"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

miércoles, 23 de junio de 2021

Esa mujer*

Por Mariano Dupont


Primero que nada, detectar una omisión en el mapa, en el canon. Segundo: señalarla, llamar la atención, decir: “Se olvidan de…”. Oficiar un rescate. Por último: poner en circulación esa literatura inconseguible, valiosa. Volver a publicar. Ningún seguimiento de la moda; más bien una política, un criterio. Sin embargo, también hay de lo otro: algunas reediciones –casi siempre masivas, plurales, ruidosas– ignoran toda estrategia que no sea la del rédito. Van a lo seguro, como se dice. (Una seguridad que, por otro lado, las cifras muchas veces se encargan de pulverizar. Pero ése es otro cantar.) Acá, en cambio, en las reediciones aplaudibles, el movimiento que las sostiene es el del gasto, como quería Bataille. Porque la pregunta que primero surge frente a la reedición de un libro como El país del humo de Sara Gallardo es la de sus lectores potenciales. ¿Cuántos podría llegar a tener? ¿Quién leerá este libro desolado, extrañísimo, escrito por una mujer que murió hace varios años y cuyo nombre hace rato que dejó de escucharse, opacado por los de otras difuntas mucho más célebres, mucho más comentadas? (Porque Sara Gallardo, está claro, no es Silvina Ocampo; tampoco Alejandra Pizarnik. Sí, quizá, Norah Lange, esa otra mujer que, al igual que la Gallardo, vivió gran parte de su vida bajo la égida del “esposa de”. Girondo, Murena. A un costado, dos escritoras excepcionales.) ¿Quién leerá, en suma, estos cuentos que parecen venidos de la Luna y que, leídos hoy, a veintiséis años de su primera edición, parecen hacer gala de un deliberado y bello anacronismo? Poco importa. De lo que se trata, pues, es de apostar a la incertidumbre, de poner el libro ahí, al alcance de algunos curiosos que, cansados de mudas y llamativas novedades, se acercarán a él con la paradójica esperanza de encontrar en lo viejo algo que les hable en una lengua nueva.
La literatura de Sara Gallardo arranca con Enero (1958), una novelita de corte criollista en la que se narra la historia de Nefer, una adolescente, hija del puestero de una estancia de la provincia de Buenos Aires. Desde el tema tratado (Nefer se queda embarazada, involuntariamente) hasta la elección del punto de vista (el de la propia protagonista), Enero se entronca a su modo, tardíamente, en esa serie de la narrativa rural que, como la de Benito Lynch, propuso, a diferencia de Güiraldes, una imagen desidealizada del campo bonaerense.
En 1963, aparecerá Pantalones azules, y en 1968, Los galgos, los galgos, sin lugar a duda sus novelas más convencionales, pero que sin embargo (o quizá gracias a eso) recibieron sendos Premios Municipales (Pantalones azules, el tercero; Los galgos…, el primero, además del Premio de la Ciudad de Necochea, otorgado por un jurado integrado por Leopoldo Marechal, Aldo Pellegrini y Juan Carlos Ghiano).
Tres años después de la publicación de Los galgos, los galgos, en 1971, aparece Eisejuaz, no sólo su mejor novela sino uno de los grandes textos de la literatura argentina. ¿Qué pasó ahí, en los tres años que separan a las dos novelas, para que Sara Gallardo pasara de pergeñar un relato que posee muchos de los tópicos de la literatura de la genteel tradition, y en el que afloran, por lo tanto, marcadamente, ciertos tics de clase (Gallardo, se sabe, no sólo descendía, por el lado paterno, del naturalista Ángel Gallardo, sino de los Mitre por el lado de la madre), a escribir esa extraordinaria novela vertebrada en torno a los balbuceos esquizoides de un indio mataco? Hay, sí, según se cuenta, un viaje a Salta, al Impenetrable. Allí, según parece, Gallardo conoció las comunidades indígenas. Allí vio, sí, como escribirá más tarde en su novela, que hay “mucha miseria en el monte” y que “la gente se muere de hambre”. Sin embargo, tiene que haber habido algo más, algo irrecuperable. Porque Eisejuaz, lejos de cualquier indigenismo mimético, lo que sobre todo pone en escena es una lengua alucinada, monstruosa (en un momento de la novela, el Paqui, uno de los personajes, le dice a Eisejuaz: “Vos no hablás castellano. No te acuso, pensando que has nacido entre las fieras del bosque, y que tu idioma parece la tos de los enfermos”); una lengua “tosida”, compuesta no sólo por los giros y modismos propios del habla de los indios del Norte argentino, sino por un conjunto de elementos que no tienen otro origen que la literatura misma. La serie de hipérbatos, anástrofes, pleonasmos, elisiones y demás figuras de la dicción que proliferan a lo largo de toda la novela, y que destruyen constantemente la “normalidad” sintáctica de los enunciados (un ejemplo: “Che amigo, che, sosteneme, che, no veo, che, adiós”), denuncian al mismo tiempo, a través de su barroca artificialidad, su pertenencia a la lengua escrita. Pocos escritores argentinos han estado a la altura de esas aventuras verbales. Los Lamborghini, quizá. Y Antonio Di Benedetto, por supuesto, con cuyos libros esta novela secretamente dialoga. Como en la literatura del autor de Zama, en Eisejuaz, la “naturalidad” propia de la función comunicativa del lenguaje –la cargosa perspicuitas– es puesta en crisis constantemente. Ese movimiento no ceja, se sostiene a lo largo de las doscientas y pico de páginas. Entre las grietas del muro de ese idioma devastado, se cuelan los silencios de una curiosa poesía: “Caminá. Vos. Caminá. Caminá. Vos, caminá, Paqui”; o si no: “Hueca, el alma por irse”. Se ha hablado, sí, de la influencia de Rulfo. Pero Eisejuaz, más allá de las filiaciones que podrían adjudicársele, es un libro que, a más de treinta años de su publicación, continúa titilando, único, solitario, incatalogable, en el paisaje de la literatura argentina.
En 1977, a dos años de la muerte de Murena, Gallardo publica El país del humo, una serie de cuarenta y seis relatos escritos entre 1972 y 1975, cuyas historias, más allá de la diversidad temática y de registros que las apuntalan, transcurren en “el país del humo”, la tierra americana, “un continente que parece perdido en el tiempo, en el que las huellas, las personas, parecen borrarse en extensiones tan vastas como desoladas”. Algunos de los relatos, como en Kafka, instalan lo fantástico desde la primera frase (“Yo, la hermana Catalina, tuve que abrir la puerta a la niña oveja”; o “Flores blancas llovieron sobre Buenos Aires la noche en que nació Juan Arias”), y allí se quedan. Otros, como “Las treinta y tres mujeres del emperador Piedra Azul”, o el breve “J. M. Kabiyú fecit in Ytapuá, 1618”, abrevan en las invenciones gramaticales de Eisejuaz, a través de las cuales los indios se vuelven poetas. “Eric Gunnardsen”, en cambio, a partir de su fuerte borronamiento referencial, recuerda por momentos, más allá de las diferencias de estilo, la ambigüedad de la prosa del Onetti de “La novia robada” o La muerte y la niña. Y hay más. “Un solitario” es un amoroso homenaje a Héctor Murena, y “Cosas de la vida”, un relato en clave alegórica en el que la figura de un jubilado que, de la noche a la mañana, encuentra su casa convertida en un barco que navega en alta mar, le sirvió –como ella contó en más de una oportunidad– para autorretratarse durante ese período que precedió el traslado a Córdoba con sus hijos.
Entre El país del humo y la muerte de Sara Gallardo, ocurrida en 1988, en Buenos Aires, está el tiempo transcurrido entre La Cumbre y Cruz Chica, luego el viaje a Barcelona, la publicación de La rosa en el viento (1979), su última novela; también, un año más tarde, en 1980, está el viaje a Suiza con su hijo menor, y en 1982, la publicación de ¡Adelante, la isla!, un relato infantil, y su radicación en Roma. Datos biográficos, en suma, que dan cuenta sobre todo del nomadismo que caracterizó sus últimos años. Un nomadismo que, en cierto sentido, puede considerarse como el correlato de una literatura que, a la largo de veinticuatro años, no dejó de moverse. 

(*) Publicado originalmente en la revista Los Inrockuptibles, nº 76, febrero 2004.



El efecto de irrealidad

 Por Mariano Dupont

 

Gustave Flaubert, uno de los “pontífices” del realismo decimonónico, detestaba el realismo. Se lo dice incluso a George Sand, textualmente, en una carta de febrero de 1876, cuatro años antes de su muerte. La aversión y el recelo, sin embargo, venían de mucho antes. De sus inicios como escritor, prácticamente. “Lo que me parece hermoso, lo que querría escribir”, afirma en una carta temprana, “es un libro sobre nada, un libro sin ligadura exterior, que se mantuviera solo por la fuerza interna del estilo, como se mantiene en el aire la Tierra sin estar sostenida; un libro casi sin tema o en el cual el tema fuera poco menos que invisible.” Las coordenadas históricas, claro, no se lo permitieron. La Historia, la episteme, no lo habilitaba. Tendrían que pasar todavía algunas décadas para que otro adelantado viniera a escribir los Textos para nada. Así y todo, con la intuición del genio, precozmente, percibió, Flaubert, que, en algún momento, en un futuro no muy lejano, las exploraciones formales iban a ir por ahí, en esa dirección. O que ahí, en la literatura sin tema, sin referentes externos, “reales”, sin “compañía” (Beckett), en eso que cien años más tarde Macedonio Fernández iba a llamar, macedonianamente, “novelismo sin mundo”, había, sin lugar a dudas, una veta por explorar (o un continente a descubrir). “Creo que el porvenir del arte está en esa dirección”, escribió. De ahí la condición de “precursor” que le adjudicaron los escritores del nouveau roman. Particularmente, Nathalie Sarraute. Con sus declaraciones, dice Sarraute al final del ensayo que le dedica (“Flaubert, el precursor”, 1965), presintió la literatura del porvenir. Sobre todo, con su aspiración a escribir un “libro sobre nada”. Esa declaración, por su parte, Flaubert se la había hecho a su otra gran amiga, a Louise Colet, en 1852, veinticuatro años antes, o sea, de la carta dirigida a George Sand en la que confiesa su abominación del realismo. Por ese entonces –1852–, Flaubert sobreactuaba el suplicio que le producía la escritura de su primera novela: Madame Bovary. Los lectores de su correspondencia están al tanto de esos tormentos autoinfligidos, de la “dolorosa y exaltada gestación” de su obra en la soledad de la quinta de Croisset (su tour d’ivoire): veinte páginas escritas en un mes, trabajando siete horas por día. A veces al borde del llanto, golpeando las paredes. Toda una pantomima. ¿El resultado de esos padecimientos? “Amarguras, humillaciones, y para sostenerse, únicamente la ferocidad de una indomable fantasía.” Flaubert esclavo del Ideal: “Cuando uno se encarniza con un giro o una expresión que no se logra es porque no se tiene la idea. La imagen o el sentimiento muy claros en la cabeza provocan la palabra en el papel. La una deriva de la otra”. El Ideal lo va a acompañar toda la vida. Muchos años más tarde, por la época de la sentencia sobre el realismo que cité al comienzo, escribe, también a George Sand: “En la precisión de las ensambladuras, la rareza de los elementos, el pulido de la superficie, la armonía del conjunto, ¿no hay acaso una virtud intrínseca, una especie de fuerza divina, algo eterno al igual que un principio? (Hablo como platónico)”. En ese apego al Ideal, a la Belleza, a la virtud divina del mot juste que trasciende los caprichos de la época, que está más allá –en el cielo, bien alto, en el Mundo Inteligible– de las frívolas veleidades del orden temporal, hay que buscar, por supuesto, el origen de la manía flaubertiana, el porqué de sus tachaduras salvajes y sus “borradores inextricables”.

Platonismo que es posible ver, también, en la proliferación de versiones sobre un mismo fragmento que testimonian sus manuscritos. De la famosa descripción de la ciudad de Rouen, perteneciente al capítulo v de la tercera parte de Madame Bovary, hay, por ejemplo, seis versiones. Lo dice Roland Barthes, siguiendo el trabajo filológico de Antoine Albalat, en su clásico ensayo “El efecto de realidad” (1968): “La descripción de Rouen (referente real como pocos) está sometida a las exigencias tiránicas de lo que deberíamos llamar lo verosímil estético, como lo atestiguan las correcciones aportadas a ese fragmento en el curso de seis redacciones sucesivas”. Seis versiones diferentes para un párrafo de 165 palabras. Tenemos, ahí, entonces, por un lado, la obsesión privada, íntima, del individuo Flaubert; y, a su vez, por otro, la ambición colectiva, plural, adocenada, de la escuela realista. Ambición que, por ese entonces, como un padecimiento (al menos para Flaubert), imponía tácitamente la época. El paisaje no era, todavía, como lo empezará a ser a partir de Mallarmé y los simbolistas, una creación surgida de la misma práctica de la escritura, sino –inevitablemente– un exterior, un afuera o más allá, una “pintura” que precede, siempre, a la palabra que intenta describirla. Sin embargo, hay algo más. Algo que, podríamos decir, va de la mano de la neurosis obsesiva del escritor, del artista Flaubert; algo que se cuela por ahí, inseparable, como una “virtud intrínseca”, quizás de manera no demasiado consciente. ¿Qué? La intención de desmantelar, de desmontar, de desactivar el dispositivo mismo de la representación realista, vale decir: la lealtad al origen, la fidelidad ciega, irreflexiva, a los presupuestos arbitrarios que constantemente dicta la realidad. El desiderátum imitativo, o sea, del cual Flaubert, intuyendo en cierto modo la servidumbre que lo hace posible –y la estafa que lo origina–, va a ser el primero en dejar atrás como un viejo traje. “A partir de Flaubert”, va a escribir Robbe-Grillet, “todo empieza a vacilar”. Técnicamente: con Flaubert, la semiosis en la que durante siglos se han venido apoyando los realismos, perfeccionada desde comienzos del siglo xix –y sobre todo a partir de Balzac, el “secretario” de la sociedad francesa–, empieza a resquebrajarse, a mostrar sus debilidades, sus imposturas. “En primer lugar”, continúa Barthes, “vemos que las correcciones no proceden en absoluto de una mejor consideración del modelo: Rouen, percibido por Flaubert, sigue siendo el mismo, o, más exactamente, si algo varía de una versión a otra, eso es únicamente por la necesidad de concretar una imagen o de evitar una redundancia fónica reprobada por las reglas del buen estilo, o también para ‘encajar’ una expresión feliz completamente contingente.” Vemos, entonces, que las versiones sucesivas no se diferencian unas de otras en función de la mayor o menor adecuación del texto al modelo (el río, las colinas verdes, las islas, las chimeneas de las fábricas, el zumbido de las fundiciones, etc.), de la mayor o menor fidelidad con que se da cuenta de él, del rigor con que se lo vuelve a presentar. No: las variaciones no irán por ahí. Todo será, en cambio, corregido de acuerdo al Ideal divinizado de la forma, del ritmo, de la palabra justa. Con Flaubert, se sabe, la forma deja de ser un simple recipiente, un vehículo, para convertirse en una mirada, en una “visión del mundo”. La forma es todo. O también: no hay nada más que forma. “Por eso”, escribió, “no existen temas hermosos o temas feos, y se podría establecer como axioma, desde el punto de vista del arte puro, que no hay ninguno, ya que el estilo es una manera absoluta de ver las cosas.” De ahí el limae labor et mora. Corregir y corregir a fin de “hacer soñar” o “hacer latir el corazón de las generaciones a varios siglos de distancia”. “Rouen, en realidad”, termina diciendo Barthes, “no es sino una especie de fondo destinado a contener las joyas de algunas metáforas raras, el excipiente, la sustancia neutra, prosaica, que envuelve a la preciosa sustancia simbólica, como si de Rouen tan solo importaran las figuras retóricas a las que la vista de la ciudad se presta”. La realidad, así, como una simple excusa para el despliegue de “las figuras retóricas” (el estilo, la forma, etc.). Las palabras, en su movimiento, en su “verdadera vida rítmica”, creando una realidad nueva, independiente, que, por más que sea de papel, compite –muchas veces con éxito– con la realidad pedestre, insípida, en la que moran las cosas. La literatura, por primera vez, como una práctica verdaderamente autónoma.

Al comienzo del “El arte de la ficción”, un ensayo que forma parte de una polémica que sostuvo en 1884 con el escritor inglés Walter Besant en torno a los alcances de la novela, Henry James escribe lo siguiente: “La única razón para la existencia de una novela es que realmente compite con la vida. Cuando deje de competir, así como compite la tela de un pintor, habrá llegado a un extraño punto crítico”. Estamos todavía, en James, como puede verse, en el mundo del realismo y sus aprensivas figuraciones (¿qué será del arte, de la literatura, cuando deje de competir con la vida?, ¿qué será de la novela cuando llegue el día –el “punto crítico”– en que se cumpla, al fin, la temida profecía de Flaubert y los escritores se larguen a escribir, desatinadamente, “libros sobre nada”?), pero de un realismo que sin embargo ya empieza a emanciparse, a cuestionar sus propios presupuestos, a alejarse de la ortodoxia imitativa. “Con esto no trato, ni mucho menos”, agrega James un poco más adelante, “de minimizar la importancia de la exactitud, de la verdad del detalle. Sería mejor hablar del propio gusto y, por tanto, me arriesgo a decir que el aire de realidad —la solidez de lo específico— me parece la mayor virtud en una novela.” La exactitud, la verdad del detalle, la solidez de lo específico: el mundo del realismo, nuevamente, y la importancia de no descuidar el viejo y efectivo dispositivo que lo legitima: el efecto –el “aire”– de realidad. Es decir: el viejo piano del comienzo de “Un corazón simple” (y del ensayo de Barthes), que soporta, bajo un barómetro, el montón piramidal de cajas y cartones. Detalles aparentemente gratuitos, “lujos de la narración”, que, como escribe Barthes, vienen a decirnos, tácitamente, con cierta mala fe: “nosotros somos lo real”. Sin embargo, James, en su ensayo, vacila sutil, pudorosamente, a lo James. Entre la sumisión tranquilizadora al imperativo realista y la peligrosa libertad de otra cosa que, por el momento, al carecer todavía de una forma, ni él mismo sabría definir, pareciera no terminar de decidirse. Va y viene. Al tiempo que reclama la necesidad de no olvidar “la solidez de lo específico”, afirma: “Es igualmente acertado y no concluyente decir que uno debe escribir desde la experiencia (…) Pero ¿de qué experiencia estamos hablando, y dónde empieza y dónde termina? La experiencia nunca es limitada, y nunca está completa; es una inmensa sensibilidad, una suerte de enorme tela de araña, compuesta por delicadísimos hilos de seda, suspendida en la habitación de la conciencia, y que atrapa en su tejido cada partícula aérea. Es la real atmósfera de la mente; y cuando la mente es imaginativa –y tanto más cuando pertenece a un hombre de genio–, atrae hacia ella los matices más sutiles de la vida, convierte los latidos del aire en una revelación”. Esa “inmensa sensibilidad” o “mente imaginativa” que atrae hacia ella, intentando representarlos, “los matices más sutiles de la vida”, es la que está, precisamente, detrás del hombre de genio que compuso Los embajadores y La copa dorada. No mucho después, escritores como Joseph Conrad, Edith Wharton y Virginia Woolf, entre otros, van a ir a ubicarse, cada uno con sus señas particulares, detrás de esa estela, de esa “revelación” dejada por el último James.

En la polémica que comentábamos recién, interviene, al final, distanciándose simultáneamente de Besant y de James, Robert L. Stevenson. El texto se titula “A humble remonstrance” (Una humilde objeción). “La novela”, escribe Stevenson, “que es una obra del arte, no existe por sus semejanzas con la vida, que son forzadas y materiales, del mismo modo que un zapato debe ser de cuero, sino por su diferencia inconmensurable con la vida, diseñada y significativa, y que es al mismo tiempo el método y el significado del trabajo”. El arte, la literatura, ya no compitiendo con la vida, como en James, y mucho menos intentando copiarla, como en el realismo doctrinario, sino diferenciándose de ella, inconmensurablemente. Cuanto menos intente la novela asemejarse a la vida, cuanto más alejada esté de ella, mejor, pareciera decir Stevenson. La literatura es un mundo autónomo, con sus propias leyes (las leyes del arte, sean estas las que sean), y su relación con la realidad, con la vida, en el caso de que esa relación exista, nunca debe ser de dependencia, de sometimiento. Más adelante, agrega: “Permitámosle [al joven escritor] despreocuparse del tono de la conversación, del detalle punzante sobre las costumbres cotidianas, de la reproducción de la atmósfera y del ambiente. Estos elementos no son esenciales: una novela puede ser excelente y no tener ninguno de ellos”. La verdad flaubertiana, jamesiana, del detalle punzante –el efecto, o “aire”, de realidad– es circunstancial, carece de importancia, no hace a la excelencia de la obra. El “orbe autónomo” de Stevenson es, se sabe, el de la novela de aventuras, de incidentes, de “continuas vicisitudes”, como la llamó Borges en “El arte narrativo y la magia”. No está regida, esta clase de novela, a diferencia de su vieja némesis, la realista –“morosa”– novela de caracteres, por la lógica predecible, casi siempre tediosa, de la realidad; no está construida en base a “una concatenación de motivos que no difieren de los del mundo real”, sino en torno a una causalidad que responde, antinaturalmente, a “la primitiva claridad de la magia”. En el mundo de Stevenson, como en el de Lewis Carroll o C. S. Lewis, todo puede suceder, todo es posible, las leyes que los rigen y los limitan son las que dicta la pura, soberana imaginación.

Apenas siete años más tarde de la polémica sobre el arte de la ficción, Oscar Wilde, en el extraordinario “El crítico artista”, da aún un paso más cuando escribe, en la línea iniciada por Flaubert: “Quizá la función de la literatura sea crear, utilizando como ‘grosero material’ la existencia real, un mundo nuevo, que será más maravilloso, más duradero y más cierto que el mundo real, ese que contemplan los ojos del vulgo y con el cual intentan alcanzar su perfección las naturalezas vulgares”. Un mundo nuevo –la literatura– más maravilloso, duradero y más real que la misma realidad. Liberar a la literatura. Que “está indefensa y no vive por sí misma” (Kafka). Ayudarla a romper su dependencia, su “sujeción a la criada que enciende el fuego de la chimenea, al gato que se calienta ante la estufa, hasta al pobre anciano ser humano que se calienta a su lado”. El mismo Kafka va a lograrlo a través de sus “bromas desesperadas”. Su mundo, es fácil comprobarlo, ya no es el mundo de los detalles “punzantes”, “específicos” o “verosímiles”, sino, por el contrario, el de los detalles irreales, inverosímiles, cómicamente monstruosos. Todo a lo largo de su literatura podemos encontrar esos “pormenores estrafalarios” (Borges), objetos o situaciones imposibles que funcionan como dispositivos de extrañamiento, auténticos efectos de irrealidad, que, a su manera, están diciendo: “nosotros no somos lo real”. ¿Y qué son, entonces, si no son lo real? La literaturaEn “La condena”, en el momento en que George Bendemann trasladaba en brazos a su padre semidesnudo a la cama, “experimentó una terrible sensación cuando al dar los dos pasos que lo separaban de la cama notó que el padre jugaba con la cadena del reloj de su chaleco. No pudo acostarlo enseguida, ¡con tanta firmeza se agarraba a la cadena!”; en En la colonia penitenciaria, al condenado, después de dos horas de trabajo de la máquina de tortura-escritura sobre su cuerpo, se le retira el tapón de fieltro de la boca porque ya no tiene fuerza para gritar. “Aquí, en esta escudilla calentada eléctricamente”, explica el oficial, “se coloca esta papilla de arroz caliente, de la cual el hombre, si tiene ganas, puede tomar lo que pueda atrapar con la lengua.”

Y termino. En la carta que Copi, el personaje-narrador amnésico de El uruguayo de Copi, le dirige al Maestro, contándole sus lisérgicas aventuras –sus “pequeños milagros”– en Montevideo, el “verosímil estético” que Barthes relacionaba con las correcciones de Flaubert, y que podemos encontrar en la literatura de cualquier escritor realista que no aspire, como pedía Lukács, a “reflejar la realidad”, deja de estar signado por la “tiranía” del estilo y pasa a convertirse en una suerte de verosímil de papel en el que todo –mutaciones, metamorfosis, catástrofes, resurrecciones, etc.– es posible y el exterior –el mundo tal como lo conocemos– desaparece completamente. Todo pasa, en El uruguayo, a grandísima velocidad, siguiendo la lógica clara y primitiva de la magia (“la coronación o pesadilla de lo causal”), en una secuencia ininterrumpida, felizmente salvaje, de violentos efectos de irrealidad. “El Uruguay ha cambiado de repente tanto que lo que hasta ahora le he contado ha quedado caduco.” La willing suspension of disbelief, base de la fe poética, según Coleridge, no es ya necesaria porque no hay nada en lo que creer. Todo, en El uruguayo, es literatura. En el papel todo vale, las restricciones son solo para los “viejos pelotudos”: “Usted me dirá: ¿cómo se las va a arreglar para saber que es Navidad? Y es ahí donde puedo contestarle: usted no ha entendido nada de mi relato: Navidad llegará cuando yo lo decida, eso es todo.” ¿Pueden las palabras hacer todo lo que quieran hacer? Lo importante no es lo que puedan o no puedan hacer las palabras sino saber quién es el que manda, podría contestarnos Copi, siguiendo a Humpty Dumpty. La literatura, una vez más, buscando desprenderse de las taras de lo real.

 

(1) No está demás decir que, a la literatura, muchas veces, y no solo a partir de Kafka, se la reconoce, precisamente, por esas nimias singularidades. “El detalle es todo”, escribió Vladimir Nabokov.