"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

sábado, 18 de agosto de 2012

David Markson, la soledad absoluta

Por Ignacio Delgado

Hacia el fin de su vida, Flaubert escribió en una de sus admirables cartas, a su amigo Turgueniev, una frase muy corta que querría ubicar al inicio de mis reflexiones, porque las resume muy bien: “Siempre traté de vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpea sus muros, hasta derrumbarlos”. Estos son los dos polos de la situación: por un lado “la torre de marfil”, por el otro “la marea de mierda”.
Simon Leys


La soledad de David Markson es una soledad absoluta y empieza con algo que parece evidente pero que ya no lo es tanto: La soledad del lector. Amenazada siempre por la marea de mierda de los que enseñan a leer. Es un libro que ya empieza a triturar los lugares comunes desde el título. La soledad del lector es lo que nadie acepta. Porque un lector en serio, no esos farsantes que dicen leer, y apenas hojean libros para llenar papers, un lector absoluto, es un lector secreto. Casi ni cuenta sus lecturas. ¿A quién, por otra parte? El viejo lector como diría Philippe Muray fue rebajado a categoría de niño. El otro, el que lee, pasó a la clandestinidad. Los adultos también pasaron a la clandestinidad. Y David Markson es un absoluto lector de otros tiempos. Un clandestino. Una gran cantidad de gente que busca una situaaaación (Céline) en la vida se dedica a enseñar a leer. Es un oficio casi nuevo. Antes había maestros, profesores, gente que enseñaba, a secas. No deconstruían nada. El libro de David Markson demuele todo el sentimentalismo de la lectura impartida (¿qué otra palabra?). Que es casi como creer en la amistad. Dos sentimientos inútiles, pura miel poética: la amistad y la lectura impartida. En el leer no hay nosotros. La enseñanza en su aburrido pedagogismo llamado las Letras contemporáneas no tiene nada que hacer acá. En el libro de David Markson. Hay un devenir zombi, como diría Luis Thonis, un devenir que los filósofos del devenir no tuvieron en cuenta. Pero los filósofos son como los psicoanalistas, son lectores zombis.  
Markson arma un tejido propio, una emoción de alusiones. Entra Ajmátova y Markson escribe esto: “Un auditorio de al menos tres mil personas aplaudió de pie a Ajmátova después de una lectura en Moscú en 1944. Sobre lo cual Stalin, al enterarse: ¿Quién organizó esta reacción?”. Y ya tenemos el fondo del Gulag. Sólo tenemos que seguir. Lo sigo escuchando. Ahora a eso lo llaman provocación. Vamos de reacción a provocación. Pero la precisión es una invención literaria. Difícil de reducir. Lo saben los matemáticos. Y los buenos historiadores. El lector perezoso debe abstenerse de entrar en el libro de Markson. O el que busca influencias. O el que rebaja la experiencia de lectura. Markson pone todo en la canasta. Todas las épocas. Ya que cita a De Kooning, y mucho, podemos decir que pone todo en la sopera, mete la mano y agarra. ¿Cómo? Misterio de la composición. No en vano aparece por ahí Cézanne. David Markson es un artista de la composición. Y no compone en el sentido del vencedor, no “orienta” su bordado en este o aquel sentido de esa estafa llamada reconocimiento. No le chupa las rodillas al público. No escribe formulitas sobre el best-seller o sobre la eficacia narrativa o sobre la narrativa joven. No: hace pasar su marca en el orillo, lleva lo rabínico en el alma, eso de que ninguna palabra es superflua. Lo siento por los antisemitas que tal vez lleguen a este libro por razones equívocas, almas en pena que flotan por San Agustín, es preferible que no entren acá. Avisados. Markson hace lista de los antisemitas: “San Agustín era antisemita”. “William Butler Yeats era antisemita.” “Louis-Ferdinand Céline era antisemita.” “Jean Genet era antisemita.” Sigue la lista. No se queda sólo en Céline. Vieja muletilla de las almas bellas. Cualquier tarado de nueva generación tiene algo que agregar sobre el antisemitismo de Céline. Yeites para no leer.  
Markson escribe lo inseparable de la lectura, lo que no se puede separar de la vida, su libro no puede leerse con la retórica. Para Markson el que lee tiene una historia y la hace en presente. Y la pone en el libro que lee. Un escritor que escribe por fuera de la muerte del autor es un respiro. La soledad del lector es un viaje a la inutilidad –en el sentido Simon Leys­­–, esa clase de inutilidad que es la lectura en serio. ¿Markson será un autor de libros indeseables, como Orwell, al que Louis Aragon trataba de prohibir en Francia? Se verá. Ahora no se prohíbe ningún libro. Pero habrá que revisar esto que digo. En la época de los estudios de género, Markson hace preguntas molestas: “¿Qué es una novela en todo caso?”. Escucho el cacareo de las gallaretas, sean hombre o mujer, que saben qué es una novela. ¿Por qué no explican cómo lo saben? Porque, por lo que sabemos, no escribieron ni una. O si lo hicieron, es alguna novelita de tema. O todavía la tienen a medio terminar. Markson anota, marca, observa, sabe cómo registrar para el lector la inutilidad de la crítica: “De Kooning: Un tipo entró a mi estudio por quince minutos y escribió algo que me llevó horas leer.” Conozco a ese tipo. A varios así. Teóricos de la lectura. Los veo mientras toman su helado y explican las derivas del discurso capitalista. “La fraseología prolija y la jerga oscura” del patán que nunca sabrá “que el inglés era, en el fondo, la segunda lengua de Jack Kerouac”.
O: “Eliot como editor rechazó Rebelión en la granja”. ¿De qué se asustó Eliot?
Leer a Markson es también hacer el propio registro de los imbéciles a los que hay que dejar de frecuentar. O no leer. Es lo mismo. Pero también La soledad del lector es un catálogo sublime de escritores a los que hay que leer o releer. Qué quiere decir esta línea antisocial: “¿De algún modo una noción de retiro absoluto? ¿Abandono?”. Se ve que la palabra absoluto no es cualquier palabra para Markson. ¿Retirarse? ¿Abandonar? ¿Qué cosa?, ¿la comedia social? ¿La comedia del reconocimiento? ¿La respetabilidad del poeta? En su libro cualquier respuesta será destruida por una pregunta. Registra que “Sean O’Casey a los cuarenta y tres años trabajaba con un pico y una pala cuando se estrenó su primera obra”. Si Markson hubiera escrito en español no se le habría escapado que Lorenzo García Vega trabajaba de repositor mientras los poetas de oficio latinoamericano, esos del “kitsch de la pobreza”, viajaban a cuerpo de rey. O que Reinaldo Arenas se pasó dos años en prisión. Y reescribió cinco veces Otra vez el mar. Markson también le dice al lector que puede llorar. Hace mucho que ese grupo de arrogantes llamados estructuralistas se lo habían prohibido. Lo habían aterrorizado al lector. Y todavía lo intentan. Pujos de gallina. Basta verlos con sus lápices corrigiendo palabritas de los manuscritos. O hablando ex cathedra desde sus revistas mamotretos. Ahora llevan otro nombre. Son como los viejos estalinistas o los viejos maoístas reconvertidos a la democracia. Le cambian el nombre al partido. Pero no pierden la pasión por la denuncia. David Markson no es aconsejable para jóvenes escritores que desintelectualizan, así llaman ahora a la no-lectura, desintelectualizar quiere decir no perder contacto, lo contrario de la lectura: “Tratando de articular con precisión por qué o incluso cuándo fue que empezó a perder contacto”. Leer es perder contacto, se deduce del libro de Markson. Tampoco es aconsejable para jóvenes escritores en carrera: “No llamar. No ir. No hacer”. Leer no es saber. Saber es algo fácil, basta con encerrarse unos meses, según Leys, el Príncipe de Ligne recomendaba seis meses de encierro y cualquiera sale sabiendo. Un cuatrimestre, tal vez. “Todas las épocas son contemporáneas”, sugiere Markson.
La traducción de este libro, La soledad del lector (LBE, 2012), está escrita por Laura Wittner. Algo que no hay que omitir en el reino de la sintaxis normalizada. Y es una maravilla que seguirá ahí mientras haya un lector absoluto.