"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

viernes, 17 de mayo de 2013

Carta al difunto Louis-Ferdinand Céline


Por Marcel Brochard


14 de octubre de 1962

Mi querido Louis,

Hace más de un año que descansas –¡al fin!– y creo que ya es hora, antes de que nos vayamos todos los de nuestra edad, de poner en su lugar los hechos que has descrito. Más allá de que te guste o no, de que eso guste o no a los memorialistas o a otros escribas, es necesario que haya uno que te repita, a ti, la verdad.
Sé bien que has afirmado cien veces a tus visitantes, a Robert Poulet, Marc Hanrez, Roger Nimier, etc., que la biografía no tiene ninguna importancia. “Invéntenla.” Y agregabas: “Hay que elegir, morir o mentir”.
“Se construye la verdad componiendo, haciendo trampas como corresponde.”
La última vez me dijiste a mí la verdad –y no te creí, por supuesto– despidiéndome en la reja de Meudon al final de una tarde de junio, el año pasado. Me repetiste lo que habías machacado a lo largo de nuestra charla: “¡Ya está, voy a morir!”. Y yo de risa, y de responderte y de sacudirte un poco; quiero sacarte de esa prisión, llevarte durante una hora en coche, por los bosques vecinos, suavemente, para mirar a una chica bien formada que se pasea por una alameda, para hacerte cambiar de idea.
Louis, esta vez, me has mentido. Quince días después, estando en el medio de Bretagne, me enteré de tu muerte, tu verdadera muerte, ¡a través del diario!
“Hay que elegir, morir o mentir.” Y bien, Louis, tú nunca elegiste, mentiste mucho, pero, ay, para morir, la cosa funcionó.
Permíteme que comience por la biografía. Por dos puntos solamente, le dejo a otro el trabajo de buscar los detalles y enderezar las cosas. Incluso si eso hace que te revuelvas en la tumba. Primero que nada, hay que rectificar la historia de tus padres. Se lo debes a ellos. En Muerte a crédito hiciste una pintura de pura invención, poética o no, literaria o no, pero claramente imaginativa y falseada. ¿Por qué? Podrías haber hablado perfectamente de los padres de otro. No, son tus padres, personas buenas y tranquilas, pequeñoburgueses, humildes, cuyas vidas, tú lo sabes, desde tu nacimiento en Courbevoie, luego a lo largo de tu infancia en el pasaje Choiseul, giraban en torno a ti. Tú los haces despotricar todo el tiempo, pelearse como cirujas, ¡hablas del revólver de tu padre!, el pobre hombre no debe haber agarrado uno en su vida, ni siquiera en las ferias.
Y tú sabías perfectamente, Louis, que tu Muerte a crédito era tan falsa, tan caricaturalmente falsa, tan hiriente, que le pediste a tu madre que no la leyera… ¡y ella jamás la leyó! En cuanto a tu padre, recordamos la pena que te produjo su muerte, ¡estabas conmocionado!

Los Destouches eran en otros tiempos Destouches de Lenthillière, gentilhombres normandos pero de pequeña fortuna. El abuelo de Louis estaba casado con una de la Villaubry, era profesor en el Liceo del Havre, murió joven dejando muchos hijos, entre ellos a Ferdinand, el padre de Céline. Ferdinand se casó con Marguerite Guillou, hija de Céline Guillou. Ésta tenía un anticuario en París, cerca de la Opéra, se había especializado en encajes antiguos valiosos. Comerciante perspicaz, ganaba muy bien y lucía los bellos diamantes que Colette, la hija de Louis, posee hoy.
Poco antes de su casamiento, Ferdinand y Marguerite se instalan en Courbevoie, ella en el comercio. Él, licenciado en letras, trabaja en la Compañía de Seguro Le Phénix, en la que terminará con el cargo de Sub-Jefe. Supe recientemente a través de M. Louis Montourcy, que lo conoció bien, alrededor de 1910, que era muy apreciado por los directores. Lo describe como un hombre ubicado, inteligente y cultivado. L.-F. Céline, en ya no sé cuál de sus escritos, dice que su padre en esa época “ganaba vergonzosamente 300 francos por mes”. Ahora bien, los de nuestra generación sabemos que eso era el sueldo de un capitán del ejército. Los Destouches tenían un pequeño chalet a orillas del Sena, en Ablon, el padre amaba la pesca con caña, y como siempre había soñado con la Marina, ¡navegaba en un bote a vela con una gorra de Comandante!
Mi mujer y yo nos acordamos muy bien de ese hombre de físico redondo, franco y jovial, así como también de Marguerite, la madre de Louis. Almorzábamos a veces en el 11 de la rue Marsolier hacia 1923. ¡Salíamos asombrados al pensar que Louis era hijo de ellos!
Madame Ferdinand Destouches nunca fue ni remendona ni “reparadora de viejos encajes” (R. Poulet, p. 3), nunca “reparó los agujeros en los mercados de los suburbios” como escribe Céline, como repite Ducourneau en la edición de la Pléiade, como Louis lo contó cien veces a los curiosos o a los periodistas que bebían sus palabras con un lápiz en la mano; ¿creía en ello, mintiéndose a sí mismo para interpretar su comedia, o por inocencia y convicción? Madame Destouches madre, después de haber tenido una boutique en el Pasaje Choiseul, fue a vivir con su marido jubilado al departamento de la rue Marsollier. Ella era por entonces representante de fábricas de Alençon y de Brujas, y tenía como clientes la Gran Maison de Blanc, la Cour Batave, etc. Colette Destouches fue bautizada en 1920 en un largo vestido de bebé que había pertenecido al Rey de Roma, con abejas bordadas en una “muselina blanca de la India”.
Los padres de Louis-Ferdinand se querían mucho y hacían una muy buena pareja. Él murió hacia 1933, y ella en 1946.

Es exacto, Louis, que eras un niño endiablado, indisciplinado, ebrio de libertad, y que te dieron cachetazos y chirlos en la cola, seguramente bien merecidos. Te enviaron a Alemania a los 14 años para que aprendieras la lengua y el comercio. Precoz, te acostaste con la mujer que te alojaba, y que después te echó. En 1909 te envían a Inglaterra, donde unas aventuras del mismo género hacen que vuelvas con tus padres. Pero como aprendes con facilidad, lees muchísimo, te matriculas con esa insaciable curiosidad e inteligencia que te caracteriza. Ya soñabas con la medicina. Aprendes el inglés y el alemán admirablemente, entras a tu pesar finalmente en una casa de comercio del barrio del Sentier, como vendedor de cintas, luego en una joyería de la rue de la Paix, donde una broma pesada siempre del mismo orden, del mismo desorden, hace que te despidan. A los 18 años, peleado con tus padres ya cansados, y cansado de ti mismo, te alistas en el ejército siguiendo un capricho.

Lo que es cierto es que la infancia y la juventud de L.-F. Céline “miserable y vergonzosa” es pura invención.

Finalmente, Louis, viejo soldado, ¿quieres decirnos la verdad sobre tu famosa trepanación? Todos te han creído evidentemente, a ti, el trepanado de las batallas de agosto de 1914, con el cerebro hundido; hasta Henri Mondor, profesor, es decir, del oficio, que dice y repite en sus declaraciones de la Pléiade que te fracturaste el cráneo.
¡Y algunos enseguida vienen a agregar que tal vez por el agujero del cerebro te entró el Genio! ¡¡¡Otro tocó la placa de metal que tenías en la cabeza!!!
Louis, no, digamos la verdad; fuiste muy gravemente herido en los primeros combates de la primera guerra, como sargento de coraceros. Te dieron honores, te decoraron, te homenajearon, te hicieron una ilustración por ese tema. Pero a menudo te vi el torso desnudo, Louis. Tu brazo derecho, en lo alto, casi a la altura del hombro, tenía un agujero en el que se podía meter un huevo. Era la cicatriz de una fractura abierta por el estallido de un obús, herida que te tuvo más de un año en el hospital y te dejó para siempre un poco paralizada la mano derecha. Aunque en 1924-1925 conducías un gran sidecar por la rutas de Bretagne, con tu mujer y la mía en el asiento lateral.
Por el mismo y único accidente que puso fin a tu guerra, se te estropeó el tímpano por el ruido de la explosión, y te dejó insoportables zumbidos de oreja. Pero dejémoslo ahí, ¿quieres? Nosotros, tus amigos de Rennes, sabemos bien que nunca fuiste herido en la cabeza, ¡y menos trepanado!

Discúlpenme, celinianos, por traerlos con tanta exactitud a esos puntos de la biografía de Louis-Ferdinand Céline. Considero que es menoscabarlo mantener esas fantasías, ¡fantasías que él, sin embargo, era el primero en inventar! En nuestra época, él no era menos grande a nuestros ojos de lo que es actualmente para ustedes.
No bien conocí a Louis en 1919, en Rennes, cuando acababa de casarse con Edith, la mejor amiga de mi mujer, quedé subyugado, hechizado, conquistado por ese espíritu único y ya gigantesco. Aunque sólo cinco meses más grande que yo, Destouches me parecía tan maduro y erudito.
Hasta que nos fuimos a Nantes, a fines de 1921, me encontraba con Louis en su pequeña planta baja en Rennes, en el 6 quai Richemont, casi todas las noches de 6 a 8. Yo me sentaba, charlábamos, él escribía y yo me callaba. ¿Dónde están los escritos de esa época? Edith no tiene demasiados, me parece. Eran sobre todo cartas que el futuro Céline escribía, con prodigalidad, a cien destinatarios. Me acuerdo de uno de ellos, ya que me sorprendió la notoriedad de su nombre, el doctor Alexis Carrel, que por entonces ejercía en los Estados Unidos. ¿Qué podían escribirse esos dos espíritus, el del futuro Viaje y de El hombre, ese desconocido? Páginas y páginas, ¿y dónde está esa correspondencia? Louis conocía a Alexis Carrel, veinte años más grande que él, a través del Instituto Rockefeller, al cual Louis estaba vinculado por esa misión americana de lucha contra la tuberculosis que tenía una sección en Rennes. Trabajan allí también de intérprete y de conferencista.
Creo acordarme, y Edith también, de que la correspondencia que mantenía con Carrel tenía como tema los estudios sobre la prolongación de la vida. Estudiaba los convolutas, mitad algas, mitad microorganismos, que se parecen a un musgo verde y que se encuentran cuando baja la marea en las playas del Atlántico. Los había podido conservar en un laboratorio de investigaciones en Roscoff donde pasaba sus vacaciones, laboratorio que estaba dirigido por el Príncipe Cantacuzène. Ya en 1920 el joven investigador que era Louis se apasionaba y discutía teorías que formulaba en esa época y que, según su mujer, anticipaban las teorías actuales de la hibernación (!). Más tarde Louis estudió la longevidad de los gusanos de seda, y creo recordar haber leído un estudio impreso de la Academia de Ciencias que exponía las teorías del futuro doctor.
Pero ya Destouches preparaba su tesis. Su famosa tesis sobre Semmelweis que, editada en 1924, llamó tanto la atención. La tengo dedicada. Se tiraron cien ejemplares. Vuelvo ahora, y de manera más simple, a la carta a mi Ferdinand.

Louis, mi viejo amigo, el Destouches de nuestra juventud, de nuestras esperanzas, de nuestra vida llena de vida, de nuestros entusiasmos, ¡tanto los del espíritu como los otros más bajos de los que hablamos con desenfreno!
¡Tú, que te atreves a decir a Robert Poulet que eras un “burgués” en Rennes, en los años 20! ¡Al mismo Poulet que escribe un capítulo entero sobre “Céline burgués”!
Ya eras anarquista, Louis. Brutal, en los aspectos pueriles, revolucionarios, igualitarios, ¡sí! Pero dices disparates sobre tu suegro, el profesor Follet, que era una personalidad notable, es verdad, pero que nunca te pidió que fueras otra cosa de lo que eras. Te conocía, como Edith y nosotros te conocimos bien, como siempre lo fuiste, enemigo del conformismo, ya fuera en las maneras, en las palabras o en el modo de vestir. Tu entrada en un salón de Rennes producía sensación. Con el sombrero de cowboy medio ladeado, saludabas a la barra, y una vez sentado sólo te veían tus zapatos grandes. ¡El hombre de los zapatos grandes, decía mi pequeña Jacqueline, que era tan chiquita!
¿Y que llevabas, según escribiste, el “boliche” de tu suegro en tus espaldas?, ¿y que dirigías su clínica de cirugía? ¡Qué caradura!… Por el contrario, ¿no dirigías tú la conciencia de ciertas buenas amigas del entorno familiar? ¡Eso sí!
No, Louis, ¡si te hubieran conocido los otros, incluso los que estuvieron al final, como eras a los veinte años! ¡Repleto de curiosidad, versátil, chistoso, grosero, irritable, mitómano y genial! Y paradojal. ¿No te escuché decir varias veces, en el quinto piso de la rue Girardon, en 1941-1942: “¡Voy a probar que Hitler es judío!”.

¡Qué inquieto! ¡Apenas entraba a un cine, a un café, ya estaba saliendo! Apenas conquistaba a una chica ya quería otra, y a menudo sin tocarla. Apenas escribía media página, el estilo, el destinatario y la idea cambiaban, mezclando lo mejor y lo peor. “El hijo del pueblo transportado de repente a un medio más alto que su condición.” No, señor Poulet, usted no lo conoció. Louis Destouches estuvo siempre cerca del pueblo, pero por encima de la “condición”. Allí donde él respiraba, producía en todos los que lo rodeaban, del pueblo o de la “condición”, una estupefacción, un sobrecogimiento, una admiración. Edith en primer lugar estaba subyugada.

Comediante, sí, Bardamu bufonesco, eras un comediante nato. Con un cerebro menos atareado y menos brillante, habrías sido un excelente actor. ¡Y muchos como yo te calaban, se daban cuenta por tu rostro, por tus ojos ligeramente rientes, por un pequeño gesto de tus labios, de que no creías ni una palabra de lo que contabas! Cuando, delante de mí, en Meudon, mostrabas a tus visitantes el banco de madera sobre el cual se sentaba tu madre para zurcir, no dije nada, pero reía para mis adentros. ¡Viejo farsante!

Céline, en el libro de Robert Poulet, escupe sobre “sus” familias, y le sale maravillosamente bien, ¡treinta años después! Continúa con su papel, el comediante; lo harán actuar hasta el final, ¡hasta el final de los tiempos!
Después de haber terminado tarde el secundario, Louis Destouches sólo pudo estudiar medicina en Rennes al casarse con Edith. Sí. Pero fuera del conformismo. Lo querían así. Y cuando tuvo el diploma en el bolsillo, se instaló como médico de barrio, en 1925, en la plaza des Lices en Rennes, todavía lo veo mostrándome las lindas cortinitas con pliegues de su consultorio, y diciéndome: “¡Afuera, mi viejo, está la libertad!”.

Louis, el día en que tu primer cliente entró en la sala de espera, buscaste la libertad por la puerta de servicio. No es completamente cierto, ya que te quedaste “instalado” dos o tres meses, pero es una imagen que va bien con tu imagen.
¡Y nadie dijo nada! Nadie juzgó. Te fuiste, y no era una “extravagancia”, como se dice, era algo típico de Céline, algo verdadero. Sin celebrarlo, lo soportamos. Y tu viejo amigo te escribía y tú le respondías. ¡Si hubiera conservado todos los papeles!

Época de escritura del Viaje, 1930. Me escribe, ¡ésa la conservé! “¿Estás bien de salud, mi viejo, todavía en actividad? ¡Ya estamos en la edad temible! Afectuosamente tuyo. Louis!” ¡36 años, la edad “temible”!… ¿Impotencia? ¿Consecuencias de largas jornadas de abnegación en el dispensario de la rue Fanny en Clichy? Consecuencias de las noches en la rue Lepic donde, luego de la cena frugal en lo de Marie –sobre el agua–, Louis se ponía a escribir. Elizabeth era alta, bella, escultural. Esta bailarina americana lo había conocido en Ginebra. Fue su compañera por más de tres años. Él le dedicó el Viaje. Ella se lo merecía, ya que mientras que él escribía y tiraba al piso sus hojas amarillas, nosotros esperábamos que se durmiera para juntarlas.
¡No imaginábamos que lo que teníamos cada noche entre las manos era el manuscrito del Viaje al fin de la noche!

Louis, dime si era yo, el veterano del 14, el que recogía del piso de tu habitación la página del Coronel: “A él no le deseaba nada malo. Sin embargo él también estaba muerto… se abrazaban los dos por el momento y para siempre”.
O es Elizabeth, la americana, la que pescó la página de Molly: “Recuerdo su amabilidad, sus piernas largas y rubias y magníficas desplegadas y musculosas, piernas nobles. La verdadera aristocracia humana, digan lo que digan, la confieren las piernas, eso es así”.
Y no lo habíamos leído, o muy poco. Estaba tan mal escrito. Y tiemblo ahora al pensar que por poco, por nada, todo ese Viaje podría haberse perdido hoja tras hoja, ¡en los basureros de la rue Lepic! Gloria de la literatura francesa. Gloria a ti, Ferdinand, por habernos mostrado un nuevo camino. Recuerda el asombro, el desconcierto, la…
Traducción: M. Dupont