"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

miércoles, 23 de junio de 2021

Esa mujer*

Por Mariano Dupont


Primero que nada, detectar una omisión en el mapa, en el canon. Segundo: señalarla, llamar la atención, decir: “Se olvidan de…”. Oficiar un rescate. Por último: poner en circulación esa literatura inconseguible, valiosa. Volver a publicar. Ningún seguimiento de la moda; más bien una política, un criterio. Sin embargo, también hay de lo otro: algunas reediciones –casi siempre masivas, plurales, ruidosas– ignoran toda estrategia que no sea la del rédito. Van a lo seguro, como se dice. (Una seguridad que, por otro lado, las cifras muchas veces se encargan de pulverizar. Pero ése es otro cantar.) Acá, en cambio, en las reediciones aplaudibles, el movimiento que las sostiene es el del gasto, como quería Bataille. Porque la pregunta que primero surge frente a la reedición de un libro como El país del humo de Sara Gallardo es la de sus lectores potenciales. ¿Cuántos podría llegar a tener? ¿Quién leerá este libro desolado, extrañísimo, escrito por una mujer que murió hace varios años y cuyo nombre hace rato que dejó de escucharse, opacado por los de otras difuntas mucho más célebres, mucho más comentadas? (Porque Sara Gallardo, está claro, no es Silvina Ocampo; tampoco Alejandra Pizarnik. Sí, quizá, Norah Lange, esa otra mujer que, al igual que la Gallardo, vivió gran parte de su vida bajo la égida del “esposa de”. Girondo, Murena. A un costado, dos escritoras excepcionales.) ¿Quién leerá, en suma, estos cuentos que parecen venidos de la Luna y que, leídos hoy, a veintiséis años de su primera edición, parecen hacer gala de un deliberado y bello anacronismo? Poco importa. De lo que se trata, pues, es de apostar a la incertidumbre, de poner el libro ahí, al alcance de algunos curiosos que, cansados de mudas y llamativas novedades, se acercarán a él con la paradójica esperanza de encontrar en lo viejo algo que les hable en una lengua nueva.
La literatura de Sara Gallardo arranca con Enero (1958), una novelita de corte criollista en la que se narra la historia de Nefer, una adolescente, hija del puestero de una estancia de la provincia de Buenos Aires. Desde el tema tratado (Nefer se queda embarazada, involuntariamente) hasta la elección del punto de vista (el de la propia protagonista), Enero se entronca a su modo, tardíamente, en esa serie de la narrativa rural que, como la de Benito Lynch, propuso, a diferencia de Güiraldes, una imagen desidealizada del campo bonaerense.
En 1963, aparecerá Pantalones azules, y en 1968, Los galgos, los galgos, sin lugar a duda sus novelas más convencionales, pero que sin embargo (o quizá gracias a eso) recibieron sendos Premios Municipales (Pantalones azules, el tercero; Los galgos…, el primero, además del Premio de la Ciudad de Necochea, otorgado por un jurado integrado por Leopoldo Marechal, Aldo Pellegrini y Juan Carlos Ghiano).
Tres años después de la publicación de Los galgos, los galgos, en 1971, aparece Eisejuaz, no sólo su mejor novela sino uno de los grandes textos de la literatura argentina. ¿Qué pasó ahí, en los tres años que separan a las dos novelas, para que Sara Gallardo pasara de pergeñar un relato que posee muchos de los tópicos de la literatura de la genteel tradition, y en el que afloran, por lo tanto, marcadamente, ciertos tics de clase (Gallardo, se sabe, no sólo descendía, por el lado paterno, del naturalista Ángel Gallardo, sino de los Mitre por el lado de la madre), a escribir esa extraordinaria novela vertebrada en torno a los balbuceos esquizoides de un indio mataco? Hay, sí, según se cuenta, un viaje a Salta, al Impenetrable. Allí, según parece, Gallardo conoció las comunidades indígenas. Allí vio, sí, como escribirá más tarde en su novela, que hay “mucha miseria en el monte” y que “la gente se muere de hambre”. Sin embargo, tiene que haber habido algo más, algo irrecuperable. Porque Eisejuaz, lejos de cualquier indigenismo mimético, lo que sobre todo pone en escena es una lengua alucinada, monstruosa (en un momento de la novela, el Paqui, uno de los personajes, le dice a Eisejuaz: “Vos no hablás castellano. No te acuso, pensando que has nacido entre las fieras del bosque, y que tu idioma parece la tos de los enfermos”); una lengua “tosida”, compuesta no sólo por los giros y modismos propios del habla de los indios del Norte argentino, sino por un conjunto de elementos que no tienen otro origen que la literatura misma. La serie de hipérbatos, anástrofes, pleonasmos, elisiones y demás figuras de la dicción que proliferan a lo largo de toda la novela, y que destruyen constantemente la “normalidad” sintáctica de los enunciados (un ejemplo: “Che amigo, che, sosteneme, che, no veo, che, adiós”), denuncian al mismo tiempo, a través de su barroca artificialidad, su pertenencia a la lengua escrita. Pocos escritores argentinos han estado a la altura de esas aventuras verbales. Los Lamborghini, quizá. Y Antonio Di Benedetto, por supuesto, con cuyos libros esta novela secretamente dialoga. Como en la literatura del autor de Zama, en Eisejuaz, la “naturalidad” propia de la función comunicativa del lenguaje –la cargosa perspicuitas– es puesta en crisis constantemente. Ese movimiento no ceja, se sostiene a lo largo de las doscientas y pico de páginas. Entre las grietas del muro de ese idioma devastado, se cuelan los silencios de una curiosa poesía: “Caminá. Vos. Caminá. Caminá. Vos, caminá, Paqui”; o si no: “Hueca, el alma por irse”. Se ha hablado, sí, de la influencia de Rulfo. Pero Eisejuaz, más allá de las filiaciones que podrían adjudicársele, es un libro que, a más de treinta años de su publicación, continúa titilando, único, solitario, incatalogable, en el paisaje de la literatura argentina.
En 1977, a dos años de la muerte de Murena, Gallardo publica El país del humo, una serie de cuarenta y seis relatos escritos entre 1972 y 1975, cuyas historias, más allá de la diversidad temática y de registros que las apuntalan, transcurren en “el país del humo”, la tierra americana, “un continente que parece perdido en el tiempo, en el que las huellas, las personas, parecen borrarse en extensiones tan vastas como desoladas”. Algunos de los relatos, como en Kafka, instalan lo fantástico desde la primera frase (“Yo, la hermana Catalina, tuve que abrir la puerta a la niña oveja”; o “Flores blancas llovieron sobre Buenos Aires la noche en que nació Juan Arias”), y allí se quedan. Otros, como “Las treinta y tres mujeres del emperador Piedra Azul”, o el breve “J. M. Kabiyú fecit in Ytapuá, 1618”, abrevan en las invenciones gramaticales de Eisejuaz, a través de las cuales los indios se vuelven poetas. “Eric Gunnardsen”, en cambio, a partir de su fuerte borronamiento referencial, recuerda por momentos, más allá de las diferencias de estilo, la ambigüedad de la prosa del Onetti de “La novia robada” o La muerte y la niña. Y hay más. “Un solitario” es un amoroso homenaje a Héctor Murena, y “Cosas de la vida”, un relato en clave alegórica en el que la figura de un jubilado que, de la noche a la mañana, encuentra su casa convertida en un barco que navega en alta mar, le sirvió –como ella contó en más de una oportunidad– para autorretratarse durante ese período que precedió el traslado a Córdoba con sus hijos.
Entre El país del humo y la muerte de Sara Gallardo, ocurrida en 1988, en Buenos Aires, está el tiempo transcurrido entre La Cumbre y Cruz Chica, luego el viaje a Barcelona, la publicación de La rosa en el viento (1979), su última novela; también, un año más tarde, en 1980, está el viaje a Suiza con su hijo menor, y en 1982, la publicación de ¡Adelante, la isla!, un relato infantil, y su radicación en Roma. Datos biográficos, en suma, que dan cuenta sobre todo del nomadismo que caracterizó sus últimos años. Un nomadismo que, en cierto sentido, puede considerarse como el correlato de una literatura que, a la largo de veinticuatro años, no dejó de moverse. 

(*) Publicado originalmente en la revista Los Inrockuptibles, nº 76, febrero 2004.



El efecto de irrealidad

 Por Mariano Dupont

 

Gustave Flaubert, uno de los “pontífices” del realismo decimonónico, detestaba el realismo. Se lo dice incluso a George Sand, textualmente, en una carta de febrero de 1876, cuatro años antes de su muerte. La aversión y el recelo, sin embargo, venían de mucho antes. De sus inicios como escritor, prácticamente. “Lo que me parece hermoso, lo que querría escribir”, afirma en una carta temprana, “es un libro sobre nada, un libro sin ligadura exterior, que se mantuviera solo por la fuerza interna del estilo, como se mantiene en el aire la Tierra sin estar sostenida; un libro casi sin tema o en el cual el tema fuera poco menos que invisible.” Las coordenadas históricas, claro, no se lo permitieron. La Historia, la episteme, no lo habilitaba. Tendrían que pasar todavía algunas décadas para que otro adelantado viniera a escribir los Textos para nada. Así y todo, con la intuición del genio, precozmente, percibió, Flaubert, que, en algún momento, en un futuro no muy lejano, las exploraciones formales iban a ir por ahí, en esa dirección. O que ahí, en la literatura sin tema, sin referentes externos, “reales”, sin “compañía” (Beckett), en eso que cien años más tarde Macedonio Fernández iba a llamar, macedonianamente, “novelismo sin mundo”, había, sin lugar a dudas, una veta por explorar (o un continente a descubrir). “Creo que el porvenir del arte está en esa dirección”, escribió. De ahí la condición de “precursor” que le adjudicaron los escritores del nouveau roman. Particularmente, Nathalie Sarraute. Con sus declaraciones, dice Sarraute al final del ensayo que le dedica (“Flaubert, el precursor”, 1965), presintió la literatura del porvenir. Sobre todo, con su aspiración a escribir un “libro sobre nada”. Esa declaración, por su parte, Flaubert se la había hecho a su otra gran amiga, a Louise Colet, en 1852, veinticuatro años antes, o sea, de la carta dirigida a George Sand en la que confiesa su abominación del realismo. Por ese entonces –1852–, Flaubert sobreactuaba el suplicio que le producía la escritura de su primera novela: Madame Bovary. Los lectores de su correspondencia están al tanto de esos tormentos autoinfligidos, de la “dolorosa y exaltada gestación” de su obra en la soledad de la quinta de Croisset (su tour d’ivoire): veinte páginas escritas en un mes, trabajando siete horas por día. A veces al borde del llanto, golpeando las paredes. Toda una pantomima. ¿El resultado de esos padecimientos? “Amarguras, humillaciones, y para sostenerse, únicamente la ferocidad de una indomable fantasía.” Flaubert esclavo del Ideal: “Cuando uno se encarniza con un giro o una expresión que no se logra es porque no se tiene la idea. La imagen o el sentimiento muy claros en la cabeza provocan la palabra en el papel. La una deriva de la otra”. El Ideal lo va a acompañar toda la vida. Muchos años más tarde, por la época de la sentencia sobre el realismo que cité al comienzo, escribe, también a George Sand: “En la precisión de las ensambladuras, la rareza de los elementos, el pulido de la superficie, la armonía del conjunto, ¿no hay acaso una virtud intrínseca, una especie de fuerza divina, algo eterno al igual que un principio? (Hablo como platónico)”. En ese apego al Ideal, a la Belleza, a la virtud divina del mot juste que trasciende los caprichos de la época, que está más allá –en el cielo, bien alto, en el Mundo Inteligible– de las frívolas veleidades del orden temporal, hay que buscar, por supuesto, el origen de la manía flaubertiana, el porqué de sus tachaduras salvajes y sus “borradores inextricables”.

Platonismo que es posible ver, también, en la proliferación de versiones sobre un mismo fragmento que testimonian sus manuscritos. De la famosa descripción de la ciudad de Rouen, perteneciente al capítulo v de la tercera parte de Madame Bovary, hay, por ejemplo, seis versiones. Lo dice Roland Barthes, siguiendo el trabajo filológico de Antoine Albalat, en su clásico ensayo “El efecto de realidad” (1968): “La descripción de Rouen (referente real como pocos) está sometida a las exigencias tiránicas de lo que deberíamos llamar lo verosímil estético, como lo atestiguan las correcciones aportadas a ese fragmento en el curso de seis redacciones sucesivas”. Seis versiones diferentes para un párrafo de 165 palabras. Tenemos, ahí, entonces, por un lado, la obsesión privada, íntima, del individuo Flaubert; y, a su vez, por otro, la ambición colectiva, plural, adocenada, de la escuela realista. Ambición que, por ese entonces, como un padecimiento (al menos para Flaubert), imponía tácitamente la época. El paisaje no era, todavía, como lo empezará a ser a partir de Mallarmé y los simbolistas, una creación surgida de la misma práctica de la escritura, sino –inevitablemente– un exterior, un afuera o más allá, una “pintura” que precede, siempre, a la palabra que intenta describirla. Sin embargo, hay algo más. Algo que, podríamos decir, va de la mano de la neurosis obsesiva del escritor, del artista Flaubert; algo que se cuela por ahí, inseparable, como una “virtud intrínseca”, quizás de manera no demasiado consciente. ¿Qué? La intención de desmantelar, de desmontar, de desactivar el dispositivo mismo de la representación realista, vale decir: la lealtad al origen, la fidelidad ciega, irreflexiva, a los presupuestos arbitrarios que constantemente dicta la realidad. El desiderátum imitativo, o sea, del cual Flaubert, intuyendo en cierto modo la servidumbre que lo hace posible –y la estafa que lo origina–, va a ser el primero en dejar atrás como un viejo traje. “A partir de Flaubert”, va a escribir Robbe-Grillet, “todo empieza a vacilar”. Técnicamente: con Flaubert, la semiosis en la que durante siglos se han venido apoyando los realismos, perfeccionada desde comienzos del siglo xix –y sobre todo a partir de Balzac, el “secretario” de la sociedad francesa–, empieza a resquebrajarse, a mostrar sus debilidades, sus imposturas. “En primer lugar”, continúa Barthes, “vemos que las correcciones no proceden en absoluto de una mejor consideración del modelo: Rouen, percibido por Flaubert, sigue siendo el mismo, o, más exactamente, si algo varía de una versión a otra, eso es únicamente por la necesidad de concretar una imagen o de evitar una redundancia fónica reprobada por las reglas del buen estilo, o también para ‘encajar’ una expresión feliz completamente contingente.” Vemos, entonces, que las versiones sucesivas no se diferencian unas de otras en función de la mayor o menor adecuación del texto al modelo (el río, las colinas verdes, las islas, las chimeneas de las fábricas, el zumbido de las fundiciones, etc.), de la mayor o menor fidelidad con que se da cuenta de él, del rigor con que se lo vuelve a presentar. No: las variaciones no irán por ahí. Todo será, en cambio, corregido de acuerdo al Ideal divinizado de la forma, del ritmo, de la palabra justa. Con Flaubert, se sabe, la forma deja de ser un simple recipiente, un vehículo, para convertirse en una mirada, en una “visión del mundo”. La forma es todo. O también: no hay nada más que forma. “Por eso”, escribió, “no existen temas hermosos o temas feos, y se podría establecer como axioma, desde el punto de vista del arte puro, que no hay ninguno, ya que el estilo es una manera absoluta de ver las cosas.” De ahí el limae labor et mora. Corregir y corregir a fin de “hacer soñar” o “hacer latir el corazón de las generaciones a varios siglos de distancia”. “Rouen, en realidad”, termina diciendo Barthes, “no es sino una especie de fondo destinado a contener las joyas de algunas metáforas raras, el excipiente, la sustancia neutra, prosaica, que envuelve a la preciosa sustancia simbólica, como si de Rouen tan solo importaran las figuras retóricas a las que la vista de la ciudad se presta”. La realidad, así, como una simple excusa para el despliegue de “las figuras retóricas” (el estilo, la forma, etc.). Las palabras, en su movimiento, en su “verdadera vida rítmica”, creando una realidad nueva, independiente, que, por más que sea de papel, compite –muchas veces con éxito– con la realidad pedestre, insípida, en la que moran las cosas. La literatura, por primera vez, como una práctica verdaderamente autónoma.

Al comienzo del “El arte de la ficción”, un ensayo que forma parte de una polémica que sostuvo en 1884 con el escritor inglés Walter Besant en torno a los alcances de la novela, Henry James escribe lo siguiente: “La única razón para la existencia de una novela es que realmente compite con la vida. Cuando deje de competir, así como compite la tela de un pintor, habrá llegado a un extraño punto crítico”. Estamos todavía, en James, como puede verse, en el mundo del realismo y sus aprensivas figuraciones (¿qué será del arte, de la literatura, cuando deje de competir con la vida?, ¿qué será de la novela cuando llegue el día –el “punto crítico”– en que se cumpla, al fin, la temida profecía de Flaubert y los escritores se larguen a escribir, desatinadamente, “libros sobre nada”?), pero de un realismo que sin embargo ya empieza a emanciparse, a cuestionar sus propios presupuestos, a alejarse de la ortodoxia imitativa. “Con esto no trato, ni mucho menos”, agrega James un poco más adelante, “de minimizar la importancia de la exactitud, de la verdad del detalle. Sería mejor hablar del propio gusto y, por tanto, me arriesgo a decir que el aire de realidad —la solidez de lo específico— me parece la mayor virtud en una novela.” La exactitud, la verdad del detalle, la solidez de lo específico: el mundo del realismo, nuevamente, y la importancia de no descuidar el viejo y efectivo dispositivo que lo legitima: el efecto –el “aire”– de realidad. Es decir: el viejo piano del comienzo de “Un corazón simple” (y del ensayo de Barthes), que soporta, bajo un barómetro, el montón piramidal de cajas y cartones. Detalles aparentemente gratuitos, “lujos de la narración”, que, como escribe Barthes, vienen a decirnos, tácitamente, con cierta mala fe: “nosotros somos lo real”. Sin embargo, James, en su ensayo, vacila sutil, pudorosamente, a lo James. Entre la sumisión tranquilizadora al imperativo realista y la peligrosa libertad de otra cosa que, por el momento, al carecer todavía de una forma, ni él mismo sabría definir, pareciera no terminar de decidirse. Va y viene. Al tiempo que reclama la necesidad de no olvidar “la solidez de lo específico”, afirma: “Es igualmente acertado y no concluyente decir que uno debe escribir desde la experiencia (…) Pero ¿de qué experiencia estamos hablando, y dónde empieza y dónde termina? La experiencia nunca es limitada, y nunca está completa; es una inmensa sensibilidad, una suerte de enorme tela de araña, compuesta por delicadísimos hilos de seda, suspendida en la habitación de la conciencia, y que atrapa en su tejido cada partícula aérea. Es la real atmósfera de la mente; y cuando la mente es imaginativa –y tanto más cuando pertenece a un hombre de genio–, atrae hacia ella los matices más sutiles de la vida, convierte los latidos del aire en una revelación”. Esa “inmensa sensibilidad” o “mente imaginativa” que atrae hacia ella, intentando representarlos, “los matices más sutiles de la vida”, es la que está, precisamente, detrás del hombre de genio que compuso Los embajadores y La copa dorada. No mucho después, escritores como Joseph Conrad, Edith Wharton y Virginia Woolf, entre otros, van a ir a ubicarse, cada uno con sus señas particulares, detrás de esa estela, de esa “revelación” dejada por el último James.

En la polémica que comentábamos recién, interviene, al final, distanciándose simultáneamente de Besant y de James, Robert L. Stevenson. El texto se titula “A humble remonstrance” (Una humilde objeción). “La novela”, escribe Stevenson, “que es una obra del arte, no existe por sus semejanzas con la vida, que son forzadas y materiales, del mismo modo que un zapato debe ser de cuero, sino por su diferencia inconmensurable con la vida, diseñada y significativa, y que es al mismo tiempo el método y el significado del trabajo”. El arte, la literatura, ya no compitiendo con la vida, como en James, y mucho menos intentando copiarla, como en el realismo doctrinario, sino diferenciándose de ella, inconmensurablemente. Cuanto menos intente la novela asemejarse a la vida, cuanto más alejada esté de ella, mejor, pareciera decir Stevenson. La literatura es un mundo autónomo, con sus propias leyes (las leyes del arte, sean estas las que sean), y su relación con la realidad, con la vida, en el caso de que esa relación exista, nunca debe ser de dependencia, de sometimiento. Más adelante, agrega: “Permitámosle [al joven escritor] despreocuparse del tono de la conversación, del detalle punzante sobre las costumbres cotidianas, de la reproducción de la atmósfera y del ambiente. Estos elementos no son esenciales: una novela puede ser excelente y no tener ninguno de ellos”. La verdad flaubertiana, jamesiana, del detalle punzante –el efecto, o “aire”, de realidad– es circunstancial, carece de importancia, no hace a la excelencia de la obra. El “orbe autónomo” de Stevenson es, se sabe, el de la novela de aventuras, de incidentes, de “continuas vicisitudes”, como la llamó Borges en “El arte narrativo y la magia”. No está regida, esta clase de novela, a diferencia de su vieja némesis, la realista –“morosa”– novela de caracteres, por la lógica predecible, casi siempre tediosa, de la realidad; no está construida en base a “una concatenación de motivos que no difieren de los del mundo real”, sino en torno a una causalidad que responde, antinaturalmente, a “la primitiva claridad de la magia”. En el mundo de Stevenson, como en el de Lewis Carroll o C. S. Lewis, todo puede suceder, todo es posible, las leyes que los rigen y los limitan son las que dicta la pura, soberana imaginación.

Apenas siete años más tarde de la polémica sobre el arte de la ficción, Oscar Wilde, en el extraordinario “El crítico artista”, da aún un paso más cuando escribe, en la línea iniciada por Flaubert: “Quizá la función de la literatura sea crear, utilizando como ‘grosero material’ la existencia real, un mundo nuevo, que será más maravilloso, más duradero y más cierto que el mundo real, ese que contemplan los ojos del vulgo y con el cual intentan alcanzar su perfección las naturalezas vulgares”. Un mundo nuevo –la literatura– más maravilloso, duradero y más real que la misma realidad. Liberar a la literatura. Que “está indefensa y no vive por sí misma” (Kafka). Ayudarla a romper su dependencia, su “sujeción a la criada que enciende el fuego de la chimenea, al gato que se calienta ante la estufa, hasta al pobre anciano ser humano que se calienta a su lado”. El mismo Kafka va a lograrlo a través de sus “bromas desesperadas”. Su mundo, es fácil comprobarlo, ya no es el mundo de los detalles “punzantes”, “específicos” o “verosímiles”, sino, por el contrario, el de los detalles irreales, inverosímiles, cómicamente monstruosos. Todo a lo largo de su literatura podemos encontrar esos “pormenores estrafalarios” (Borges), objetos o situaciones imposibles que funcionan como dispositivos de extrañamiento, auténticos efectos de irrealidad, que, a su manera, están diciendo: “nosotros no somos lo real”. ¿Y qué son, entonces, si no son lo real? La literaturaEn “La condena”, en el momento en que George Bendemann trasladaba en brazos a su padre semidesnudo a la cama, “experimentó una terrible sensación cuando al dar los dos pasos que lo separaban de la cama notó que el padre jugaba con la cadena del reloj de su chaleco. No pudo acostarlo enseguida, ¡con tanta firmeza se agarraba a la cadena!”; en En la colonia penitenciaria, al condenado, después de dos horas de trabajo de la máquina de tortura-escritura sobre su cuerpo, se le retira el tapón de fieltro de la boca porque ya no tiene fuerza para gritar. “Aquí, en esta escudilla calentada eléctricamente”, explica el oficial, “se coloca esta papilla de arroz caliente, de la cual el hombre, si tiene ganas, puede tomar lo que pueda atrapar con la lengua.”

Y termino. En la carta que Copi, el personaje-narrador amnésico de El uruguayo de Copi, le dirige al Maestro, contándole sus lisérgicas aventuras –sus “pequeños milagros”– en Montevideo, el “verosímil estético” que Barthes relacionaba con las correcciones de Flaubert, y que podemos encontrar en la literatura de cualquier escritor realista que no aspire, como pedía Lukács, a “reflejar la realidad”, deja de estar signado por la “tiranía” del estilo y pasa a convertirse en una suerte de verosímil de papel en el que todo –mutaciones, metamorfosis, catástrofes, resurrecciones, etc.– es posible y el exterior –el mundo tal como lo conocemos– desaparece completamente. Todo pasa, en El uruguayo, a grandísima velocidad, siguiendo la lógica clara y primitiva de la magia (“la coronación o pesadilla de lo causal”), en una secuencia ininterrumpida, felizmente salvaje, de violentos efectos de irrealidad. “El Uruguay ha cambiado de repente tanto que lo que hasta ahora le he contado ha quedado caduco.” La willing suspension of disbelief, base de la fe poética, según Coleridge, no es ya necesaria porque no hay nada en lo que creer. Todo, en El uruguayo, es literatura. En el papel todo vale, las restricciones son solo para los “viejos pelotudos”: “Usted me dirá: ¿cómo se las va a arreglar para saber que es Navidad? Y es ahí donde puedo contestarle: usted no ha entendido nada de mi relato: Navidad llegará cuando yo lo decida, eso es todo.” ¿Pueden las palabras hacer todo lo que quieran hacer? Lo importante no es lo que puedan o no puedan hacer las palabras sino saber quién es el que manda, podría contestarnos Copi, siguiendo a Humpty Dumpty. La literatura, una vez más, buscando desprenderse de las taras de lo real.

 

(1) No está demás decir que, a la literatura, muchas veces, y no solo a partir de Kafka, se la reconoce, precisamente, por esas nimias singularidades. “El detalle es todo”, escribió Vladimir Nabokov.

 


viernes, 16 de octubre de 2020

La risa argentina

Por Mariano Dupont



Desde el reír, lo trágico mirado.

Leónidas Lamborghini



Hay una risa que recorre toda la literatura argentina. No está en todos lados, por supuesto, ni en todas las épocas. Hay épocas en las que la risa desaparece, en las que se repliega y se oculta. O se guarda. Por un tiempo. Porque siempre vuelve, la risa. Muchas veces con más fuerza. La risa siempre está, podríamos decir. Aunque no la escuchemos, corre por lo bajo. O al costado. Aparece –como algo en lo que hacer pie, como una boya de la que aferrarse– cuando el contexto lo exige, cuando las cosas se desmadran, cuando la realidad se vuelve loca y la violencia se naturaliza y se hace cotidiana.

La risa estuvo siempre. Aunque todavía tímida, embrionaria, ya es posible escucharla en el comienzo, en el romance de Baltasar Maziel, cuando la literatura, acá, de este lado del Plata, todavía no era literatura argentina. En el “estilo campestre” del “guaso” del sacerdote Maziel, en esos versos que cantan las hazañas de Pedro de Ceballos, ya están delineados, en rasgos generales, no sólo los elementos que van a definir a la poesía gauchesca que se va a escribir a lo largo del siglo xix, sino también las torsiones que conducen a la risa, y, en particular, en nuestro caso, a la risa argentina. Porque la risa, más allá de su nacionalidad, está siempre supeditada a una torsión. Sin torsión –sin literatura, digamos, o mejor: sin literaturización, sin artificio– no hay risa. Me refiero, entiéndase, a la risa que propician las palabras, el uso de las palabras (el lenguaje); a la risa literaria, o sea, la risa que inventa, en el sentido oscarwildeano –las novelas de Balzac inventan el siglo xix, los westerns de John Ford inventan el Far West, etc., etc.–, la literatura. A la risa de papel, llamémosla así. Una risa, esta de papel, que, funcionando como un “ariete”, absorbe la distorsión de la realidad y la devuelve multiplicada (Leónidas Lamborghini); una risa que surge, o sea, de las torsiones que el poeta le inflige al lenguaje en la guerra que sostiene con él. La risa que brota, como un hongo o un yuyo, cuando se escribe “en broma, martirizando un poco el lenguaje” (Eduardo Wilde), absorbiendo “la vida en torno y proyectándola nuevamente fuera, acompañada de música planetaria” (Joyce). Esa música planetaria es, precisamente, la torsión que está detrás de la risa. 

Entonces, en el origen, el romance de Baltasar Maziel, el primer poema gauchesco escrito en el Río de la Plata. Ahí, replegada, in nuce, en la trasposición-invención rudimentaria del habla campestre que va a inaugurar el género, en las torsiones desprolijas que Maziel le hace al lenguaje para crearle una voz al guaso, ya está, agazapada, esperando su momento, la risa argentina. Su momento –el momento inaugural en que la risa va a inscribirse en el papel, en que va a aparecer finalmente, por primera vez, escrita en el Río de la Plata– va a llegar unos cuántos años más tarde, en los cielitos y los diálogos patrióticos de Bartolomé Hidalgo. En la “Relación de las Fiestas Mayas”, en uno de los versos de la relación que el gaucho Ramón Contreras le hace a Jacinto Chano sobre las Fiestas Mayas de Buenos Aires en 1822, tenemos incluso la risa acompañada de la torsión que la origina. En el momento de narrar, a través de Contreras, los pormenores de unas carreras de sortijas que tuvieron lugar en el Paseo del Bajo, escribe Hidalgo: “¡Qué risa y qué boraciar!” (la bastardilla –letrada– es de Hidalgo). Ríe, entonces, Hidalgo. Y Contreras con él. Los términos, en realidad, podrían haber sido dispuestos de otra manera (invertidos): primero el qué boraciar, después el qué risa. Porque es el boraciar –la fanfarronada, la baladronada, la exageración, la payasada, etc.– el que está en el origen de la risa, el que la desata, y no al revés. Pero al oído de Hidalgo –conjeturemos– le sonó mejor así. Y, así, entonces, lo escribió: en modo hýsteron próteron, invirtiendo los términos. Es lo de menos. Boraciar, bolacear, fanfarronear, disparatear: torsiones de la desmesura: uno de los disparadores –de los combustibles– clásicos de la risa. Un viejo recurso que se remonta, por lo menos, hasta Rabelais, maestro de la amplificatio. Tenemos, por otro lado, toda la tradición de la caricatura y el grotesco, que llega hasta Petronio, y que se nutre de ese recurso. Pero no nos desviemos.

A Maziel, dijimos, lo siguió Hidalgo, el oriental Hidalgo. Y a Hidalgo, Hilario Ascasubi, “el primer bardo plebeyo” (Sarmiento), el capo cómico de la poesía gauchesca.1 Con Ascasubi aparece un ingrediente novedoso: lo “joco-tristón”, o “joco-trágico”. La risa acompañando a la tragedia, a la violencia; la risa y la violencia en un acoplamiento monstruoso. O sea: el horroreír, como lo llamó Leónidas Lamborghini un siglo más tarde. Si bien es cierto que en Hidalgo ya estaba bocetada esa risa (“Cielito, cielito que sí,/ hubo tajos que era risa, a uno el lomo le pusieron/ como pliegues de camisa”, dice un cielito de Hidalgo de 1818), es Ascasubi, el gauchipolítico Ascasubi, el de “verso áspero y rima pobrísima” (Lugones), el que la suelta del todo, el que, convirtiéndola en literatura de combate contra la tiranía de Rosas (ese “gaucho embustero”, “desalmao”, “matador sin agüela”), la despliega en toda su ferocidad.

En 1839, se escribe, según parece, “El matadero” (se publicó, como se sabe, en 1871, bajo el cuidado de Juan María Gutiérrez, en la Revista del Río de la Plata), el texto que inaugura, según se ha convenido, la literatura argentina. Cuatro años más tarde, en El gaucho Jacinto Cielo (una de las gacetas que publicaba Ascasubi), aparece por primera vez el poema “Isadora la federala y mazorquera”, cuya versión definitiva se publicará recién en 1853, luego de Caseros, en los Trovos de Paulino Lucero. A diferencia de “El matadero”, en el que la violencia sobrevuela todo el relato pero la vis cómica brilla por su ausencia, en “Isadora”, una relación del embarque, del viaje y del fin trágico de la Arroyera (Isadora) que el gaucho Anastasio el Chileno le hace al gacetero Jacinto Cielo, la risa salpica todo el poema. Después de recorrer el “museo macabro” de Rosas junto a su amiga Manuelita, Isadora, por orden del mismo Rosas, que, al ser visto por ella en algo que hoy llamaríamos un brote psicótico, teme luego que la “ovejona” vaya a pregonar por ahí que él tiene “convulsiones”, es degollada (“como un pato”). Escribe Ascasubi: “Luego [Rosas] pidió una botella/ de bebida, y se arrimó/ a Isadora; la miró,/ y de ahí se sentó sobre ella./ ¡Fría estaba y desangrada!/ pero Rosas, con todo eso,/ se agachó, le pegó un beso,/ y largó un carcajada”. La carcajada diabólica, “satánica”, que Baudelaire, que no leyó a Ascasubi pero sí a Sade y a Poe, en su clásico ensayo sobre la risa de 1855, asocia a la locura y a la “idea de la propia superioridad”, y dice que es “causada por la visión de la desgracia ajena”. La misma “risa tan fiera” que Anastasio el Pollo, en el poema de Estanislao del Campo, dice que el Diablo soltó luego de que Fausto le dijera que, como requisito para entregarle el alma, quería “el corazón todo entero/ de quien me tiene penando”.

Y, por supuesto, “La refalosa” (cuya primera versión apareció, al igual que “Isadora”, en julio de 1843, en El gaucho Jacinto Cielo), la “amenaza de un mazorquero y degollador”, “la pieza maestra del bufo gauchesco” (Leónidas Lamborghini). Con “La refalosa” de Ascasubi podemos decir que la risa argentina termina de adquirir su forma definitiva. Hasta ese momento, lo que hay son ensayos, visteos. Acá, en cambio, tenemos ya la muerte roja: el puñal bien templao y afilao, el quitapenas, atravesando en primer plano las venas del pescuezo del unitario; la sangre brotando por el tajo “que es un gusto/ y del susto”, el revoleo de los ojos, que inspira, como en “Isadora” el cuerpo muerto, el beso del verdugo, la versión criolla del bacio della morte; y luego el momento que da título al poema: la agonía, los chuchos, el chapaleo espasmódico en el charco de sangre. Hasta que espira y es cuereado, el salvajón: “le sacamos/ una lonja que apreciamos/ el sobarla,/ y de manea gastarla”. Una manea de cuero humana, exhibida como trofeo de guerra, como souvenir. Los restos, a los caranchos, o a los chanchos, para que engorden. Y al final, la ironía macabra como remate: “Con que ya ves, Salvajón;/ nadita te va a pasar/ después de hacerte gritar: ¡Viva la Federación!”. No se priva de nada, Ascasubi. Un “canto/ “más triste que un viernes santo”, la refalosa y tin tin (sin violín). Pero al mismo tiempo un divertimento, una joda. Incluso el Presidente, el mismísimo Rosas, larga su carcajada de alegría al oír la “musiquería” que acompaña la chacota. “¡Qué jarana!/ nos reímos de buena gana”, dice en un momento el mazorquero. Y el lector, el lector avisado, avieso, ese que comprende “los canguros implacables de la risa y los piojos audaces de la caricatura” (Lautréamont), ríe también. No, por supuesto, del detalle “realista”, de la minuciosidad del horror, sino de la manera en que ese horror es tratado (como materia literaria, como sujet), en que ese horror es escribido. Es decir: de las torsiones –la música planetaria– que el salvaje unitario Ascasubi le hace al lenguaje.

Con respecto al realismo y a su relación con la risa, una aclaración antes de continuar con el trayecto argentino. El realismo, en general, hay que decirlo, es enemigo de la risa. Con excepción del “realismo delirante” de Alberto Laiseca, el realismo nunca ríe. La risa y el realismo no copulan, se repelen, no se llevan bien. El realismo pertenece a la edad de la razón, de la prudencia; la risa, a la del juego, de la insensatez. Hay, por supuesto, obras realistas en las que en algún momento irrumpe la risa, la carcajada; pero no me refiero a eso. Hablo del realismo como poética del ideal, del realismo en su versión más dependiente, más alcahueta, es decir, del realismo como estética del tedio y de la somnolencia. El realismo, en el mejor de los casos, a lo más que llega es al humor, al chiste, pero nunca a la risa. En su vuelo rasante y amarrete, no llega nunca, el realismo, a “la risa de los dioses” de la que hablaba Nietzsche, o a la risus purus (“la risa de las risas, la risa que se ríe de la risa”) de Beckett. Y mucho menos al riso dell’universo dantesco: la risa celeste, salvífica, que proviene de la consecución de la gloria y la bienaventuranza eternas. En su ensayo, Baudelaire habla de lo “cómico feroz” (o “absoluto”), propio de la risa, y que él veía en el grotesco (“las creaciones fabulosas, los seres cuya razón, cuya legitimación, no proviene del sentido común”), en contraposición a lo “cómico inocente” (u “ordinario” o “significativo”), propio del humor, “una imitación atravesada de una idealidad artística”. “Lo cómico”, escribe, “es, desde el punto de vista artístico, una imitación; lo grotesco, una creación.” Esta distinción que hace Baudelaire entre “lo cómico” y “lo grotesco” es clave para entender de qué estamos hablando: a diferencia del “humorismo”, del humor convencional, costumbrista, pícaro, risueño, etc., la risa nunca está supeditada estéticamente a un ideal. No hay un más allá de la risa al cual la risa, a través de una imitación, de una estilización –más o menos inofensiva, más o menos mordaz–, buscaría asimilarse. La risa es, fundamentalmente, una creación, y como tal, un desenmascaramiento, una violenta desidealización, un crudo e incómodo pasaje “del mundo ideal al mundo real”; pasaje riquísimo en posibilidades, según Victor Hugo, ya que permite desarrollar “inagotables parodias de la humanidad”. Y en esa autosuficiencia, en esa autonomía desidealizada de la risa, reside, precisamente, su poder de fuego. Bataille, por su lado, siguiendo indudablemente a Baudelaire –que, a su vez, seguía a Hugo–, distinguía, así, entre risa “mayor” y risa “menor”. Y hablaba, también, de la figura del “místico de la alegría”, aquel que, frente a la muerte, no llora ni se acongoja, sino que permanece en “estado de hilaridad” y “hace de su agonía una alegría capaz de helar la sangre de quienes la encuentran”. “Sólo me regocijo”, le escribe Céline en una carta a Léon Daudet, “en lo grotesco en los confines de la muerte”. Los pedos ruidosos de Barbariccia en el Octavo círculo del Infierno, por ejemplo. El regocijo kafkiano, también, de “morir la muerte del que se muere”. Esa risa mayor que, en el medio de muerte, de la agonía, de la desgracia, es capaz de “helar la sangre” de quienes la escuchan es, justamente, la risa argentina.

Ciento tres años más tarde de la publicación de “La refalosa”, en 1947, Borges y Bioy Casares, inspirándose en el asesinato de Aarón Salmún Feijóo, un chico judío de 19 años, estudiante de Ciencias Exactas, que en octubre de 1945 había sido asesinado de un disparo en la boca por una patota de la Alianza Libertadora Nacionalista al negarse a gritar “¡Viva Perón!”, escriben su refalosa antiperonista: “La fiesta del monstruo”, uno de los relatos más salvajes –más cómicamente salvajes– de la literatura argentina.2 En la ficción, Salmún Feijóo es, en la voz del narrador, el “rusovita”, el “sinagoga”, “un miserable cuatro ojos, sin la musculatura del deportivo”, que se le presenta a la horda, ahí, azarosamente, como el unitario cajetilla a la chusma de “El matadero”, en la mitad del jolgorio. El Nene Tonelada, uno de los personajes del relato, le pide al muchacho “un cachito más de respeto de la opinión ajena” y que salude a “la figura del Monstruo”. “El otro contestó con el despropósito que él también tenía su opinión.” Y ahí, en lugar de dispararle, como a Salmún Feijóo, con el Colt, con el “bufoso”, lo “arrempujan” al terreno baldío y lo lapidan. Así nomás. Al igual que Ascasubi, Bustos Domecq no se anda con remilgos, no escamotea detalle: “El primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó las encías y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté una oreja y ya perdí la cuenta de los impactos, porque el bombardeo era masivo.” Acá, también, como en “La refalosa”, los asesinos se ríen de buena gana: “Fue desopilante”, sigue el narrador, “el jude se puso de rodillas y miró al cielo y rezó como ausente en su media lengua. (…) Te lo juro, Nelly, pusimos el cadáver hecho una lástima. Luego Morpurgo, para que los muchachos se rieran, me hizo clavar la cortaplumita en lo que hacia las veces de cara.” Por un lado, “La fiesta del monstruo” es la fiesta de la barbarie peronista, de la “fratellanza”, de “la merza hilarante”, de los chistes que “al escucharlos vos con la boca abierta vendrás de gelatina con la risa”. Pero, por otro –y fundamentalmente–, es la fiesta del lenguaje, de las palabras, de las posibilidades de sus combinatorias; una fiesta monstruosa, grotesca, hiperbarroca, en la que las torsiones –neologismos, barbarismos, italianismos, lunfardismos, solecismos, etc.– componen todo a lo largo del relato una suerte de argot babélico sofisticadísimo, hipertrofiado, que, para colmo de males, es salpicado cada dos por tres por una infinidad de marcas comerciales que, más que señalamientos de clase, funcionan como significantes meramente sonoros, como cómicos leitmotivs. “Música”, entonces, “que hace reír” (otra vez Joyce), pero que, por momentos, por la sobresaturación de las referencias, de las resonancias, por la complicidad del entre nos, se vuelve completamente opaca, imposible de descifrar. En suma, por si todavía hace falta decirlo: un relato maldito, extraordinario, no apto para la beatería ideológica, que, a pesar de décadas de intentos, todavía no lo pudo leer.

No deja de ser curioso que, en 1974, Borges, “cisne tenebroso y singular”, co-autor no solo de unos de los relatos más crueles de la literatura argentina sino también admirador de Poe, de Ascasubi, de Kafka, de William Beckford, en el prefacio a una antología francesa de cuentos de su amiga Silvina Ocampo, escribiera lo siguiente: “Hay un rasgo que no he llegado a comprender: su extraño amor por cierta crueldad inocente u oblicua”. Extraño –excéntrico– amor, extraña preferencia de la menor de las Ocampo por cierto tipo de crueldad literaria: la inocente u oblicua. Nada que ver, ya lo dijimos, con la crueldad sentimental, efectista, del realismo. La crueldad de los relatos de Silvina Ocampo es desmantelada por la risa, por “el redoble de las malditas carcajadas”. En “Las fotografías”, un relato reunido en La furia (1959), Adriana, una niña paralítica, cumple años. Sentada en el patio de la casa en una silla de mimbre, rodeada de los invitados, vestida con “una falda muy amplia, de organdí blanco, con un viso almidonado”, debajo de la cual asoman “unos botines ortopédicos de cuero”, posa, Adriana, estoicamente, con un “abanico rosado en la mano”, para una serie de retratos familiares que le toma Spirito, el fotógrafo. Hace calor, está pesado. En un momento, dos hombres la levantan en la silla de mimbre y la trasladan al dormitorio del abuelo para sacarle más fotos. La caricatura, la sátira, se empieza a espesar. A Adriana, en la habitación llena de gente, le falta el aire, se ahoga, suda, hace muecas. Siguen las fotografías. Spirito, el “pobre Spirito”, ordena, dispone, amenaza. Adriana se queja, parece que pide un vaso de agua, pero está tan agitada que no le salen las palabras. Dos hombres la vuelven a levantar en la silla y la trasladan al patio. A esta altura Adriana ya está a punto de desmayarse. Se destapan las botellas de sidra, se cortan las tortas. Cuando están a punto de brindar por la salud de Adriana, los presentes advierten que está dormida. “La cabeza colgaba de su cuello como un melón”, dice la narradora (o el narrador: su sexo se ignora). La risa en el detalle, como en Kafka. Humberta, “la desgraciada de Humberta”, “ese pájaro de mal agüero”, se acerca y, zamarreándola de un brazo, le grita: “Estás helada”, y enseguida, para los demás: “Está muerta”. Algunos creen que se trata de una broma, y dicen: “Como para no estar muerta con este día”. Otros, disimuladamente, aprovechando el desconcierto, guardan “trozos de torta estrujada y sin merengue en el bolsillo”. El relato termina con unas exclamaciones irónicas. En “El vestido de terciopelo”, otro relato de La furia, la “tortura” de probarse un vestido, que finalmente conduce a la muerte de la señora Cornelia Catalpina, aparece punteada, al igual que en “La refalosa” de Ascasubi, por la risa, en este caso, de la ayudante de la modista, la niña que oficia de narradora. “¡Qué risa!”, dice cada dos por tres, casi siempre gratuitamente, porque sí, sin ningún motivo. En el relato “La oración”, también de La furia, Laura, la protagonista, una maestra de piano, le reza a Dios y le confiesa cosas. Le dice, por ejemplo, que conoció a un albañil, Anselmo, con el que coquetea con algo de culpa porque está casada. En un momento, le cuenta a Dios (está en la iglesia) que, en una calle de tierra, camino a la casa de una de sus alumnas, vio, en el borde de un zanjón, a un grupo cinco de niños jugando. Los ve, dice Laura, “como si se tratara de niños irreales”. La escena transcurre como “en el cinematógrafo”. Es una pesadilla de papel en la que todo se enrarece, incluso el tiempo. Como en Alicia de Carroll, no hay mucho por hacer. Solo queda observar, dejarse llevar. Dos de los niños riñen por la posesión de un barrilete. Uno toma al otro del cuello y le sumerge la cabeza en la zanja. “Algunas burbujas”, refiere Laura, “aparecieron en el agua barrosa, como cuando sumergimos una botella y hace glu glu glu. Sin soltar la cabeza, el niño seguía aferrado a su presa, que ya no tenía fuerza para defenderse. Los compañeros de juego aplaudían.” La onomatopeya, los aplausos infantiles, otra vez los detalles. Al igual que las carcajadas de Hugh Tarpaulin en “El Rey Peste” de Poe, “tan agudas, sonoras y estrepitosas como fuera de lugar y descomedidas”, las de Silvina Ocampo, si bien más delicadas, más finas, no tan estridentes, son, también, siempre inoportunas, intempestivas.

En 1960, en la revista Ficción, aparece por primera vez “La fiesta de los enanos”, de Juan R. Wilcock, uno de los relatos emblemáticos de la risa argentina, reunido luego en El caos (1974). Présule y Anfio, dos enanos, “eunucos desde la primera infancia” y, por lo tanto, “libres de preocupaciones carnales”, viven en un caserón junto a Güendolina Marín, una viuda que los adoptó tiempo atrás, luego de la muerte de su marido. La vida de los enanos en la casa de Güendolina es un dolce far niente: cuando no están durmiendo o tomando sol en el jardincito del fondo o comiendo su manjar preferido –las sardinas y anchoas enlatadas, por las que sienten “una pasión casi irracional”–, conversan con Güendolina en su dormitorio, le cuentan historias (se distinguen, los enanos, “por el eclecticismo de su conversación”), hacen sesiones de espiritismo, le amenizan las noches a la viuda. Esa vida apacible, sin embargo, se interrumpe un día con la llegada desde Catamarca de Raúl, sobrino de Güendolina. Raúl tiene catorce años, es bueno, obediente, pasa los días encerrado en la habitación de servicio, leyendo cuadernitos “con figuras de ratones y gatos y otros animales que realizaban rápidos viajes siderales”. Poco a poco, Raúl empieza a conquistar a Güendolina, acapara todas sus atenciones, hasta que, un día, se convierte en su amante. Présule y Anfio estallan de celos y desprecio por “ese marciano negruzco descendido de las fabulosas provincias del norte con la clara intención de perturbar el orden público de la sedante, ilustre y aristocrática capital”, y elaboran una venganza, un plan para matarlo. Después de un intento fallido de envenenarlo, entran en su habitación cuando Raúl se encuentra dormido, lo atan a la cama y lo someten a las peores sevicias: “Atado de pies y manos, Raúl se sacudía espasmódicamente, mientras el otro enano, armado de punzón, se esforzaba por extraerle el menisco de la rodilla derecha; aunque todos sus esfuerzos en este sentido habrían sido vanos, si Présule no lo hubiera ayudado con el cuchillo de caza. No sabiendo qué hacer con el menisco ensangrentado, se lo metieron en la boca, para que no gritara tanto”. Sí: una auténtica exhibición de atrocidades. Un sadismo desmadrado, artístico (“también a él la sangre lo excitaba estéticamente”, dice el narrador sobre uno de los enanos), que, como el de los textos de Osvaldo Lamborghini, de Alberto Laiseca o de Héctor Murena, se revela por momentos inequívocamente fruitivo, jubiloso. El narrador que, en su “laboratorio peligroso” (Maurice Dantec), goza y ríe con las torturas que algunas de sus criaturas les infligen a otras de sus criaturas. El escritor como un niño perverso que disfruta maltratando a su muñeco recurriendo a otro muñeco. Y la escritura, entonces, ya no como “terapia”, sino como teratología. O patografía (Héctor Libertella). Una catarsis, también, pero de sentido inverso, ya que, a diferencia de la catarsis que, con sus horrores, buscaba producir la tragedia griega, no está orientada al espectador sino al mismo creador de los horrores, que, a través del papel, de la virtualidad del papel, puede así sublimar sus impulsos y sus pasiones irracionales (sus delirios).

En La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, de Alejandra Pizarnik, un texto publicado póstumamente en las Obras completas, escrito aparentemente, al menos así está fechado, en 1970-1971, la risa no viene, esta vez, por el lado de la representación de la violencia, del tratamiento antirrealista, distanciado, literario, de la violencia, sino a partir del nonsense, de las torsiones –los disloques, las aglutinaciones, los rebotes, los contagios, las carambolas, etc.– que Pizarnik, en clave “niña precoz y procaz”, “mallarmeándose de risa”, se permite, en la intimidad de sus cuadernos, sin la vigilancia censora de sus “lectores hinchas”, hacerle al lenguaje. “–Doctorchu, del dichu al hechu hay mucho trechu. Acá no entendemos tanta cosa. Y sobre todo ¿qué van a decir los lectores? / –Pedrito se caga en los lectores.” Y Pizarnik también. Un pseudorrelato disparatado, compuesto de una serie de diálogos satíricos imposibles, saturados de referencias literarias y culturales, de frases hechas, de líneas fácilmente reconocibles de marchas o canciones populares, de refranes, todo parodiado, ridiculizado, “ideas absurdas en el molde de frases consagradas” (Bergson): “Sea el pajero de su propio desatino”, “Homogenual, ¡qué grande sos! / Mi Co Panel, / ¡cuánto cosés! / Merdón, Merdón, / Merdón, Merdón / para pa pá / pá pá pá pá”, “la lavandera que Belgrado encanutó”. El viejo y siempre eficaz truco de la escritura automática de los surrealistas, en el que una sílaba va llevando a la otra, ahora en manos de “la hermosa autómata”. “La lengua”, dice por ahí, “revela lo que el corazón ignora, lo que el culo esconde.” El lenguaje drogado, psicotizado, sin corset. Para leer La bucanera de Pernambuco hay que dejarse llevar, en primer lugar, por el loco vaivén de los “soniditos” (esos soniditos que odiaba Macedonio Fernández), y en segundo, por la “risanta” que recorre el texto de cabo a rabo. “Más vale pájaro en mano que en culo”, dice el texto en un momento, lamborghinianamente. Una Pizarnik, o sea, alejadísima del imaginario patético del “ángel harapiento” y de la “pequeña huérfana”, de la Alejandra poetisa de tertulia, autora de los “haikus” plañideros de Árbol de Diana o Los trabajos y las noches.

En Eisejuaz (1971), la obra maestra de Sara Gallardo, el paisaje de la novela se dibuja a partir de los balbuceos esquizoides de un indio mataco. Tenemos, acá, como pedía Deleuze, al escritor como “tartamudo de la lengua”, como aquel que “hace tartamudear a la lengua como tal”. Algunos subrayados: “Che amigo, che, sosteneme, che, no veo, che, adiós”, “Caminá. Vos. Caminá. Caminá. Vos, caminá, Paqui”, “Eh, eh, eh. Digan. Eh, eh, eh”. Todo sale de ahí, en la novela, de ese idioma roto, devastado, que parece, al ser hablado (y escrito, claro, por Gallardo), como dice Paqui, uno de los personajes, “la tos de los enfermos”. Nuevamente, entonces, la patografía, la escritura registrando la enfermedad (de la voz). “Vos no hablás castellano”, le dice Paqui a Eisejuaz, “No te acuso, pensando que has nacido entre las fieras del monte.” Eisejuaz nació en el monte, entre las fieras, y habla esa lengua “tosida”, anómala, compuesta a partir de un mestizaje bellísimo en el que intervienen, por un lado, los giros y modismos del habla de los indios del Norte argentino y, por otro, construcciones y elementos propiamente literarios (hiperliterarios), cuyo origen remite, entre a otras cosas, a la orfebrería conceptista del Siglo de Oro español. Nada que ver con el indigenismo, por supuesto. Y mucho menos con el “denuncialismo”, con el kitsch paternalista de “darles voz a los que no tienen voz”. En las antípodas de esa servidumbre. Pura creación (Baudelaire). Torsiones, o sea, una vez más: hipérbatos, anástrofes, pleonasmos, elisiones y otras figuras de la dicción proliferan a lo largo de las doscientas y pico de páginas de la novela, destruyendo constantemente la función comunicativa y la “normalidad” sintáctica de los enunciados. Y a la par de esas torsiones, la risa. Que aparece de entrada, justamente, ya en las primeras páginas tenemos la risa: “Así que alzó el bastón [el jefe] y rompió un brazo de la mujer que había pegado a mi madre: una parte del hueso salía por abajo y la otra apuntaba por arriba. Todas las mujeres empezaron a llorar y a gritar, y dos que eran viejas buscaron cómo arreglar el brazo roto. ‘¡Quiere verte muerto! –gritó la mujer–. ¡Quiere que el hijo sea jefe!’ Quedó como muerta. Cric, cric, hacia el brazo”. Nuevamente, la risa en la onomatopeya, en el detalle, en las menudencias del lenguaje. La risa sutil, a medio terminar, algo vergonzosa. Y un poco más adelante: “El dentista comía demasiado. Fue y comió. Mezcló las bebidas y las comidas, llegó a su casa y se murió. Su mujer fue a dormir, lo encontró muerto, gritó. La mujer era de los turcos, de los ricos. Gritó: ‘¿Quién me lo devolverá ahora?’ Lo llevaron a enterrar en la bruta calor. El hermano de la señora se murió en el camino, con el traje negro, en la bruta calor”. La comida, la muerte, el traje negro, la bruta calor, la muerte otra vez: ecos de la risa desubicada de Silvina Ocampo. En otra sintaxis. Pero hay un momento en que, como en “La refalosa” o “La fiesta del monstruo”, aparece el sadismo y la risa es escrita, se libera, “se desgrana como las cuentas de un collar”. Habla el Paqui: “No sabés quién es este que vive en tu casa, cuánto ha vivido, qué aventuras corrió. En el puerto de Rosario este que ves subió a un barco para divertirse con los oficiales. Allí subieron mujeres; nunca te imaginarás. Allí atamos a una, dejame que me ría, la sujetamos entre todos, nunca te imaginarás. Con una vela encendida, dejame que me ría, dejame que me muera de risa, no pudo trabajar por meses. Ay, que me enfermo. A veces me enfermo de risa”. Enfermarse de risa. La risa como una enfermedad contagiosa de la voz que debe ser escrita.

Entre 1969 y 1971, Héctor Murena publica su segundo ciclo de novelas, “El sueño de la razón”, compuesto por Epitalámica, Polispuercón y Caína muerte. En 1976, un año después de su muerte, la editorial venezolana Monte Ávila edita Folisofía, novela inconclusa que, a pesar de su peculiar deformidad lingüística –deformidad que la distingue de las tres anteriores y que la vuelve, incluso dentro del panorama de la literatura argentina escrita a lo largo de todo el siglo xx, absolutamente única–, había sido pensada por Murena como parte del ciclo del “Sueño”. (Al menos eso es lo que se dice.)3 Ese ciclo que, fiel a la exhortación de Maldoror en uno de sus Cantos (“¡Reíd, pero llorad al mismo tiempo!”), “es, tras sus carcajadas, triste y espiritual”. Lo dijo el mismo Murena, en una entrevista a la revista Panorama, en 1970. En esa entrevista dio, también, las claves del origen de “El sueño de la razón”: “Le diré solo que tenía una señora de la que estaba enamorado en forma absoluta. Hubiera hecho –tal vez hice– cualquier cosa por ella. Un día la vi bajo no sé qué luz y me desilusioné. Y empecé a tratarla mal, como simple medio. Aconteció que nuestros amores nunca fueron tan libres y dichosos como desde entonces. Esa señora es la literatura.” Amores libres, dichosos. Y luego la progenie: el anacronismo deliberado del descolocado Murena. Contrariar su tiempo, su época, ir a contrapelo de su generación (a la que nunca perteneció): la pasión ultranihilista de Murena, el “exiliado de la multitud”. Y, por supuesto: indignar, molestar, hacerse odiar por toda la raza humana (como quería Baudelaire). Escribir “libros que provoquen espanto”. El todavía hoy –a casi medio siglo de su muerte– indigerible Murena. En Folisofía, exaspera su desacato y lo concentra, digamos, en el corazón mismo del lenguaje, desarmando y rearmando sus partes para hacerlo sonar como un instrumento nuevo, distinto, como otra cosa. Ya había empezado a hacer eso, sí, en las novelas anteriores del ciclo, sobre todo en Caína muerte, con la historia de “Conchita, la Máquina de Narrar”. Pero acá ya todo es dado vuelta, toda la novela es un imposible tour de force, una pirotecnia de malabarismos del lenguaje. Pura literatura, puro artificio. “Un lenguaje que se destruye a sí mismo.” O si no: “Un lenguaje que se burla del lenguaje”. Parodia de parodias, risa de risas. Una auténtica lingua nova, macarrónica, arcaizada; una suerte de protocastellano en el que la sintaxis y las dicciones del Cid o del Libro de Buen Amor son mestizadas con latinajos, italianismos, argentinismos, lunfardismos, etc. Un barroquismo loco, satírico, que reenvía a Los Caprichos de Goya y a las bellas monstruosidades del Bosco. Y también a Rabelais, claro. Una picaresca negra, esperpéntica, para terminar, en la que la realidad es deformada en un espejo cóncavo y las sevicias –un eco (una creación) de las sevicias infligidas al lenguaje– adquieren tintes inquisitoriales: “Puesoque la sillica en que bosca que me asiente”, nos dice, en su lengua, Dagoberto, el protagonista, “tiene por asiento mil calavos que lucen harto afilados. E pergóntame el señor si non lo obedeciere e hacelo con voz de toromenta que me asosta. E agora asiéntome témidamente, asosteniéndome con las manos en los suelos, que quedo con las rodillas muy altas, uguale que cuando voy a cacare la caca. Más el señor aciércaseme e písame mucho las manos hasta que las saco e por la pesantor del coerpo de la esestensia calávanseme los calavos e crido e crido. Tranquelamente pergóntame el homme si sogro e crídole que sí. E aírase dello e crídame que non abastante, que non ve correr la sangare. Con lo que burutalmente apóyame las sus manos en la cabeza e hóndem sobre los calavos, que los siento ya entonce rajuñándome el estógamo”. Y casi enseguida, en la página siguiente: “metíame en el ojiero del culo la boquilla de un trombone, su estrumento músico priferido, e estrojándome la estógamo e manejando los pistones del estrumento, tocaba las melodías románticas que gostaba”. Todo así. Una auténtica “locura del aloquecimiento”. La risa última de Murena. Las últimas carcajadas de Murena en los confines de la muerte.

La obra de Rául Damonte (Copi) está atravesada de punta a punta por la risa. En 1977, en Francia, se publica Le bal des folles (El baile de las locas), una de sus obras maestras (tiene varias). La elijo entre todas porque acá, nuevamente, aparece el tema de las sevicias. El tema de las sevicias, como vimos, es una constante de la risa argentina. Pero en los años 70, los llamados “años de plomo”, el tema aparece casi de forma programática, como una obsesión, en muchos escritores argentinos. Sí, esta obviedad, repetida mil veces por la escritura monográfica: la violencia política y el terrorismo de Estado como telones de fondo, y entonces la risa, como dije al comienzo, como algo en lo que hacer pie, como un modo de conjurar la distorsión, la locura, “absorbiéndola y devolviéndola multiplicada”. Pero hay algo más. Es como si, en los 70, la literatura argentina, después de los antecedentes que se remontan a la gauchesca de combate de Ascasubi, hubiera redescubierto, dentro de un contexto que sin dudas colaboraba, el poder de ese truco, de esa vieja veta literaria: la de la risa y la violencia trabajando juntas. Algo –un pasaje obligado, un must– que va a continuar aproximadamente hasta fines de los ochenta, hasta la edición de Ediciones del Serbal de Novelas y cuentos de Osvaldo Lamborghini, para luego de a poco ir perdiendo su prestigio, permaneciendo aquí y allá, únicamente, como una excentricidad inofensiva –“graciosa”, “loca”, “zarpada”–, celebrada sobre todo por las nuevas camadas de la clerecía biempensante, en la obra de algunos autores muy puntuales. Volviendo a El baile de las locas, esta novela es perfecta para entender el funcionamiento del “método” Copi. “Un catálogo de momentos y una mecánica de las transformaciones”, como dice César Aira en su libro ya clásico. De lo que no habla Aira en su libro es de la risa de Copi. Y de cómo la risa, en este, así como en otros de sus libros, se conjuga muchas veces con la violencia y el sadismo. Un ejemplo al pasar las páginas. Capítulo viii, 33 Rue de Trois Portes. Copi-Damonte, protagonista de la novela, llega al departamento de él/la pelirrojo/a Jean-Marie (Copi fue, como se sabe, pionero en este nuevo asunto de la vaguedad-mutación de las identidades sexuales). Copi tiene que matar a Jean-Marie –es lo que ella, Jean-Marie quiere–, para eso lo ha llevado a Copi a su departamento. Jean-Marie saca una jeringa de la heladera y le pregunta a Copi si quiere un pico de heroína antes de matarla. Copi no se niega, tiene miedo de que Jean-Marie lo denuncie a la policía. “Me hace pasar a otra habitación que yo no había descubierto”, dice Copi, el narrador, “la entrada está oculta por un tapiz marroquí, hay una mesa grande de cocina en el medio, alrededor aparatos de tortura uno más complicado que el otro, una jaula con hámsteres. Se levanta el pantalón, me muestra su pierna: comprendo por qué renguea, la pierna está atravesada de agujas de tejer. Me alcanza una navaja, me pide que se la hunda en la pantorrilla, lo hago, aúlla de placer, se acuesta sobre la tabla de la cocina, me pide que le meta un garrote a la altura del muslo y que le serruche la rodilla. No me atrevo, tiemblo. Tomá anfetaminas, me dice. Trago un puñado. Contame cómo mataste a la vieja, me suplica. Invento: meé sobre ella, primero le mordí la yugular. Hundo el cuchillo en la rodilla, le separo la rótula, aúlla de placer. ¡Cortame la panza, grita, haceme una cesárea! Caliento al rojo vivo un cuchillo de cocina, y mientras se calienta voy a buscar un hámster y se lo enchufo en el culo, se contorsiona, voy a buscar un hacha, le corto el pie, me encarnizo con la tibia, grita fuertísimo, le meto una toalla embebida en sangre en la boca, el cuchillo ya está al rojo, se lo hundo en el ombligo, desciendo escarbando los intestinos, hago estallar la vesícula, la orina se mezcla con la sangre y los excrementos, hundo la mano, algo se mueve, es el hámster aún con vida, lo agarro, se retuerce, larga unos chillidos de pájaro, los otros hámsteres en la jaula lo imitan, le muerdo el cuello hasta que deja de gritar. El pelirrojo Jean-Marie todavía respira. Le rompo el cráneo con un golpe de hacha” (la traducción es mía). Copi, sin dudas, hubiera hecho suya esa frase de Leónidas Lamborghini, dicha al final de una entrevista aparecida Los Inrockuptibles en 2008: “A mí me dicta el hijo de puta que tengo adentro, y escribo.”

Desde 1976, año de publicación de su primera novela, Su turno para morir, hasta La puerta del viento, su extraordinaria novelita sobre Vietnam, Alberto Laiseca no dejó nunca de reír. Sería imposible relevar todos los fragmentos en los que aparece la risa en la literatura de Laiseca porque la risa es consustancial a la literatura de Laiseca, es el tótem en torno al cual gira su poética. Libros, así, los de Laiseca, excedidos, desmesurados, rabelaisianos, salidos desaforadamente de cauce (“lo que no es exagerado no vive”), en los que la risa –invadiéndolo todo, como un perfume– se cuela como un chiflete por los intersticios que va dejando la trama del relato. Libros solitarios, también, replegados en sí mismos, en sus propios y singulares sistemas de referencias, en sus “cosmogonías” disparatadas, absurdas, pertinaces; libros, también, cuyos vínculos con la tradición argentina, a diferencia de los de la mayoría de sus contemporáneos, son casi inexistentes. O excepcionales. Como su admiración por Invitación a la masacre, de Marcelo Fox. Entonces: un obstinado y sostenido ejercicio de la soledad, el de Laiseca. Y de la libertad. Apuntalado en la estrategia siempre eficaz del delirio. Porque “sólo el delirio nos hará libres”, como dice uno de los personajes de Aventuras de un novelista atonal (1982). Si algo nos dan a entender las novelas y los relatos de Laiseca es que, en el mundo de la ficción, del artificio, del papel, todo vale. Incluida la risa más horrible, más espantosa, más difícil. Como la de este fragmento al final de Aventuras: “Grotesco de Montfort Bruillon, que había quedado separado del grueso del ejército a causa de una escaramuza, fue a parar a un poblado donde sólo quedaban algunas mujeres harapientas. Las rusas al verlo, con los ojos encendidos con la fiebre y todo el delirio de la peste, lo reconocieron en el acto pese a no haberlo contemplado jamás. Se arrojaron sobre él sin hacer caso de los débiles golpes de espada que daba su reducida escolta –compuesta por Godofredo y otros dos–, a la cual destrozaron. Luego de tenerlo bien sujeto y desnudo se lo fueron comiendo crudo, arrancándole pedazos con las uñas y la ayuda de vidrios y cuchillos. Profiriendo aullidos le arrancaron ávidamente los genitales, los ojos, le cortaron las manos, le abrieron el vientre y, a medida que iban sacando metros de intestino, devoraban todo ello con fruición, sin hacer caso de los gritos y contracciones enloquecidas del hombre, que también tenía los primeros signos de la plaga”. “¡Cuidado que puedo hacer reír!”, escribió Céline. Porque la risa, en ciertos casos, puede ser peligrosa. Como en Laiseca, que muchas veces la utiliza como un arma. O como un golpe letal de kung-fu. La excusa para usarla es múltiple: detrás, en el origen de esa risa-literatura, un vago a priori, puntos de partida, referentes reales, saberes –la Historia, la filosofía, las matemáticas, la economía, la astrología, la magia, la literatura clase B: la máquina Laiseca lo procesa todo, no le hace asco a nada– en torno a los cuales los libros, irresponsablemente, juguetean y desvarían. Olvidando, inventándolo todo. La realidad, en sí misma, no interesa, carece de valor. O en todo caso, interesa en la medida en que, como un barro o una plastilina, puede ser moldeada, transformada, delirada; en la medida en que sus componentes, sus materiales, pueden ser subvertidos, parodiados, retorcidos y pulverizados hasta volverlos inverosímiles, irrisorios, grotescos y, paradójicamente, como en Kafka, mucho más reales.

Sin dejar cierto aristocratismo, “la idea de la propia superioridad” que Baudelaire asociaba a la risa (“¡orgullo y aberración!”), Leónidas Lamborghini es el primero que saca a la risa de la tradición liberal. Hasta ese momento –1955– la risa había sido exclusivamente unitaria, antirrosista y, por supuesto, antiperonista. Con Leónidas la cosa cambia. El compendio de la historia es más o menos este: la toma prestada de ahí, a la risa, de la tradición liberal, de los poetas gauchescos –de Ascasubi, de Del Campo, de Hernández–, la mezcla, como un aprendiz de brujo, con otras risas –la de Baudelaire, la de Lewis Carroll, la de Joyce, etc.–, la convierte en lo que llamó, al principio, “la risa negra” y, más tarde, “la risa canalla”, la usa a lo largo de medio siglo y, en el camino, le elabora una teoría y la comparte, como un Prometeo moderno, generoso, con su hermano Osvaldo, el pequeño monstruo. Así las cosas. Al principio, sí, la libertad. La libertad es todo en Leónidas; y también en Osvaldo, claro. De Osvaldo quiero hablar ahora. Del Osvaldo tardío, “maduro”, si es posible hablar de un Osvaldo maduro. El Osvaldo de La causa justa y El Pibe Barulo (Barcelona, 1983). Me parece que esos dos textos –junto con Tadeys– condensan mejor que ninguno de los otros la poética de la risa en Osvaldo Lamborghini. De lo que tratan ambos, como escribió Luis Thonis, es de la guerra de las cosas y las causas muertas. Esa guerra que en la Argentina –“la llanura de los chistes” (casi siempre malos, agrego), “una especie de paraíso, complicadísimo, del equívoco juguetón”– se reactiva cíclicamente, en esa suerte de eterno retorno de la pesadilla joco-trágica de la Historia de la que no es posible despertar. Por un lado, en la pesadilla (que anticipa El fiord): “No seremos nunca carne bolchevique”, y por el otro, “Dos, tres Vietnam”. “O Perón es revolución.” La izquierda y la derecha unidas: jamás serán vencidas. Como lo sabe cualquiera. Menos los culones, para decirlo en el “lenguaje arcaico” de Noel Gasparparini. Tenemos, a ver, entonces, al comienzo, “la biblioteca inembargable de un linotipista erudito”. Y a continuación, en ambos textos, con leves variaciones, la etopeya del culón, del nalgudo, del “me da lo mismo”, del “grueso de atrás”. Que encarna en la figura de Nal, el protagonista de “una historia que a veces es capaz de dejar de serlo”, más tarde Pibe Barulo, Gordo llorón, Olla Popular, Roberto Arnaldo Gasparparini y finalmente, según Barto, “boludo de órdago”. Nal “nació culón y el Destino no perdona”. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los culones, no es, Nal, un “me da lo mismo”. Este dato es clave, fundamental, y muchas veces se pasa por alto. Ha padecido, Nal, de niño, “las angustias y los tóxicos del sufrimiento perpetuo”. Y eso de algún modo lo salva del nihilismo ambiente. De hecho, en un momento de El Pibe Barulo, enfurecido, “como un energúmeno”, aúlla: “¡Así son, así son, cualquier palabra les da lo mismo!”. A continuación, confirmando que es así, que la razón está del lado de Nal, “joven semiólogo”, su hermano Noel “le pega un sopapo que lo deja viendo visiones”. Como en toda su obra-experiencia (“Yo no hice una obra, hice/ una experiencia, experience”, escribe “desde el descrédito” el poeta Osvaldo en “La divertidísima canción del diantre”), las palabras traen otras palabras, “la casualidad trae la casualidad”, de El fiord en adelante. Es sabido: jamás se abolirá el azar. Y eso, precisamente, ese asunto de atraerse azarosamente las palabras, de imantarse entre ellas, es lo que desencadena, en estos textos, la tragedia. La historia es conocida, al menos para los lectores de Lamborghini: el partido Casados vs. Solteros en el que los casados pierden 6 a 1, el tercer tiempo, las pioladas y las bromas, los campeones del “vinacho” en pleno show. Y luego el chiste que Heredia le hace a Mancini, “un simple chiste” –“te quiero tanto, que te lo juro por mi madre te chuparía la pija si fuera puto”–, que el japonés Tokuro, “un fanático de la verdad”, malentiende. Tokuro pide que se cumpla palabra. Jansky, un joven ingeniero de origen polaco, interviene. Pelean. Tokuro le aplica varios puñetazos en la garganta –“quizá demasiados”– y Jansky muere en el acto. La situación se vuelve complicadísima en la sala de duchas. Pero Tokuro no afloja. Finalmente, la Palabra incumplida es cumplida y se realiza “el acto indigno”: Heredia le chupa la pija a Mancini. El Gerente General de la empresa ríe a carcajadas, lagrimea de risa. Del horror a la risa –y viceversa– en un cerrar y abrir de ojos. ¡Complicadísimo! “En llanura inmensa” abrir la boca pude llevar a “fatal equívoco”, reflexiona luego Tokuro. El chiste es peligroso porque termina con muertos; en “país llanura” un chiste, de la nada, puede convertirse rápidamente “en enredo, deshonor, traicionera violencia”. Al final, el seppuku ceremonial de Tokuro con “un cuchillo para asados”. En El Pibe Barulo, el chiste nuevamente provoca la tragedia. En un bar de la calle Talcahuano, un nalgudo, amigo del mozo, le hace “un chiste tonto y grosero, como los que estilaban entre ellos”. El mozo le retruca: “Pero cállate, gordo puto”. “El culón se paró y le vació un cargador completo de un calibre 45 en el pecho de su amigo, el mozo.” El azar hizo que se juntaran esas dos palabras, gordo y puto, “con resultados fatales”. Un par de páginas más adelante, Gabriel Alberto Walters, alias Búfalo Bill, que “esa noche estaba más boludo que nunca”, le pregunta al árabe, a la Odalisca, “si Mahoma, solo para aprovechar la rima, tiraba bien de la goma. “El árabe se transformó. Le pegó una cachetada terrible, que lo derrumbó sobre el diván”. A continuación, toca unas campanitas y aparecen otros dos árabes vestidos de occidentales que empiezan “a trabajarle los dos brazos. Conocían el oficio y les fue fácil cumplir un deber que cumplían tan bien”. La literatura, una vez más, como un reloj que adelanta. Y la risa, sobre todo la risa, resonando en todos lados, en cada palabra, en cada sílaba, como un “hálito redentor”.


(1) No es, este, como se verá, un recorrido minucioso ni exhaustivo por la risa argentina, sino un recorte grueso y, por supuesto, muy arbitrario.

(2) De 1947 a 1955, año de la publicación en el semanario uruguayo Marcha, el relato circuló en forma de samizdat.

(3) El ciclo, aparentemente, se iba a completar con tres novelas más.