A comienzos de los años cincuenta, Céline está
de vuelta en Francia, amnistiado. Hacia fines de 1943 y comienzos de 1944, sus
panfletos antisemitas le habían vuelto como boomerangs,
intactos en su virulencia, en forma de amenazas de muerte: cartas, pequeños
ataúdes, granadas, navajas, etc., habían empezado a formar parte de la
correspondencia que le llegaba a su departamento de la rue Girardon. La salsa se
iba poniendo cada vez más espesa. Céline olfatea. Se la ve venir. Es el primero
a quien se la van a dar. Era huir o terminar como Brasillach (fusilado). O como
Drieu La Rochelle (suicidado). Hacia el Norte, entonces, en tren, el 17 de
junio de 1944. Con Lucette Almansor, su mujer, y Bébert, su gato. Destino:
Copenhage, donde vivía su amiga, la bailarina Karen Marie Jensen, que había
sido amante suya diez años atrás. También, la ciudad donde tenía sus ahorros
(el oro que había comprado gracias al éxito de Viaje al fin de la noche). Atravesando la Europa bombardeada, en
llamas, del final de la guerra, llegan primero a Alemania, a Sigmaringen, la
última sede del gobierno colaboracionista del mariscal Pétain; después a Dinamarca.
A los pocos meses, desde Francia piden la extradición de Céline, acusado de
traición a la patria. En Copenhage, el 17 de diciembre de 1945, lo arrestan. Sin
embargo, gracias a Aage Seidenfaden, el director de la Policía de Copenhage, y
a las posteriores gestiones de sus abogados, sobre todo de Thorval Mikkelsen, Dinamarca
rechaza el pedido de la justicia francesa. Los daneses, entonces, son los que
le salvan la vida a Céline, pero a un precio altísimo: pasa dieciocho meses en
la prisión de Vestre Faengsel, en el pabellón de los condenados a muerte, de
donde sale con pelagra, eczemas, reumatismos, varios dientes menos y pesando
sesenta kilos (medía un metro ochenta). Céline es un trapo, un fantasma. De esa
temporada en el infierno dan cuenta las terribles Cartas de la cárcel. El exilio es en Klarskovgaard, un campito de
Mikkelsen, cerca de Korsör, al borde del Mar Báltico. La choza en la que viven
con Lucette no tiene agua corriente ni baño. El piso es de tierra. La
calefacción: una sola estufa a carbón. Sobreviven ahí, entonces, con
temperaturas invernales de varios grados bajo cero. Lucette hace ejercicios de
danza, nada en el mar, se ocupa de los animales. Céline prepara la comida, escribe
y reescribe las primeras versiones de Fantasía
para otra ocasión y Normance, con
la perra Bessy atada a su cintura (para que no se coma a los gatos). Y lee a
Léon Bloy, el panfletista católico, rabioso antiburgués, otro loco de la
familia. También, de vez en cuando, recibe visitas, entre ellas la del profesor
norteamericano Milton Hindus (que después escribirá un gran libro, The Crippled Giant, que le traerá,
previsiblemente, algunos problemas con Céline), y tramita por correspondencia, con
la ayuda de Pierre Monnier, la reedición de sus libros.
Así que Céline de vuelta en Francia después de
siete años de exilio. Con el título de “desgracia nacional”, obtenido después
del juicio celebrado en su ausencia. El 18 de julio de 1951, gracias a las
tratativas de Monnier, firma un contrato para nada desventajoso con Gallimard
para la reedición de Viaje al fin de la
noche, Muerte a crédito, Guignol’s band I y Casse-pipe, y en el que se compromete a entregarle a Gallimard,
además de Fantasía para otra ocasión,
sus próximos cinco libros. Recibe cinco millones de francos de adelanto. Céline
vuelve a respirar, saca la cabeza. La suerte parece cambiar. Sin embargo, la
salida, en junio de 1952, de Fantasía
para otra ocasión, la primera novela de Céline desde Guignol’s band en 1944, “un pequeño Apocalipsis a la altura de
nuestra humanidad demente” escrito en Dinamarca entre 1945 y 1951, no tiene la
repercusión que Céline y Gallimard esperaban. A sus amigos políticos el libro
los dejó consternados, “no vieron en él sino algo inacabado, repeticiones,
gritos demasiado agudos perdidos en la bruma de la irrealidad. Para los otros,
para la mayoría poco silenciosa de los críticos o de los escritores, Céline era
todavía el proscripto, el maldito, el antisemita emblemático sobre el cual
debía pesar la reprobación del silencio, como el más misericordioso de sus
castigos. Céline ya no existía, no tenía más talento, no era nada” (Frédéric
Vitoux). La novela que iba a relanzar a Céline después del exilio tuvo,
entonces, una pésima recepción crítica. Y muy malas ventas, sobre todo si se
tiene en cuenta que se trataba de un libro del autor del Viaje al fin de la noche. En noviembre de 1952, seis meses después
de la salida de Fantasía para otra
ocasión, le escribe a Claude Gallimard (el hijo de Gaston) exigiéndole que
le encargue a algún “letrado” competente un libro sobre sus “bellas obras y sus
méritos”: “M. Gide, M. Proust, M. Patati y Patata Giraudoux, etc., tuvieron
cien libros publicados sobre su estilo, sus filiaciones, etc., incluso los
extranjeros como Joyce, Faulkner, Miller, etc. […] mientras que fui yo el inventor el que desfondó la puerta
de esa habitación en la que se estancaba la novela hasta el viaje. Usted parece tener vergüenza de
hacerlo saber y escribirlo y proclamarlo”. Ese libro no se escribe. Pero ahí ya
están in nuce las Conversaciones con el profesor Y.
Casi un año más tarde, en octubre de
1953, le escribe a Claude Gallimard una carta en la que, después de maldecir a
todos los “colaboracionistas” que lo eligieron a él como el chivo expiatorio
(“¡un chivo que apeste por todo el mundo!”), de despotricar contra la “censura
oculta” que se ejerce contra él (en Francia, en Argentina, en China, en todos
lados), le dice que para el próximo libro se verá forzado a defenderse él mismo
en la Nouvelle N.R .F. “¡Al menos lo intentaré!” La advertencia
de Céline llega a Jean Paulhan, por entonces director de la N.R .F. (rebautizada Nouvelle N.R.F. después de la guerra). A principios de 1954,
Paulhan le escribe a Céline proponiéndole que escriba un artículo en el que
hable de su propia obra. Céline, halagado, le contesta que sí, que no bien
termine su libro actual se pondrá a redactar una pequeña nota sobre el estilo
para publicar en la revista antes de la salida de la novela. A fines de febrero
le anuncia a Claude Gallimard que en quince días va a entregar el manuscrito de
Normance (Fantasía para otra ocasión II) y agrega: “En cuanto al lanzamiento,
pienso que algunos artículos en la
N.R .F. no vendrían nada mal. Paulhan está
de acuerdo. Artículos que yo redactaré y firmaré”. Según la correspondencia,
entonces, la idea de Céline era escribir una serie de artículos que tendrían
como objetivo promocionar y defender la novela (y su persona) hablando,
simplemente, de su estilo.
En el número de junio de 1954, se
publica en la N.R .F.
la primera parte de las Conversaciones
con el profesor Y, que terminaba con un “Continuará”. La idea inicial se había
transformado: no se trataba, ya, de artículos sobre el estilo sino de
entrevistas, conversaciones imaginarias con el imaginario coronel Réséda, alias
“profesor Y”, un típico fantoche celiniano con función de punching ball. El plural del título permitía suponer, además, que
las entrevistas serían más de una. (Aparentemente, ése había sido el proyecto inicial:
una serie de entrevistas cortas en distintos lugares de París.) Cuando aparece
la primera parte, Céline no había empezado a escribir la segunda, que saldrá
recién en el número de noviembre de ese mismo año. Entretanto, a Céline le
cambia el humor. Al igual que Fantasía
para otra ocasión I, Normance parece ir convirtiéndose en
otro nuevo fracaso comercial. En la revista Rivarol,
Robert Poulet escribe: “El monstruo perdió su agilidad increíble; no hace más
que morder todo el tiempo en el mismo lugar, con la masticación formidable y
cansina del león enfermo. Para decirlo abiertamente: cansa, aburre”. Encima, en
la N.R .F.
nadie habla de él, ninguna nota, nada. La primera reseña sobre Normance, escrita por Georges Perros, va
a aparecer recién en el número de octubre. Quejas a Paulhan, a Gaston, presiones,
argucias, exigencias, lobby. Y muchos insultos. Cómicos, sofisticadísimos. Para
colmo de males, su deuda con Gallimard seguía aumentando. A principios de
agosto, Céline le escribe a Paulhan, sobornándolo: le dice que le va a entregar
la continuación y el final de la Conversación
(acá ya usa el singular: Entretien) para
publicar en la N.R .F. siempre y cuando la N.R .F. (la editorial) le edite
las dos partes reunidas en un pequeño opúsculo. “¿Sí o mierda?” El 14 de
septiembre Gaston Gallimard le escribe a Céline proponiéndole, dada la
naturaleza del texto, una edición numerada. Tres días más tarde, Céline responde:
“Para el ‘Profesor Y’, aguardo entonces su contrato… espero que sea halagador
remunerador consolador compensador…”. Siguen las negociaciones, los tironeos.
Que una tirada de 7.000 ejemplares, dice Gallimard; no, por lo menos de 10.000,
dice Céline. Finalmente, en el número de noviembre de la N.R .F. se publica la continuación de las Conversaciones, pero, por cuestiones de
diagramación, sale sólo un fragmento. Céline le escribe a Paulhan, exigiéndole
explicaciones. Paulhan se excusa: el texto es demasiado largo, no se pudo
publicar entero. Sugiere, además, realizar algunos cortes para terminar de
publicarlo completo en una próxima entrega. Céline estalla. A lo largo de una
serie de cartas, lo trata de “purista traidor”, de “Landru proustoso masacrador
de textos”, lo invita a beber un vaso de ácido
nítrico a la sombra del próximo champiñón termonuclear. En diciembre sale otro
fragmento de la segunda parte. El 14 de enero de 1955, Jean Paulhan, definitivamente
harto de Céline, respondiendo a una carta encabezada “Mi querida Anémona
Lánguida”, rompe definitivamente con él. En los números de febrero y de abril de
la N.R .F. salen
los últimos dos fragmentos de la segunda parte. Para ese entonces, con una
tirada de 7.120 ejemplares, el libro ya había sido publicado en marzo con el
mismo título que había comenzado a salir en la revista: Conversaciones con el profesor Y. En el lapso de un año, entonces, lo
que había comenzado como “una nota sobre el estilo”, y que luego había mutado a
una entrevista imaginaria, termina convirtiéndose finalmente en una novela que
es, al mismo tiempo, el arte poética de Céline.
A caballo, entonces, entre Fantasía para otra ocasión y la trilogía
alemana (De un castillo a otro, Norte y Rigodon), Conversaciones con
el profesor Y no es un libro menor, parasitario, dentro de la obra de
Céline sino, indudablemente, uno de sus puntos más altos. Otra genial “divagación
a través de un paisaje”. Pero atravesada por una comicidad aún más explícita, desatada
y teatral que en sus novelas. Porque Céline, contra lo que muchos creen, rió
siempre, desde el principio. Desde el Viaje
al fin de la noche. Ése fue, como dice Philippe Sollers, el crimen fundamental
y médico de Céline: hacer reír. Porque la risa es peligrosa, jodida. La risa
desarma, desmonta, desnuda, saca a la luz la impostura, el simulacro y la
superstición que se esconden detrás de la máscara mortuoria, de cartón piedra, de
la cultura. La risa quema, corroe, pone sobre el tapete la falsificación, el
embuste ideológico. De ahí, claro, que la risa sea imperdonable. La literatura es
cosa seria. “Los profesionales del crimen no ríen, los profesionales del
pensamiento correcto tampoco” (Sollers). Las almas bellas detestan la risa
porque la risa les refleja la mentira en la que viven. Y Céline no perdona, se
ríe de todo, incluso de lo que no hay que reírse. (“Para reír en las
trincheras”, rezaba la faja publicitaria de Bagatelles
pour un massacre; para la de Rigodon,
que al final fue publicada póstumamente, en 1969, tenía pensado que dijera:
“¡Por aquí! ¡Rápido! ¡Por allá!”) Céline ríe incluso cuando delira, cuando injuria.
“Eso es único en la historia del odio” (Stéphane Zagdanski). Lo que, automáticamente,
vuelve inofensivos sus insultos. O al menos sospechosos. “Nada miente tanto
como un hombre indignado”, decía Nietzsche. Céline está siempre indignado, sí.
Pero ríe. Por eso no miente. ¿Hay que tomar en serio las invectivas de Céline?
Sí y no. Céline va y viene. Aparece, se escamotea, vuelve a aparecer. Está y no
está. He ahí una de las claves de su arte. Y “el yo recubierto de mierda” (otra
clave). Presentarse al público bajo una luz innoble. Su lirismo cómico. Pero
para ser verdaderamente cómicos hay que estar, sin embargo, un poquito más que
muertos. Es necesario que nos hayan excluido, dice Céline en las Conversaciones. Así que excluidos. Una
buena manera de empezar. A un costado, desde afuera, contra el vidrio. ¿Y cómo
se empieza? Con la emoción. La emoción que está en el habla, y que hay que
capturar, transponer en la escritura. Traspasarla al papel. “La emoción de lo
hablado en lo escrito.” Para eso fueron necesarios “años de trabajo
encarnizado, bien austero, bien monacal”. De eso (capturar la emoción) trata toda la obra de Céline, de Viaje al fin de la noche a Rigodon, pasando por los panfletos. Nada
de copia, sin embargo; nada de remedos del “habla popular”. Horror al
magnetófono. “Una sintaxis donde lo hablado no deja de remitir a lo escrito, y
lo escrito a lo hablado, uno volviéndose sobre el otro para hacerlo escuchar, y
recíprocamente” (Philippe Muray).
“Mi género de escritura es la transposición
inmediata, el trance”, dice en algún lado. Céline presa de un trance, “lleno de
música y de fiebre”: transponiendo, transponiendo. A los gritos. A carcajadas. Solo
contra la sordera mundial. Contra el ruido de los charlatanes, el blabla. 80.000
hojas garabateadas, ordenadas y agrupadas con broches de colgar la ropa, para
un libro de apenas 300 páginas. Olvidando el infierno: los insomnios, los dolores
de cabeza, los zumbidos, los regalitos que le dejó la primera guerra mundial. Inventando
un truco (como el cuello postizo, el piñón triple para bicicletas). Una musiquita
contra el mundo. Que ama lo falso, lo que Céline llama el “cromo”. La cromolitografía,
las viejas impresiones en colores de mala calidad. El cromo que Céline extiende
a la literatura, al cine, al arte en general. El público encantado con el cromo,
por supuesto; la gente ama el cromo por encima de todo, sin el cromo no puede
vivir. “¡Cromo o muerte!” Las novelas de amor de los Delly (la pareja de
hermanos Petitjean de la Rosière), hoy olvidadas pero muy populares en la primera mitad del siglo xx en Francia, como paradigmas del
cromo. De ahí su éxito. Mayor incluso que el de los Balzac, Victor Hugo,
Maupassant, Anatole France, etc., también “inmundamente cromos”. Como el cine,
otra de sus bestias negras, un auténtico “paralítico de la emoción”, un
“monstruo paralítico”. Como los cantautores del amor, “¡malditos fracasados del
lirismo!… ¡rastacueros del truco!”. ¿Y los escritores contemporáneos, sus “pares”?
¡Todos muertos, todos momias! Académicos o “al margen”. Vendados en sus cromos,
emasculados de emoción. Atrasando, siempre atrasando. No reaccionaron siquiera
ante el invento del cine. Como si el cine nunca hubiera existido, poniendo “cara
de personas decentes que no se dan cuenta de lo que está pasando… como si una
joven se hubiera tirado un pedo en un salón de baile… ¡siguieron garabateando
lo más tranquilos, con cara de nada!…”
Como dice el coronel
Réséda, Céline machaca, sí. ¡Pero nunca lo suficiente! Nadie entiende nada.
Nadie escucha. Por eso hay que machacar, insistir, exagerar. La hipérbole, la
megalomanía, la paranoia: componentes esenciales de su “metro-todo-nervios-rieles-mágicos-con-durmientes-puntos-suspensivos”,
extraordinaria metáfora de su estilo. La revelación pascaliana en la boca del
metro. La superficie es insufrible, insoportable. Pero ahí está la emoción. Hay
que capturarla y meterla en el metro. Se necesita para eso una “paciencia infinita”.
“Pequeñísimas retranscripciones.” Y después a toda velocidad. La “propulsión
emotiva”. Pero si los rieles son derechos, ordinarios, el metro vuelca, rompe
el decorado, el balasto, revienta todo, y es una mermelada asquerosa. Para que
no haya accidentes, entonces, hay que torcerlos, perfilarlos “especialmente”. Romper
el palo antes de introducirlo en el agua para que por el efecto de la
refracción parezca derecho. Otra extraordinaria metáfora. El estilo de Céline parece derecho, “natural”, “espontáneo”, pero no lo es.
Es pura torsión, truco, artificio. Un trabajo que, al igual que la risa, ya estaba
en Viaje al fin de la noche, y que se
fue acentuando en sus libros posteriores. Originado sobre todo en el “horror
a la frase… al lenguaje bien hilado… a las pequeñas invenciones fáciles…”. Céline no deja que las palabras se le
oxiden. Antes de que eso suceda, las sacude, las retuerce, las estira, las
cachetea, les patea el culo. Las saca –ligeramente, muy ligeramente– de su
significación habitual. Con el signo de exclamación, con los puntos
suspensivos, con su “metro-todo-nervios”, troncha, mocha, suspende. Se detiene
y vuelve a arrancar, una y otra vez. Sube y baja, cambia el tono, regula. Pega
y acaricia. Impide que la emoción se le muera en la placidez de la frase. Airea,
así, el olor a podrido que levanta, siempre, el cadáver de la lengua. Retomando
el proyecto fallido de Rabelais: un lenguaje para todos. Contra los Amyot del
siglo xx. Contra las frases bien
sopesadas, balanceadas, buriladas, almidonadas, etc. Contra el legado de los
jesuitas. Contra el tedio y la pesadez de los seres humanos. Contra los
estúpidos de siempre. Ninguna elegancia, ninguna concesión. Usando la pluma (la
bic) como si fuera un escalpelo. Sus libros llenos de incisiones, de tajos, de cortes,
de disecciones. Auténticas autopsias. Autopsias descarnadas del médico
Destouches. Diagnósticos clínicos, paranoicos, desquiciados, microscópicos. Apocalípticas
y cómicas visiones del siglo que pasó.
Prólogo del libro Conversaciones con el profesor Y (Caja Negra, Buenos Aires, 2011).