es que me dice: “Pronto va a pasar algo que va a hacer que te tengas que ir de acá, vas a tener que vivir en otro lugar. Alguien muy importante, que vos no conocés pero que te admira mucho, va a ser fundamental en tu vida, va a cambiar todo lo tuyo”. Luego la acompaño a Rivadavia y 24 de noviembre para que se tome el colectivo. Cuando vuelvo, estaba mi mujer, pálida, con la nena en brazos, y mi amigo Rubén Reches, que me dice: “Turco, levantaron a tal y tal, tenés que rajar de acá”. Al poco tiempo, y esto es rigurosamente así, cuando ya me estaba yendo a Brasil, donde acababa de publicar Os arreventados y me había ido bárbaro, paso por Sudamericana para buscar libros y despedirme de Fernández Sánchez Sorondo, que por ese entonces era jefe de prensa de la editorial, y de golpe escucho: “¿Ése es Jorge Asís? ¡Quiero conocerlo!”. Y se me acerca un tipo inmenso y me dice: “¿Vos sos Jorge Asís? ¡No sabés cómo te admiro! ¿Por qué no te venís al diario mañana así charlamos?”. Era Papito. Y a los quince, veinte días ya aparezco en Clarín escribiendo como Oberdán Rocamora, cagándome en todo, y cambia completamente mi existencia. Yo ya me iba… Y Papito me convence. Después era todo mentira, no me admiraba un carajo, no había leído un solo libro mío… El que me admiraba era Urruti, el secretario de redacción anterior a Papito, al que Papito había cagado… (se ríe). Es una maravilla. En la Argentina todo es literatura.

M.C.: ¿Y en Los reventados, que está la escena de Ezeiza…? ¿Vos fuiste a Ezeiza?
J.A.: Por supuesto. Pero fui como militante. Yo andaba con los tipos que estaban preparando eso. A mí siempre se me pegaron los personajes, nunca tuve que salir a buscarlos, estaban ahí. Yo saqué un libro que se llamó Cómo levantar minas. Lo escribí en un día y con la guita que me dejó viví un año y medio. Firmado como Oberdán Rocamora.

M.C.: Un manual de autoayuda…
J.A.: Sí, un antecedente… (risas). Bueno, yo andaba con esos vagos que estaban armando los afiches con la foto de Perón. Paraba con ellos en un boliche que no está más, que se llamaba Las Palmas, en Paraná y Sarmiento. Estaban Álamo Jim Roitemberg, Rosqueta, el Negrito Rocamora, el Boga Fumanchú… A Rocamora lo bauticé yo, le puse el mismo nombre con que había firmado Cómo levantar minas… Un gran, gran boludo, que no te voy a decir quién es, cuando le conté que había escrito Cómo levantar minas para hacer unos mangos, sentenció: “Vender las palabras. Lo último que debería hacer un escritor”. Era en una reunión, había varias personas… Y yo le digo: “No, pelotudo, lo último que debería hacer un escritor es querer vender las palabras y no tener quién carajo se las compre” (risas). Yo ya estaba en otra cosa… Todo ese grupo que se disputa ese poder ilusorio, con algún viajecito, alguna cosita, dirigir algún suplemento, siempre hablando bien del otro… Bueno, todo eso es una paja que deja afuera al lector. Es un triángulo que pasa por las editoriales, los suplementos culturales y la universidad, y que alejó al lector de la literatura argentina. Todos tipos que se elogian entre ellos… nadie vende un libro, y el que vende es mirado con sospecha. Esto es desde siempre… Tipos que querían quedar como malditos desde la tapa de Clarín. Yo lo veía… Para colmo, cuando yo trabajaba en Clarín, pisaban fuerte los desarrollistas. No sabés la cantidad de escritores que se hacían los desarrollistas, que le cantaban loas a Frigerio… En realidad, me cuesta respetarlos. Puede haber gente macanuda entre ellos, todo lo que vos quieras, pero me parece que hicieron de la literatura un Plan Óvalo, un circuito cerrado. Y yo, cuando pienso la literatura, pienso también en términos de mercado. Hombre de gris vendió quince mil, dieciocho mil… ponele que venda veinte mil ejemplares, pero es un libro que tiene que vender doscientos cincuenta mil. Te enseño ahí cómo es el mundo de la política… A mí no me parece infamante ganar dinero con la literatura ni ganar dinero con nada. En el capitalismo ganar dinero es una obligación, si no, dejate de joder. En esto sos mandíbula o bocado, no tenés muchas alternativas. Yo, en lo posible, si puedo, prefiero ser mandíbula. No me interesa ese poder ilusorio…

M.D.: Y también está la idea de que si un libro vende mucho es malo.
J.A.: Yo quiero vender mucho, en eso soy muy claro: yo soy lo peor que hay, quiero vender libros, meterle a la gente en la cabeza lo mío. Voy de frente. Hacen bien en taponarme, porque yo voy por el mercado. Me tienen que conocer, nomás… Pero me tapan. Me taparon Excelencias de la nada, Diario de la Argentina… Que después de veintinueve años, con todas las cosas que le están haciendo a Clarín ahora, yo siga prohibido en el diario, es simplemente obcecación, estupidez, o se merecen que los caguen. Por idiotas. Y eso que cuando hago análisis político yo trato de olvidarme de mi situación personal con estos muchachos. Pero no pueden ser tan idiotas. Que de Diario de la Argentina, una novela que los va a sobrevivir a todos ellos, que se reedita después de casi treinta años, no salga nada… O que cualquiera de los chicos que trabajan ahí por las dudas me omita… A lo mejor no pasa nada, pero por las dudas me cajonean…

M.C.: ¿En qué cree Jorge Asís?
J.A.: ¿En qué creo? ¡Qué sé yo! (ríe). Creo en los amigos, en la alegría, en la belleza, en la literatura… Qué sé yo… En la inteligencia… En mil cosas creo. Esto no es ninguna declaración de principios. No soy ningún desalmado, ningún maldito… Soy un profesional de la palabra. Con la palabra escribo libros, artículos, con la palabra puedo masacrar a alguien… Y creo en mí. Creo que encierro algo digno de ser contado, qué sé yo.

M.D: En una entrevista que aparece en el libro de Nidia Burgos, Jorge Asís: los límites del canon
J.A.: No leí ese libro. Esa mujer sabe más de mí que yo…

M.D: En la entrevista decís: “Capté todas las máscaras y para eso tuve que sacarme todas las mías”. ¿Qué máscaras te sacaste? ¿O es simplemente una frase?
J.A.: Es una frase.

M.D: Pero sos una suerte de mutante. Fuiste militante de izquierda, escritor de best-sellers, funcionario menemista, ahora analista político independiente…
J.A.: Lo que verdaderamente me rescata a mí es la política. Hay una fecha clave: 3 de marzo de 1988…

M.D.: Cuando lo conocés a Menem…
J.A.: No, a Menem lo conocía de mucho antes, de 1974, cuando fui a La Rioja de actor a trabajar en la película que había escrito Haroldo Conti para Nicolás Sarquís. Ahí lo conozco a Menem. Los dos turquitos… Nos medimos… Pero en 1988 me sorprendo defendiéndolo a Menem. ¿Por qué? Porque a Menem lo atacaban desde la derecha, desde la izquierda, desde la ética y desde la estética. Y a mí me atacaban desde la derecha, desde la izquierda… (risas)… desde la ética y desde la estética. Me divertía defenderlo… ¿Sabés cómo le tiraban a Menem?… El 3 de marzo del 88 yo cumplía cuarenta y dos años, y por ese entonces yo festejaba siempre mi cumpleaños en la embajada de Marruecos, porque la fiesta nacional de Marruecos era el 3 de marzo, algo que tenía que ver con el Rey Hasán, el nacimiento o algo así… Y siempre con Menem nos sentábamos juntos, nos cagábamos de risa. Y esa noche le digo a Menem: “Paisano, te voy a atajar unos penales” (risas). “Bueno, Jorgito, dale”, me dice. Y al día siguiente voy al lanzamiento de la campaña… La epopeya del menemismo va de comienzos de 1988 hasta julio de ese año, cuando se le gana a Cafiero en la interna. Esos seis meses fueron maravillosos… Cuando todo el mundo creía que ganaba Cafiero… cuando mi amigo Telerman, pocos días antes de la elección, me dice que salte para el otro lado… Todo esto lo cuento en La línea Hamlet. Cuando ganamos la interna, ahí vi lo que era el poder. Empezaron los llamados, las invitaciones… Ahí me peleo muy fuertemente con David Viñas, en Chile. Una discusión en la que también estaba Osvaldo Soriano.

M.D.: ¿Vos eras amigo de Viñas, no?
J.A.: En un momento, sí. Pero después me defraudó. Durante muchos años Viñas me tiró flit en todos los lugares a los que iba… En ese libro que se llama Menemato, ya en el prólogo habla de los traidores, los que se subieron al caballo por izquierda y se bajaron por derecha… Una cosa de una solemnidad insufrible… Bueno, la cosa es que en el 84 yo publico Diario de la Argentina, desafío al poder y el poder después me pasa por encima. La manera de sobrevivir, me dije, es crear un polo propio de poder. Fue una decisión consciente de hacer política de otro modo. De todo lo que había en ese momento, lo único que me llamaba la atención era Menem. Pero no fue algo utilitario. Menem en ese momento era lo más desguarnecido que había. Con esas patillas, la melena… Decían las peores cosas de él, lo trataban de payaso… Así que ganamos, y al poco tiempo termino de embajador.

M.D.: Pero vos simpatizabas con el peronismo desde antes…
J.A.: Sí, por supuesto. Estaban Cafiero y Menem. Yo era más amigo de Cafiero, pero el cafierismo en ese momento estaba colonizado por la Unión Cívica Radical, de la que yo quería rajar… Con el que me sentía identificado era con Menem. Los impresentables que acompañaban a Menem me cautivaban más… Hay una anécdota muy graciosa… Cuando ganamos la interna, vamos a una unidad básica, estaban todos contentos, agrandadísimos, y yo digo: “¿Qué es lo que está pasando en esta sociedad, que nosotros, que somos lo peor que hay… (risas)… vamos a tener que resolver los problemas de los argentinos?”. Y ahí cambia completamente mi vida, en septiembre del 89 me voy como embajador.

M.D.: Primero fuiste a la Unesco y después a Portugal.
J.A.: Exacto. Otro momento interesante fue finales de 1990, cuando estando en París, tengo que decidir bancar o no bancar los indultos. Y en ese momento, a partir de conversaciones con amigos, y en aras de lo que creíamos iba a ser la reconciliación nacional, banqué.

M.D.: ¿Te arrepentís de eso?
No, no, para nada. Porque lo que se estaba encarando en ese momento en la Argentina, toda esa transformación, no podía hacerse con los militares en contra. Entonces yo banqué. Con lo cual, si banqué el indulto en 1991, te imaginarás que estoy medio inhabilitado para hablar de la cuestión en 2003, 2004. Porque yo fui embajador del gobierno que decretó los indultos… Y cuando me voy, saco todos mis libros de circulación…

M.D.: ¿Por qué hiciste eso?
J.A.: Porque era lo mismo que no estuvieran… ¿Vamos terminando, muchachos?

M.C.: ¿Te podemos hacer unas últimas preguntas, puede ser?
J.A.: Dale, pero a las seis me tengo que ir.

M.C.: ¿Qué escritores te interesan? ¿O al lado de qué escritores de la literatura argentina te gustaría que te pusieran?
J.A.: ¿Vivos?

M.D.: O muertos. Gente que te guste, que hayas admirado, o con la que te identificás…
J.A.: Me hubiera gustado tener un diálogo con Manuel Puig, por ejemplo… un diálogo que nunca tuvimos… Compartimos la misma traductora al portugués, leí todas sus obras, que me gustaron mucho… Qué sé yo… Me hubiera gustado conocerlo a Roberto Arlt, por supuesto… Pero he conocido tipos muy interesantes… Conrado Nalé Roxlo, un poeta monumental… Y de literatura, me interesan algunos cuentos de Borges… tiene una docena de cuentos magistrales… Bioy me parece prescindible… Me gustan algunas cosas de Abelardo Castillo, los primeros cuentos de Dalmiro Sáenz… Piglia me parece bien, un tipo respetable, pero más para profesores de literatura…

M.D.: ¿Saer, Aira?
J.A.: No, nunca fui un adorador de Saer. Y lo de Aira me parece un juego de salón… ¿A ver quién más?… Viñas me interesa, aunque a todas sus novelas les sobran ciento cincuenta, doscientas páginas. Hombres de a caballo en su momento me gustó. Cayó sobre su rostro… Otro tipo que me interesó mucho, pero ya no lo lee nadie, es Bernardo Kordon. Otro es Roger Pla, a quien conocí personalmente y me trasmitía tanto encanto. Los robinsones, Paño verde… Y Haroldo Conti, que fue como un hermano. Me da un poco de lástima la utilización que están haciendo ahora de él, porque pareciera que lo único importante es que fue un desaparecido, y es el autor de una obra absolutamente maravillosa. Es la primera persona a la que le conté lo que iba a ser Flores robadas… Yo tenía treinta años y me sentía en condiciones de hacer un balance generacional… ¡Mirá vos qué pendejo pelotudo! ¡Tenía treinta años, negro! Me sentía un viejo. Ahora voy a cumplir sesenta y siete y sigo hinchando las pelotas. Yo siempre creí que me iba a morir joven. Por eso me apuraba y escribía desesperadamente.

M.D.: Pero por más que fueras un pendejo, algo tocaste con ese balance. Vendiste trescientos cincuenta mil ejemplares.
J.A.: Por supuesto. Y ahora ese libro les sirve a los chicos que me leen para entender a sus viejos. Hay tipos que incluso me empiezan a valorar a partir de sus hijos. Esto me pasa habitualmente… Lo único que me llama la atención es cómo todavía se mantienen las proscripciones. Que todavía siga siendo una mala palabra para los tipos de la universidad, por ejemplo. Es un disparate… O que hablar bien de mí siga funcionando como una provocación. “¿Cómo?, ¿te gusta Asís? ¿De verdad? ¿Ese menemista?” Hay tipos muy pelotudos… Hace seis, siete años, me llama un chileno de la Universidad de Concepción, a quien le había gustado mucho Flores robadas, invitándome a unas jornadas de literatura. Invitan a otro escritor argentino, a un crítico, mejor dicho, de esos que toman copas de mármol espeso, que le dice al chileno: “Pero Asís fue menemista, yo no puedo compartir una mesa con él”. Mirá qué idiota. Otro, el bobo de Saer. Yo era presidente del comité de la lengua española, en la Unesco. Hay un encuentro, los españoles traían a Julián Marías, los mexicanos, a Carlos Fuentes y a Octavio Paz… Y yo no tenía a nadie a quien traer, además no tenía presupuesto… Pero ¿a quién tenía en París?… ¡A Saer! Aparte, teníamos un amigo en común, el Turco Sarquís. Así que lo invito, lo llamo por teléfono… ¿Sabés lo que me dice? “No, Asís, vos sos embajador del gobierno que indultó a los genocidas, me comprometés, no me pidas eso”. De esas tengo miles…

(*) Una versión reducida de esta entrevista salió en el número 178 de marzo de 2013 de Los Inrockuptibles.

lunes, 11 de marzo de 2013

Un zapero haciendo zapping*


Por Eric Mazet

Soy de la opinión de que una Obra se defiende sola y de que resiste a las críticas y las denigraciones si ella es humana y, en consecuencia, conmovedora y lírica.
Jehan Rictus, Cartas a Annie, 15 de octubre de 1911

Cuando afuera está tan lindo, ¿qué sentido tiene encerrarse a escribir para responderle a un enano de jardín? Céline se defiende bien solo. Los lectores del Boletín celiniano han leído, leerán muchas otras filípicas. Resta escribir para el joven profesor que se sintió desorientado con la primera lectura de Rigodon y que creyó comprender el porqué leyendo el Contre Céline de Martin. Decirle que hay cosas mejores para leer que ese panfleto de retaguardia. Que el Céline scandale de Godard es más serio y profundo. Contre Céline es retrógrado. Es mejor que lo de Bounan, pero peor que lo de Crapez. Martin se hace el Kaminski, se hace el astuto, hace lo que puede, pero lo que hace no es serio. La trilogía alemana de Céline en la Pléiade data de 1974, y Martin se tomó veintitrés años para ofuscarse. Rigodon es, para él, tan “racista y fascista” como Bagatelles. Los investigadores, tesistas, críticos, estarían hechizados con una musiquita cuyas palabras serían el estribillo del racismo biológico. Los aficionados o apasionados de Céline serían todos, entonces, racistas inconscientes o declarados. Se hace zapping en las citas, se sospecha del lector, se lo acusa de perfidia, se lo amenaza con eliminarlo. Gilles Tordjman se animó a escribirlo en Les Inrockuptibles, luego de la lectura de Bounan. El caso del rockero que desafía a Beethoven, del grafitero que insulta a Picasso. La subcultura tiene sus autos de fe donde ella es la primera que se prende fuego.
Jean-Pierre Martin es más astuto. En nombre de Robert Antelme, de Primo Levi y de Charlotte Delbo, se las agarra con Julia Kristeva, Philippe Muray, Stéphane Zagdanski, y con todos los admiradores del escritor que olvidan en la lectura de Viaje, Bagatelles o Rigodon las atrocidades cometidas en los campos nazis. Es la técnica de collage cara a los surrealistas: superponer las imágenes creando un vínculo lúdico. A Martin le gusta Henri Michaux, le consagró un libro. A mí también me gustó Plume, ese hermano gracioso y frágil, sus astucias, avatares y heridas, en tiempos en que los juegos intelectuales eran suficientes para darme placer. A los veinte y pico, había leído todo Michaux, me había gustado todo, incluidos sus escritos sobre drogas, sin caer por eso en la toxicomanía. Y luego me encontré con otro desdichado, Ferdinand Bardamu, un muchacho no menos gracioso, más humano y sufriente, que hablaba de la desgracia de vivir, con emoción, como médico, sin jugar con las palabras. Y leí todo, me gustó todo Céline, incluidos los panfletos políticos, sin por eso adoptar su vehemencia ni casarme con sus arrebatos. ¿Michaux empujó a la droga, a la muerte, a algunos de sus lectores, al describir los efectos de la droga? La pregunta permanece sin respuesta. ¿El escritor es responsable de todos los lectores que invocan su nombre? Ya no podemos saber si Céline empujaba a sus lectores a la violencia, en nombre de sus escritos políticos, él, que escribía para que no hubiera Segunda Guerra, ni masacres ni cadáveres.
Es una suerte poder apreciar escritores tan diferentes, opuestos en sus ideas políticas como Céline o Genet, Rictus y Hugo, Voltaire y Rousseau. ¿Hay que ser católico, integrista, para abrir el Diario de Bloy? ¿Hay que tomar mezcalina y nicobion para lanzarse a Las Grandes Pruebas de Michaux? ¿Hay que ser colérico, hebertista, hitleriano, anarquista para escuchar los grandes órganos de Céline? O, por el contrario, ¿hay que ser sordo para no escuchar, detrás de su música, más que la horrible orquestación de Treblinka, y no la danza macabra de todo nuestro siglo veinte? A Martin no le gusta el Céline de los panfletos políticos. Está en su derecho. Pero ver en Céline sólo a un escritor político y pasar al lado del mensaje estético es no saber leer o dar prueba de mala fe. Es surfear de una cita a la otra, zapear de un capítulo a otro. Hacer del más grande escritor del siglo el autor de un folletín político. Martin se presenta vestido de humanidades, declara a Céline antihumanista, no le gusta Céline y sospecha de cualquier celiniano de crimen contra la humanidad. Es lógico y es idiota: es ideológico. A Martin le revienta que hayan honrado a Céline en papel Biblia, que le hayan consagrado cuatro volúmenes en Pléiade.
Queríamos creer que hacia finales de este siglo veinte los finos letrados iban a volverse más sabios, menos fanáticos, menos pesados, más matizados, más libres. Nada de eso. La crítica marxista sigue siendo pesada como siempre, sigue pegando etiquetas, brazaletes infamantes, haciendo siempre la misma lectura selectiva, moral, política. Algunos continúan leyendo en Zola sólo el realismo, dejando de lado los paisajes líricos o cómicos, otros leyendo en Sade sólo al pornócrata, evitando al libertario, en Baudelaire al opiómano olvidando al místico. Marcel Aymé denunció al “homo rationalis” en El confort intelectual, el lector prisionero de sus libros de Historia, de las teorías filosóficas, de las ideologías políticas y sociales, incapaz de todo lirismo, inepto para toda emoción. Martin me recuerda a los católicos que no pueden reír con Voltaire, a los ateos que no quieren leer a Léon Bloy, a los machos que vomitan con Genet, a los racionalistas que desprecian a Baudelaire, a los republicanos que rechazan a Chateaubriand, a los igualitarios que tratan a Nietzsche de facho. Martin coincide con Jean Madiran, el director del diario Présent, que ayer declaraba: “No es precisamente la lectura de Céline la que reanimará en Francia el espíritu de sacrificio, el honor de servir, el amor a la patria, la fe en Dios”. ¡La misma bolsa de avena!
¿Intentar “remontar el Niágara de las estupideces a nado”, como le decía Céline a Paraz, disuadiéndolo? La primera página de Martin ya contiene tres errores. Detalles para un no-celiniano como Martin, pero significativos de su mala fe. Martin ve a Céline “a comienzos de 1960”, “ya casi beatificado” (p. 9). Es olvidar la conspiración de silencio de gran parte de la prensa en contra de Céline, las difamaciones constantes sobre su pretendido vínculo con Vichy, el desprecio con el cual lo reducían en los manuales escolares a la categoría de “escritor populista, guarango y antisemita…”. Jacques Darribehaude, se presenta a Céline como un “ario pura sangre”, según Martin: d’Arribehaude, nativo del sudoeste, más bien “narbonoide”, ¡y voluntario de las Fuerzas francesas libres a los diecisiete años! ¡Caramba! ¿Martin tiene suficientes títulos honoríficos como para burlarse de ese “joven discípulo”?… Ciertamente nunca tuvo tanta libertad de espíritu como d’Arribehaude… ¿Céline hoy en día “objeto de un culto integrista y devoto”? Martin no debe haber leído las Actas de los coloquios celinianos publicados desde 1975 por la Sociedad de estudios celinianos. Ninguna devoción, ningún fanatismo. Más bien todo lo contrario. Prudencia, crítica. Allí fueron muy aplaudidos los Willy Szafran y las Alice Kaplan que no trataban bien a Céline. Philippe Alméras participó en cuatro coloquios con éxito. Hay de todo entre los celinianos. Que Martin se tranquilice. La mayoría de los tesistas celinianos sienten una fuerte aversión por el autor de Viaje, se declaran rotundamente hostiles en el preámbulo, y estudian su literatura con muchas precauciones. Algunos no reconocerán jamás el vergonzoso placer que les produce escuchar la famosa música. Pero todos reconocen que, “a pesar de su estupidez, a pesar de su fealdad”, el monstruo era un genio.
Nada de matices en nuestro Martin. Ninguna ambivalencia. Observaciones yuxtapuestas, citas superpuestas, cuyo hilo conductor es la denigración. Página 11, Martin pretende haber observado que “a lo largo de los libros, la bondad ostentatoria del médico de los pobres se repartió con constancia”: “los niños, los animales, el gatito, los viejitos”. No es haber leído Semmelweis, Viaje, Muerte a crédito, donde los niños enfermos, los caballos y los perros, los viejos sufrientes, ya tienen un lugar privilegiado. Pero Céline, luego de la guerra, buscaría ocultar “su maldad” (p.12), ¡y Martin encuentra esta compasión por los seres débiles en los electores de Le Pen! ¿Hay que estallar en una carcajada ante tamaña mala fe o dejar caer los brazos ante tales razonamientos? Martin toma a sus lectores por tarados. ¿Baudelaire, que amaba a los gatos y a los viejos, y que desconfiaba del comercio americano, escribía entonces para los lepenistas, que serían culpables de disfrutar de sus poemas? Si todos los seguidores de Le Pen apreciaran el genio lírico y cómico de Céline, serían electores muy diferentes a los de esos politicastros de izquierda y de derecha. De un castillo a otro o Rigodon son más liberadores que Télérama o Libération. A menos que se prefiera la política a la literatura, la prosa periodística a la poesía lírica.
Martin quería escribir un ensayo sobre la oralidad en la novela francesa del siglo veinte. En lugar de comenzar por el gran iniciador, comenzó por los epígonos. Ya nada nos sorprende cuando nos enteramos de que Martin compara a Sarraute y Duras, a Queneau y Pinget, en su aporte de oralidad a la prosa novelesca (p. 16), con la lengua de Céline, que busca más la emoción poética natural que la simple transcripción del lenguaje hablado. Otro profesorcito que confunde el lenguaje oral y la lengua emotiva. Céline sólo se sirve del lenguaje hablado para expresar el lenguaje interior del hombre. Nada que ver con los dicharachos que se dicen en los bares o los juegos intelectuales. Comparar los ejercicios de estilo de un Michaux o de un Perec con el lirismo de Viaje al fin de la noche es no haber comprendido nada del genio de Céline, sobre todo cuando no se ve en esa novela más que un “romanticismo negro” (p. 17) y se deja de lado su genio cómico, que todos los grandes lectores de la época festejaron. Martin nos dice que el Viaje lo “hechizó”. No es una excusa para hacer de Céline el “gurú” de una secta oscura, y de sus otras obras, castillos a desencantar.
El señor Martin tiene un gurú: Philippe Alméras. ¡Lo reconoce, en la página 19, el pícaro! Ya que Martin no agrega nada a lo de Alméras. Es un resumen mal hecho: sin cosas nuevas, superficial, desordenado. A pesar del bajo continuo del “racismo biológico” que escuchaba en el fondo de todas las músicas celinianas y que lo volvía sordo a los aires más elevados y convincentes, Alméras, sin embargo, disfrutó durante alrededor de treinta años la música celiniana, incluida en sus abismos más oscuros y profundos, incluso si el juego del procurador le divertía más que el de admirador. No es el caso de Martin, que prefiere a Claude Simon, a Nathalie Sarraute y a Georges Perec antes que a Céline, la “literatura que no recluta”, el “viaje que lleva lejos de las ascendencias pequeñoburguesas antisemitas y racistas” (p. 20). Es tener una lectura un poco simplista del Viaje y del resto, una lectura que evidencia el discurso de partido político. Es berrear contra Céline a la manera de Gorki, quien, en 1934, delante de los escritores comunistas, denunciaba a Bardamu como pequeñoburgués, fascista y decadente. ¿Hay que recordarle a Martin que la ideología que preconizaba la “lucha de clases”, esa que deportó a Siberia a los desgraciados que no habían hecho otro mal que haber nacido pequeñoburgueses, mató más gente en el siglo veinte que cualquier otra ideología? Lo que la gente como Martin no le perdona a Céline es que sus libros ridiculizan todas las ideologías, tanto la democrática como la fascista, la francmasona como la comunista. Céline no colocaba en la política el remedio al sufrimiento de los hombres, sino en la humildad estética, la música personal, el teatro íntimo, la poesía del alma.
En la revolución celiniana, que sin embargo la considera como una “innovación remarcable”, Martin solo ve “un callejón sin salida de la novela”, “una derrota de la literatura” (p. 21). Ya se ha dicho lo mismo de Beethoven, de Rimbaud, de Cézanne. “La voz de Céline (…) simboliza las lamentables felonías de una voz de escritor que se toma al pie de la letra, que se dice portador de una verdad, que se identifica con una voz encarnada” (p. 22). Ya se ha dicho eso de Rousseau, de Chateaubriand, de Hugo… Pero Martin intenta definir el género literario de la novela, justamente el género más libre de forma, para excluir de él a Céline y prohibir toda comparación de su obra con el poema limitándola al género del panfleto. El profesor Martin se queda en la etiquetas para los escolares que tienen problemas con las definiciones. Y se las agarra con Godard, que había señalado “el plurivocalismo” de las novelas donde los personajes –como Clodovitz en Guignol’s band, por su carácter simpático– escapaban en plena Ocupación alemana de lo que algunos esperaban después de los panfletos de preguerra.
Profesor Y como Profesor “youpin”1 presiente Martin, a quien a continuación no le faltan las ideas. Podría haber ido más lejos. El nombre de resistente de ese imaginario “gallimardoso” anónimo es “coronel Réséda”. ¿Como la reseda que Aragon opone a la rosa? ¿O más bien la “reseda de los tintoreros” o la “hierba de los judíos”? Pero esta malicia en el título mismo de Conversaciones remite a las ideas estéticas expuestas en Bagatelles pour un massacre y no a las ideas políticas que Céline asimila a “la cólera” al comienzo de esas mismas conversaciones. Cuando Céline se las agarra con Racine tratándolo de judío, no es racismo biológico, sino una metáfora estética: es rechazar un sentimentalismo falso en nombre de una emoción más profunda y vital. Y la “Y” puede comprenderse igualmente como una referencia a la cultura grecolatina, la de los sorbonardos, esos que juegan al “yo-yo” en literatura, esos a los que “profesor X” les hubiera sugerido “xenofobia” o “profesor Z” les hubiera evocado “zelote”.
En la serie monótona de alusiones malintencionadas, Martin llama “huida a Alemania” (p. 27) el rechazo de Céline a ser asesinado por un comando oscuro en junio de 1944, y la tentativa de llegar a Copenhague, donde tenía amigos y dinero. Para Martin, que Céline evoque a Le Vigan, Costeau y Laval en la trilogía alemana es “no tener consideración por el lector de los años noventa”, ya que los jóvenes de hoy “no están familiarizados con la colaboración”. ¿Hay que estar familiarizado con el entorno de Froissart o de Joinville para disfrutar de sus crónicas, haber vivido en China para leer Los conquistadores, conocer los “Emanglones” para viajar a “gran Carabagne”? Más de un joven de mediados de los sesenta descubrió De un castillo a otro sin haber escuchado hablar de Sigmaringen, sin saber quién era Rebatet, sin haber escuchado hablar de von Raumnitz. Incluso si los conocimientos históricos pueden duplicar el placer, el genio lírico y cómico de Céline no está atado a la Historia, sino a lo que la convierte en un mundo fabuloso. Uno se pregunta qué es lo que Martin podría apreciar en Swift, a menos que crea en la existencia de los liliputienses. Es “la interpretación de la Historia” lo que le da miedo a Martin (p. 41). Sin dudas, para él no hay más que una sola Historia, la suya y la de los suyos. Pero Voltaire en Candide también interpreta la Historia, y Chateaubriand en sus Memorias, y Michelet, y tantos escritores e historiadores ilustres, con quienes no necesariamente compartimos sus ideas. Entonces, ¿por qué ese reproche a Céline, que es un narrador? No se le exige al narrador exactitud, sino un tono, una gracia, una magia…
Porque a partir de L’Église, para Martin, toda la obra de Céline es racista. No en el sentido estético, histórico, en el sentido de Elie Faure. Sino solamente en el sentido biológico y político, como lo ha repetido Alméras, cosa que nadie contradirá, pero que es demasiado simplificador. Para Martin, Céline no es más que escritor “comprometido” con la peor de las ideologías. Es no haber comprendido que toda la obra de Céline, de Semmelweis a Bagatelles y Rigodon, denuncia justamente todas las ideologías. Pero según Martin, Céline mismo declara que Rigodon es un libro “comprometido” (p. 44), una última salva negra de ideología y exhibe como prueba absoluta la frase en la que el escritor declara: “791 páginas… ¡uf!... ¿suficiente?… ¡vean ustedes! yo estaba comprometido realmente… se trataba de terminar…”. Martin sólo conoce un tipo de compromiso, el de la política. En la página 923 de la edición en papel Biblia que irrita tanto a nuestro Martin, cada lector podrá constatar que el compromiso del que habla aquí Céline es el que lo vincula a través de un contrato, no a Hitler o a Pétain, sino a su editor, Achille Brottin, es decir, a Gallimard, para terminar su libro y liquidar las sumas de dinero anticipadas.
La exactitud de las citas no le preocupa a Martin, para quien Céline nunca tuvo ideas sobre las penas y las alegrías, sobre la alquímica individuación de los hombres en el curso de su existencia, sobre la vida y la muerte. “¿Céline tuvo ideas verdaderamente?”, se interroga falsamente Martin, respondiendo enseguida que “desde siempre no tuvo más que una: el racismo biológico” (p. 62). Es reducir la obra únicamente a los panfletos políticos, y en éstos, omitir los capítulos sobre Rusia, la literatura, la educación, los ballets. ¡Mejor! Para Martin, a quien los anacronismos no le preocupan, esos “panfletos nazis prefiguran la solución final” (p. 58). En defensa de la tesis de Tettamanzi sobre los panfletos, Serge Klarsfeld, sin embargo poco proclive a una indulgencia cómplice, reconoció que los panfletos, en sus expresiones, no eran nunca homicidas. Sin tener en cuenta esta honestidad, sin tener en cuenta al lector neófito, Martin llega hasta pretender que Céline escribió que había que “desangrar al judío”, sin dar ninguna referencia a este insostenible, inexcusable llamamiento homicida.
¿Era en Les Beaux Draps, panfleto que data de febrero de 1941, el momento de los primeros discursos de Pétain sobre la colaboración anteriores a la ruptura del pacto germano-soviético? ¿Era en L’École des cadavres, que data de 1938, el momento de los acuerdos de Munich? ¿Eran en Bagatelles pour un massacre, el panfleto dirigido contra el Front populaire, pero que tantas imágenes atroces han vuelvo poco legible hoy en día? Busco y encuentro en esa obra compuesta en 1937 en la cólera de un pacifista que rechaza una segunda guerra, página 319, esta hipótesis extrema, desesperada, última, en respuesta a la cuestión tramposa de Gustin Sabayot: “Entonces, ¿quieres matar a todos los judíos?” “Me parece que ellos no dudan demasiado cuando se trata de sus ambiciones (10 millones sólo en Rusia)… Si son necesarios becerros en la Aventura, ¡que desangren a los judíos! Si los sorprendo en sus charadas, empujándome al frente, ¡me los limpiaré a todos sin problemas y sin dejar ninguno! Es la reciprocidad del Hombre.” De una hipótesis execrada, maldita, denunciada en todo el libro, Martin hace un llamamiento, un proyecto alegre, un anhelo abyecto. Es tan deshonesto como leer al revés el título de ese panfleto pacifista.
Bajo el gobierno de Léon Blum, en pleno triunfo de una revolución, la de la alianza de los socialistas con los comunistas, Céline responsabilizó a los belicistas ingleses y americanos, a algunos intelectuales, comerciantes o ideólogos que impulsaban un conflicto europeo contra el fascismo para que triunfara el capitalismo o el comunismo, pero no para salvar a los judíos alemanes, a los cuales los gobiernos francés, americano e inglés les habían negado ayuda antes de la guerra. Criticando el triunfo de Blum, Céline critica a una izquierda que prometía el Paraíso, encaminándose hacia la guerra al contar con la alianza de la Unión Soviética, donde los derechos del hombre no eran más respetados que en el país de Hitler. Ya fueran de la orilla izquierda o derecha del Rhin, Céline quiso alertar a los veteranos del 14 para que no se enfrentaran por segunda vez, gaseándose en las trincheras antes de firmar la paz, y no escribieran cientos de libros sobre la atrocidad de la guerra. Céline preveía la derrota de Francia, donde todos perderían, y donde los grandes vencedores serían los rusos y los chinos. El historiador amateur o militante, dador de lecciones que posa de mártir o de santo, puede condenar la angustia de una generación, y sólo juzgar la Historia en la línea de llegada, con las fanfarrias de la victoria, cincuenta años después de la batalla. Martin es uno de ésos.
Con él volvemos a esos procesos de moralidad que creíamos superados desde hace un siglo. ¿Hay que celebrar a Voltaire por su compromiso en la época del Affaire Callas, excluirlo del Panthéon por su antisemitismo, o simplemente hay que admirar su genio de escritor? ¿Si Dreyfus hubiera sido culpable, el genio de Zola sería menos grande a causa de Yo acuso? Los belgas deberían negar el genio de Baudelaire por haberlos agredido con tanta violencia? ¿Debo encontrar detestables los poemas de Aragon porque hace un elogio de Stalin y porque hay en su poesía un elogio del comunismo? Comparar a Salman Rushdie con Céline es estúpido. Céline era un hombre solo. Sin ningún partido detrás, ni delante, sin lobby. Antes y después de Bagatelles. Jean Prévost y René Lalou, Émile Henriot, desde el Viaje negaron el genio de Céline, así como, desde Muerte a crédito, hicieron lo mismo Beauvoir, Léautaud, Brasillach. Exactamente como Martin hoy.
Hay de todo entre los celinianos: personas refinadas, personas poco cultivadas, judíos, no judíos, anarquistas, verdaderos, falsos, partidarios de la Resistencia, descarriados de la Colaboración, nostálgicos de Stalin y extraviados de Hitler; personas muy simples que encuentran en Céline un lenguaje, una poesía, una comicidad, una filosofía; jóvenes y viejos “que interpretan un papel y se lo creen” alimentando su paranoia vergonzosa; tesistas que se ofuscan sólo con el nombre del Boletín celiniano y hablan de Céline como de una orgía que hay que confesar; arribistas que se etiquetan y se ponen el brazalete, sorbonardos que se persignan, espíritus libres de toda ideología, estúpidos siniestros de todos los partidos.
Ignoro todo de Martin. Salvo que prefiere el “yo” abierto de Montaigne al “yo” terrorista de Céline, y uno se pregunta qué piensa del “yo” de Voltaire, del “yo” de Chauteabriand, del “yo” de Rimbaud. Ignoro todo del “yo” de Martin, salvo que no ha comprendido nada de la ley del lirismo, ¡ya que le reprocha a Céline abusar de un “yo” terrorista! (p. 66). Martin conoce muy poco de la biografía de Céline, ya que trata a Céline de paranoico (p.68), olvidando que Céline, desde el 3 de octubre de 1936, desde Muerte a crédito, estaba amenazado de muerte en Le Merle blanc. Ignoro todo de Martin, salvo que se encoleriza hoy con “la masacre de trescientos algerianos en París en 1961” (p. 70). Podría haber tenido un pensamiento por los civiles franceses asesinados el 26 de marzo de 1962 en Argel, en la Meseta de Glières, por soldados árabes a las órdenes de oficiales franceses. Pero Martin tiene un enojo selectivo. Sarajevo o Sigmaringen le evocan el nombre de tristes campos nazis, Budapest o Katyn no le recuerdan ningún gulag soviético. Martin maneja el martillo neumático, pero deja de lado el martillo y la hoz: lectura estrecha, selectiva, obtusa, deshonesta. Obsesionado con su propia ideología, Martin sólo ve en Céline ideología. Nada más. Céline, para él, es un político, y no un escritor. No puede siquiera meterlo en el mismo plano que a Rabelais, Proust y Kafka, olvidando que Rabelais tomó posición a favor del galicanismo, Proust a favor de Dreyfus, y Kafka contra la manipulación de los procesos, y que sería reducir su genio leyéndolos sólo bajo un ángulo político.
Martin prefiere los escritos de Primo Levi, por su “sabor existencial”, a la obra de Céline (p. 77). Leí Si esto es un hombre, que Primo Levi publicó en enero de 1947 al regreso del campo de Auschwitz donde fue confinado en 1944. Comparar a Céline con Levi es como comparar a Villon con Camus. Son dos planetas diferentes. Levi se pretende objetivo, imparcial, escrupuloso. Testimonia sin enojo sobre el horror de un campo, a veces se pretende poético y humorístico, denuncia la mecánica de una ideología, la atrocidad de un sistema, la muerte-vida de hombres sin nombre convertidos en matrículas. Es un testimonio. Céline es un escritor lírico que rompe todas las convenciones, que lanza un panfleto voluntariamente desmesurado, feroz, contra el Frente Popular (Bagatelles), o contra la guerra, el capitalismo, la miseria (Viaje), para que los hombres de 1914 no se conviertan en matrículas en 1940, para que no sean gaseados en las trincheras o amortajados en el barro de Flandes. Levi se dirige al razonamiento y a la sensibilidad, Céline apunta a la emoción y a la poesía. Levi describe las consecuencias últimas de la guerra en un campo, la esclavitud absoluta, donde los amos delegan el poder absoluto a sus sirvientes. Céline quiere denunciar a los responsables de la guerra, a los amos ocultos, o hace un fresco de un país en llamas y bajo las bombas. Dos géneros, dos tonos, dos fines diferentes.
Notemos al pasar que Levi, aunque se preocupa por los Elegidos, los santos y los mártires, critica en un momento, como Céline, a los “judíos prominentes”, “intocables, odiables, tiránicos” que tienen poder sobre los otros esclavos: “Los judíos prominentes constituyen un fenómeno triste y revelador. Los sufrimientos pasados, presentes y atávicos se conjugan en ellos con la tradición y el culto de la xenofobia para hacer de ellos monstruos inadaptados y despojados de toda sensibilidad”. En Céline, nada de Elegidos. Después de todo, Céline escribió para aquellos que Levi y los “prominentes” llaman “los musulmanes”, es decir, los débiles, los inadaptados, los “no-hombres en quienes la chispa divina se ha apagado” (p. 96). Céline no ha hecho jamás la apología del más fuerte. Martin se cuida bien de no citar el Homenaje a Zola, donde Céline denuncia todos los estados totalitarios.
En el apéndice de Si esto es un hombre, que data de 1976, Levi es claro en su compromiso político: “Los campos soviéticos no son menos deplorables ejemplos de desigualdad e inhumanidad. No tienen nada que ver con el socialismo soviético; sin duda hay que ver allí una subsistencia bárbara del absolutismo zarista, del que los gobiernos soviéticos no han sabido o no han querido liberarse. Cuando leemos Recuerdos de la casa de los muertos, escrito por Dostoievski en 1862, reconocemos allí sin dificultad, en sus grandes líneas, el universo concentracionario descrito cien años más tarde por Soljenitsin. Pero es posible, fácil incluso, imaginar un socialismo sin campos, como fue realizado, por otro lado, en muchos lugares del mundo. Un nazismo sin Lager no es concebible”. Opinión partidista que millones de rusos no comparten. Entre un campo soviético y un campo alemán, Céline no hacía diferencia. Sin dudas por esa razón, Céline fue conducido al cementerio de Meudon sólo por un pequeño grupo de amigos, la mayoría anónimos, mientras que Primo Levi fue acompañado al cementerio por una delegación del Comité central del Partido Comunista.
Martin adora a Bach y a Monk, es un musicólogo. Joyce, Michaux, Proust, Perec, Duras, Pinget, Sarraute y Simon (p. 82) le ofrecen la verdadera, la pura, la gran música. ¡Céline no! Martin escucha más frases de odio que de música en Rigodon, donde escucha “en el peor de los casos, una fanfarria militar, en el mejor, una ópera wagneriana, a menudo un disco rayado” (p. 85). Joyce en inglés, por supuesto, Proust, evidentemente. Pero la música del nouveau roman, la de Duras, al lado de la de Céline, es un flautín chino. Preferir la armónica de Perec al gran piano de Céline es como preferir un pianista cualquiera de bar a Thelonious Monk. De gustos no hay nada escrito. Cuestión de oreja. Hay pasajes de Bagatelles que me salteo, y me he dado cuenta de que son justamente aquellos en los que no aparece la mano, el estilo de Céline. Pero para Martin, la “lectura estética de Céline es una lectura de complacencia y sumisión al sistema celiniano”. Y agrega en una nota: “No hablo aquí de los incondicionales de Céline, antisemitas notorios y declarados, que aprovechando la rehabilitación literaria, desean una rehabilitación política”. Martin desgraciadamente no da ningún nombre. No conozco ningún celiniano que desee una rehabilitación política de Céline, dado que él siempre despreció la política, defendió al individuo contra las sectas y los clanes, los partidos y los lobbies. Ése es el hilo de Ariadna que une Semmelweis, L’Église, Mea culpa, Homenaje a Zola y lo que sigue para todos los que no hayan comprendido Viaje al fin de la noche. Si descendió durante un momento a la arena política, fue para advertir del peligro, cuando los espectadores se ofrecían al Minotauro en nombre de la ideología. Céline jamás pensó que la felicidad de los individuos podía venir de algún sistema político.
¿Hay que condenar a Rousseau, a Hugo y a Vallès a las gemonías bajo el pretexto de que los responsables del Gulag los daban a enseñar en sus escuelas? ¿Hay que ser católico e integrista para admirar la prosa de Léon Bloy?, ¿francmasón y anticlerical para apreciar los cuentos de Voltaire, monárquico y místico para leer las novelas de Balzac? El fanatismo ordinario del lector en literatura aparece cuando le asigna una misión política a la literatura. ¿Los franquistas no podrían admirar a Picasso y los republicanos a Dalí? Martin les reprocha a los libros ser “cerrados”, no darle la palabra al lector. ¿Guernica es una “pintura abierta” o sólo una pintura comunista? Cuando miro Guernica de Picasso no pienso tanto en los mártires de ese pueblo, sino en todos los desgraciados que padecieron un bombardeo. No limito el genio de Picasso al bombardeo de un pueblo, a los nazis, a una fecha, un lugar. Picasso no es el pintor del Recuerdo, sino de todos los Recuerdos, de otro modo no sería el genio que dicen que es. Se puede mirar Guernica pensando en Dresde o en Hiroshima, en todos los bombardeos que vendrán. La historia no comienza en 1933 y no termina en 1945. No importa que los aviones fueran rojos o negros, Picasso pintó el horror, la desgracia de todos los civiles inocentes. Las descripciones de bombardeos en Féerie o en la trilogía ofrecen al lector el mismo sentimiento universal. Antes que parisienses o alemanes, los civiles son víctimas.
Martin lee al revés. Su antirracismo lo ciega al punto de no ver más que racismo en Céline, y no comprender que la apuesta estética lo empujó al delirio político. El cartero negro que abusa de la mucama no le hace reír a Martin. Él nos hace reír mucho menos. Es la metáfora del verlan y del rap la que revoluciona la canción francesa. Cuando Céline lanza el burlón “Mi monumento funerario estará en el bachillerato”, Martin traduce literalmente: “Su monumento: a las víctimas de Sigmaringen” (p. 99). Es negar la evidencia de que en la trilogía alemana, una vez más, Céline se burla del homo politicus en cada página. Martin revela su juego, su estupidez y su odio cuando resume su posición (p. 116). Para él, defender a Céline es “decir ‘emoción’ por xenofobia, ‘estilo’ por retórica del ‘mártir colabo’, ‘musiquita’ por vociferación”. Martin traduce el poético y celiniano “al comienzo era la emoción” por un vulgar y actual “cada cual dice lo que siente” (p. 128). Lo que habla de la bajeza de su nivel de lectura. Con todas las tergiversaciones cumplidas, como último argumento Martin recurre y vuelve, con tanta insistencia como ucronismo, a la comparación Céline – Le Pen – Hitler (p. 131). Había otros medios de burlarse de las piruetas, los saltos acrobáticos, las contorsiones de Kristeva, Sollers, Zagdanski. ¡Lector de Céline = elector de Le Pen = nostalgia de Hitler! ¡Qué ensalada rusa! ¿Lector de Aragon = elector de Da Hue = nostalgia de Stalin? ¿No saldremos de eso jamás?
Volvemos con Martin al maniqueísmo de los Izvestia de los años treinta. Un escalón todavía más bajo: algunas páginas más adelante, Martin nos dice preferir la comicidad de Guy Bedos a la de Céline (p. 156). Martin se inquieta al ver a Céline festejado todos los años con un libro nuevo. Tranquilicémoslo. Céline es mucho menos leído que Camus. No tiene una estación de metro con su nombre, como el camarada Aragon, ni un colegio, como Simone Signoret, ni una calle en Meudon o una placa en Montmartre, y tampoco un mísero callejón sin salida en Courbevoie. Céline sigue siendo un autor maldito. Los optimistas se contentarán con libretos y letanías ronroneantes. El argot ha desaparecido en beneficio del verlan. La lengua francesa ha malogrado un renacimiento. ¿Contra Céline? “¡Lo que sea contra Céline!” La frase data de la Ocupación. Nada nuevo del lado de Martin.
Traducción: Mariano Dupont

(*) Este texto fue publicado originalmente en Le Bulletin célinien n° 176, mayo de 1997, pp. 13-22.
(1) Judío. Argot despectivo.