Hay una frase de
Laura Estrin que me gusta para empezar: “Y es cierto, si no se empieza por la
vanidad, por el mito… ¿por dónde si no? Por la ficción, decían…”. Sí, decían
ficción, y eso resumía todo, pero sigue siendo una palabra actual, de época, y
ya era y es una palabra de museo en la obra de Néstor Sánchez. Todo lo que es
de época es museo. Así que tenemos estas otras palabras: vanidad, vanidad de
vanidades, mito, zona mítica, que se harán canto. Y canto es desarrollo de
canto. El concepto de ficción se deshace en Néstor Sánchez. O más preciso: se
hace y deshace. No hay tema. No hay relato. Hay motivos. Ficción y relato para
él van de la mano. Y los relatos son fabricaciones de la propaganda. Se
escriben para convencer. Tienen en cuenta al lector. Ese perezoso que casi
siempre finge leer. No son poema. La obra de Néstor Sánchez, su manera de oír
la literatura está del lado del recitativo. Del motivo. Sánchez escribe
acentuando la palabra en la escritura, no en la letra. Sus libros, a partir de Siberia
blues, empiezan a caer en un espacio que solo lee la letra. La crítica
empieza a profesionalizarse. Aparecen las gangas: estructura, el placer del
texto. Es el momento en que la literatura solo se ocupa de la letra, o sea del
relato. Narración sin recitativo. Una menesterosidad que ocupará todo el
terreno. Coro de monaguillos de la letra que solo lee el tema. Lee el relato.
Ahí, en ese punto situado, Néstor Sánchez entra en conflicto con su época. Cada
libro acelera la separación. En el territorio de la inflación de la
letra, él escribe frase y ritmo, entre tensión trágica y humorística. Escribe
una sintaxis retorcida porque este libro se le impone como exigencia de enigma,
de libro en estado de pregunta. Ni personajes-símbolos, ni personajes-heraldos
(Carlo Emilio Gadda). Los libros de Néstor Sánchez siguen, como las personas de
Cómico de la lengua, su viaje del norte hacia el norte. Con tironeos al
sur. Se alejan del centro de su época. A Néstor Sánchez la palabra se le hace
frase y desarrollo de frase, y activamente enigmática.
Hay un leer para
transformarse – Mauro Chavarría ausencia de dos días, y vuelve con una pila de
libros que compró. ¿La zona mítica exige lectura? ¿Es como la leyenda? La
conquista de una voz es una zona mítica. Y esa zona mítica incluye una poética
del rechazo. Cómico de la lengua es una crítica a la figura del escritor
como maniquí solemne: “Por primera vez experimento la necesidad de decir cosas,
pero cosas que siento como esenciales, y no reflexiones derivadas de la
cultura. Conocí a esa clase de escritores que creen poseer la ‘verdad’,
escritores muy conocidos que enuncian ‘verdades’ definitivas, sin duda por
miedo a descubrir otras cosas que socavarían su modo de vida y su escritura… Me
interesé en ellos, en sus vidas, los escuché hablar: me espantaron.”
Y están las
citas que abren el libro: la de James Joyce:
De la
inexistencia a la existencia él venía a los muchos y era recibido como unidad;
existencias a existencia él era con cualquiera como cualquiera con cualquiera;
ido de la existencia a la no-existencia sería percibido por todos como nada.
La cita del tío
Ismael:
¿Acaso nada más,
cómico de la lengua, vigilo lo que no conozco?
Cómico de la
lengua
es un libro de preguntas sin respuestas: “La escritura cuando alcancé el estado
esencial de pregunta tendió a un humor grave, acaso angustiado”. El estado de
pregunta disuelve la solemnidad que impone el tema o el relato. Cómico de la
lengua es un catecismo recuchicheado. Entonces: ¿qué vigila ese cómico de
la lengua? El escritor como cómico. Igual que el traductor como estafador
(Bernard Hoepffner) sale del círculo social de la charlatanería. Del realismo
lógico. Los dos, cómico y estafador, o ladrón de bancos, o de estaciones de
ferrocarriles, vigilan que su oído no se arruine en la solemnidad del saber,
que generalmente tiene a la ficción como valor absoluto. Como “literatura
universal”. El boom fue, entre otras cosas, esa ambición ridícula a literatura
universal. Los libros en el changuito del supermercado fue y es otra figura de
historia santa. Sánchez se rebeló contra su inclusión en el boom, al que
consideraba uno de los momentos más bajos de la lengua española, para no perder
la voz. El boom para Néstor Sánchez es la época. Los vanguardistas
subvencionados que lo acusan de experimental, en realidad, se escandalizan de
su no adhesión a la carrera literaria. Industriosos como son, no conciben un
escritor que solo escribe. Y hacen de Cómico de la lengua el “patito
feo” de toda la obra. Cómico de la lengua es también la búsqueda de una
poética de la separación de su generación. Trata de acelerarla escribiendo su
travesía. La época tiene sus lugares comunes, y los impone desde sus
instituciones. El poema en la concepción de Roque Barcia es a contracorriente
de la época. Digo Barcia y puedo decir Néstor Sánchez. Decir boom era una
apuesta a esencializar la literatura. Néstor Sánchez escribía para dar a
escuchar un poema. El suyo. Ni esencializaciones ni acontecimientos. No era una
cuestión de subjetividad absoluta, de poesía, era una subjetivación en la
lengua.
Obra donde el
describir lo impone el mismo ritmo.
La cita de Joyce
pertenece al capítulo que Néstor Sánchez tuvo como guía para este libro, Itaca,
el número 17, “el patito feo del libro” (James Joyce a Frank Budgen). Y este
capítulo es el regreso a casa. Bloom y Stephen van en “curso paralelo” a la
casa de Bloom. Van a la cocina y ponen el agua para tomar algo. Y Néstor
Sánchez invierte Itaca, en Cómico de la lengua hay un ir del norte hacia
el norte. Salir de casa, de la cocina, de lo encásico. Siempre del norte
hacia el norte. ¿Búsqueda del paso del Norte? Acá no hay regreso a casa, están
los que se quedan allá, los Urrutia, las cartas de Juan-Juan aburrido y tocando
en el piano siempre el mismo tema que le pide la gente, entre despianizarse y
repianizarse, y los que van detrás de los que partieron, y los que siguen
partiendo, hay exilio, hay lo exílico en la atmósfera. Hay varios exilios, el
exilio en el propio país, en la cultura, se puede estar lejos y ser forastero,
o “extranjero en el tiempo”, basta con no ser de la parroquia, por ejemplo.
Ahora, de la parroquia narradores. No hay que irse para ser un exiliado, exilio
en Néstor Sánchez tiene una historicidad, que arranca en Nosotros dos y
llega hasta El drama sin atenuantes. Y el exilio se hace errancia, y lo
que sigue hay que leerlo, no se puede filosofar, retoriquear encima de los
libros de Néstor Sánchez.
¿Un irse que se
detiene alguna vez? ¿O, acaso, se hace moneo ambulatorio?
Está el
Eclesiastés. Entre las líneas. Esa vanidad de vanidades que Néstor Sánchez
explora en sus libros o entrevistas. Acá, una de las vanidades, tal vez, la
mayor, es “la tentación literaria sin atenuantes”, entonces, hay que explorar
esa vanidad. No es interpretable, no es contable. Se escucha en cada lectura.
Están las
ausencias: nombro dos:
La muerte es la
ausencia interminable de perro.
Y la ausencia
inacabada de mona.
O sea: hay
ausencia interminable de perro y ausencia inacabada de mona. Y más ausencias
“en el gran trinar adentro del verde que por su parte reverberaba” que se arman
y rearman. Y hay presencia de “poema en el sentido de ser o en todo caso
admitirse un guijarro de playa”, tal vez podemos decir: hay guijarro Joyce.
Está lo lumpen a
lumpen: “el beisbolista Jack Kerouac releyendo incansablemente”. Y Néstor
Sánchez a Marta Gallo: “Y de una manera fundamental con un texto que la
literatura americana tiene que reverenciar para siempre como es El ángel
subterráneo de Kerouac. Cuando él hace coincidir el temblor de la página
con esas expectativas que en mí eran exactamente coincidentes […]”.
Está la línea
que recorre toda la novela: la tensión entre lo reconvocante y lo
desconvocante. La imposibilidad de comunidad sagrada. Y lo que reconvoca
insistentemente a ese estrago llamado lo sagrado. La libreta de notas, ese
correr de Roque Barcia a la nota, es el desacato a lo convocante-reconvocante
sagrado. A lo sagrado que es fusión, y es lo contrario de lo divino. Primero el
verbo, después la letra. La escritura, esa vanidad de vanidades, se hace en
soledad. Se la mastica, hasta hacerla canto. O, fatal, se pierde la voz. Con la
filosofía, “cuando el predicamento poemático de la página termina en la
filosofía, todo entra en un plano secundario”.
Y está
Maimónides, que abre a lo divino: “Maimónides aseguraba, por su parte, que solo
eran divinas las palabras de un sueño cuando resultaba imposible comprobar
quién era, en todo caso, el que las había pronunciado”.
Están los
reproches a la sintaxis de Néstor Sánchez y están los reproches a la persona de
Néstor Sánchez. Vieja manía sainte-beuviana. Pretensión de conocer a la persona
para conocer al escritor. Más que vanidad. El reproche del academicismo actual
es que Néstor Sánchez es muy experimental. Escuchan con el oído de Adorno
cuando tal vez les iría mejor si escucharan con el oído de Aníbal Troilo o de
Charlie Parker. ¿El reproche a la persona? Y bueno, eternos llorones del
compromiso, Néstor Sánchez era, también, un sujeto psicológico.
Y está la
renuncia a la ilustración: “Barcia renunciando a ilustrar literariamente cómo
piensa una mujer, en este caso con un hijo y abandonada en la selva: la desidia
bendita de Barcia”.
La desidia como
fuerza asocial. Contra la jauría de los arcángeles de la poesía. Que aman la
poesía, la filosofía y no el poema. ¡Ayúdanos desidia bendita de Roque Barcia!
Cómico de la
lengua
lleva a estado de sospecha lo duradero en común: “Ni mosquitos ni mona
empedernida, ni jeep, ni Nacha, ni siquiera esa sala levantada como si fuese
posible algo duradero juntos”.
La pretensión
enfática de sentirse escuchado, que tal vez equivale a pretensión a terminar encuadernado
como literatura universal aturdiría hasta el hartazgo: ¿o no?, a esto una
respuesta en forma de pregunta: “¿Acaso creyó saber que lo escucharían? ¿Es
realmente imprescindible sentirse escuchado?”.
Cada vez que
abro un libro de Néstor Sánchez, todo vuelve a resituarse. Uso este re,
sobre todo porque en este libro intensifica el empleo de este prefijo. En Cómico
de la lengua las personas vuelven a “requererse con dificultad de
corazón y de sintaxis”. No se escribe, se remingtonea. La sintaxis es un eje de
relación. Néstor Sánchez, como decía Mallarmé, es un sintaxero. Y como sobre el
lenguaje solo hay puntos de vista, la lectura vuelve a desplazarse, cada vez. Y
esta vez el prefijo re se me impuso, y sobre todo el verbo remingtonear.
Néstor Sánchez, en Cómico de la lengua, pide una lectura que no le ponga
límites ni al tiempo ni a la sintaxis, el futuro acá se quiere trágico, cómico
e indeterminado. Cómico de la lengua es una lucha entre lo acabado y lo
incumplido. Entre soy y será que será. Aquí, el estado de pregunta es
cómicamente infinito. Y escrito en argentino. En el argentino de Sánchez. Pero,
y hay que insistir, no es la época la que escribe, es Néstor Sánchez. Que no se
pone bajo el paraguas de ninguna garantía. Pone el cuerpo en el lenguaje. No
hace estilo, hace ritmo. En Néstor Sánchez el lenguaje es una relación con el
cuerpo. Y ese re desborda cualquier efecto de sentido, no es efecto
sonoro, es “subjetivación máxima”, no es experimental porque está el cuerpo en
el lenguaje escribiendo lo que no tiene y lo que no sabe.
Y están las
secuencias de cine mudo –que ya estaban en El amhor, los orsinis y la muerte:
“Los ojos del fantasma debieron presenciar la despedida de Pedro y Marisa
breve, dificultosa, con los brazos de los cuatro que se entrecruzaban, con una
de las valijas que se abría”. O: “Max Linder en la pantalla espejo y un helado
de limón que se deshace despacio en la mano derecha”. El cine sonoro, o lata
sonora : “Solo por las calles abarrotadas de Londres mientras triunfaba
masivamente el cine sonoro”, será una demostración abrumadora de diálogo,
estará cerca de eso que Néstor Sánchez llama, con humor: “literatura
universal”, esa no-lectura que ve sin ser visto, que está sin estar, que todo
lo sabe, que todo lo que se escribe “lo aumenta con alguna que otra reflexión
contingente” , en fin, el detestado realismo omnipresente que solo sabe hablar
la voz del amo.
Roque Barcia
siempre teclea una relación: “encuentros furtivos, plaza, extrañeza del yeso
ausente, amargura y como una sorpresiva fugacidad de las cosas”. Roque Barcia
siempre entra en pausa manuscrítica, Roque Barcia siempre en disyuntiva entre
no traicionar lo cronológico y el atrevimiento anticronológico. O descifra los
papelitos de una carta. De una u otra manera, escribe hacia: “Repentina
precisión en el teclear barciano”.
Este libro
también es una voz de humor, que hay que pescar como perlas, entre las líneas:
“más un rencor también imprevisto hacia lo medieval como alcalde”. Antidesfile:
“que lo festivo no debe dejarse de lado porque la prescindencia de lo festivo
representaría el triunfo final de los desfiles y de las estatuas y del bajo
romanticismo francés y de todos los diarios de la mañana y de la noche”. No es
la voz de un predicador de la ficción, no es puesta en abismo, hay un
manuscrito dando vueltas, hay pausa manuscrítica en Roque Barcia, hay
diecinueve libretas de apuntes, hay una Remington, hay tecleo. En ese amasijo
el sentido se hace y se deshace. La voz del libro apunta a la de un sabio con
la tela rajada. Una palabra de sabio cómico del Eclesiastés que
reconjetura
remingtonea
resiente lo
sentido
un Barcia que
hace relectura del Eclesiastés.
(*) Texto leído
en la presentación de la reedición de Cómico de la lengua (Libros de la
Resistencia, 2018).