"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

miércoles, 23 de junio de 2021

Esa mujer*

Por Mariano Dupont


Primero que nada, detectar una omisión en el mapa, en el canon. Segundo: señalarla, llamar la atención, decir: “Se olvidan de…”. Oficiar un rescate. Por último: poner en circulación esa literatura inconseguible, valiosa. Volver a publicar. Ningún seguimiento de la moda; más bien una política, un criterio. Sin embargo, también hay de lo otro: algunas reediciones –casi siempre masivas, plurales, ruidosas– ignoran toda estrategia que no sea la del rédito. Van a lo seguro, como se dice. (Una seguridad que, por otro lado, las cifras muchas veces se encargan de pulverizar. Pero ése es otro cantar.) Acá, en cambio, en las reediciones aplaudibles, el movimiento que las sostiene es el del gasto, como quería Bataille. Porque la pregunta que primero surge frente a la reedición de un libro como El país del humo de Sara Gallardo es la de sus lectores potenciales. ¿Cuántos podría llegar a tener? ¿Quién leerá este libro desolado, extrañísimo, escrito por una mujer que murió hace varios años y cuyo nombre hace rato que dejó de escucharse, opacado por los de otras difuntas mucho más célebres, mucho más comentadas? (Porque Sara Gallardo, está claro, no es Silvina Ocampo; tampoco Alejandra Pizarnik. Sí, quizá, Norah Lange, esa otra mujer que, al igual que la Gallardo, vivió gran parte de su vida bajo la égida del “esposa de”. Girondo, Murena. A un costado, dos escritoras excepcionales.) ¿Quién leerá, en suma, estos cuentos que parecen venidos de la Luna y que, leídos hoy, a veintiséis años de su primera edición, parecen hacer gala de un deliberado y bello anacronismo? Poco importa. De lo que se trata, pues, es de apostar a la incertidumbre, de poner el libro ahí, al alcance de algunos curiosos que, cansados de mudas y llamativas novedades, se acercarán a él con la paradójica esperanza de encontrar en lo viejo algo que les hable en una lengua nueva.
La literatura de Sara Gallardo arranca con Enero (1958), una novelita de corte criollista en la que se narra la historia de Nefer, una adolescente, hija del puestero de una estancia de la provincia de Buenos Aires. Desde el tema tratado (Nefer se queda embarazada, involuntariamente) hasta la elección del punto de vista (el de la propia protagonista), Enero se entronca a su modo, tardíamente, en esa serie de la narrativa rural que, como la de Benito Lynch, propuso, a diferencia de Güiraldes, una imagen desidealizada del campo bonaerense.
En 1963, aparecerá Pantalones azules, y en 1968, Los galgos, los galgos, sin lugar a duda sus novelas más convencionales, pero que sin embargo (o quizá gracias a eso) recibieron sendos Premios Municipales (Pantalones azules, el tercero; Los galgos…, el primero, además del Premio de la Ciudad de Necochea, otorgado por un jurado integrado por Leopoldo Marechal, Aldo Pellegrini y Juan Carlos Ghiano).
Tres años después de la publicación de Los galgos, los galgos, en 1971, aparece Eisejuaz, no sólo su mejor novela sino uno de los grandes textos de la literatura argentina. ¿Qué pasó ahí, en los tres años que separan a las dos novelas, para que Sara Gallardo pasara de pergeñar un relato que posee muchos de los tópicos de la literatura de la genteel tradition, y en el que afloran, por lo tanto, marcadamente, ciertos tics de clase (Gallardo, se sabe, no sólo descendía, por el lado paterno, del naturalista Ángel Gallardo, sino de los Mitre por el lado de la madre), a escribir esa extraordinaria novela vertebrada en torno a los balbuceos esquizoides de un indio mataco? Hay, sí, según se cuenta, un viaje a Salta, al Impenetrable. Allí, según parece, Gallardo conoció las comunidades indígenas. Allí vio, sí, como escribirá más tarde en su novela, que hay “mucha miseria en el monte” y que “la gente se muere de hambre”. Sin embargo, tiene que haber habido algo más, algo irrecuperable. Porque Eisejuaz, lejos de cualquier indigenismo mimético, lo que sobre todo pone en escena es una lengua alucinada, monstruosa (en un momento de la novela, el Paqui, uno de los personajes, le dice a Eisejuaz: “Vos no hablás castellano. No te acuso, pensando que has nacido entre las fieras del bosque, y que tu idioma parece la tos de los enfermos”); una lengua “tosida”, compuesta no sólo por los giros y modismos propios del habla de los indios del Norte argentino, sino por un conjunto de elementos que no tienen otro origen que la literatura misma. La serie de hipérbatos, anástrofes, pleonasmos, elisiones y demás figuras de la dicción que proliferan a lo largo de toda la novela, y que destruyen constantemente la “normalidad” sintáctica de los enunciados (un ejemplo: “Che amigo, che, sosteneme, che, no veo, che, adiós”), denuncian al mismo tiempo, a través de su barroca artificialidad, su pertenencia a la lengua escrita. Pocos escritores argentinos han estado a la altura de esas aventuras verbales. Los Lamborghini, quizá. Y Antonio Di Benedetto, por supuesto, con cuyos libros esta novela secretamente dialoga. Como en la literatura del autor de Zama, en Eisejuaz, la “naturalidad” propia de la función comunicativa del lenguaje –la cargosa perspicuitas– es puesta en crisis constantemente. Ese movimiento no ceja, se sostiene a lo largo de las doscientas y pico de páginas. Entre las grietas del muro de ese idioma devastado, se cuelan los silencios de una curiosa poesía: “Caminá. Vos. Caminá. Caminá. Vos, caminá, Paqui”; o si no: “Hueca, el alma por irse”. Se ha hablado, sí, de la influencia de Rulfo. Pero Eisejuaz, más allá de las filiaciones que podrían adjudicársele, es un libro que, a más de treinta años de su publicación, continúa titilando, único, solitario, incatalogable, en el paisaje de la literatura argentina.
En 1977, a dos años de la muerte de Murena, Gallardo publica El país del humo, una serie de cuarenta y seis relatos escritos entre 1972 y 1975, cuyas historias, más allá de la diversidad temática y de registros que las apuntalan, transcurren en “el país del humo”, la tierra americana, “un continente que parece perdido en el tiempo, en el que las huellas, las personas, parecen borrarse en extensiones tan vastas como desoladas”. Algunos de los relatos, como en Kafka, instalan lo fantástico desde la primera frase (“Yo, la hermana Catalina, tuve que abrir la puerta a la niña oveja”; o “Flores blancas llovieron sobre Buenos Aires la noche en que nació Juan Arias”), y allí se quedan. Otros, como “Las treinta y tres mujeres del emperador Piedra Azul”, o el breve “J. M. Kabiyú fecit in Ytapuá, 1618”, abrevan en las invenciones gramaticales de Eisejuaz, a través de las cuales los indios se vuelven poetas. “Eric Gunnardsen”, en cambio, a partir de su fuerte borronamiento referencial, recuerda por momentos, más allá de las diferencias de estilo, la ambigüedad de la prosa del Onetti de “La novia robada” o La muerte y la niña. Y hay más. “Un solitario” es un amoroso homenaje a Héctor Murena, y “Cosas de la vida”, un relato en clave alegórica en el que la figura de un jubilado que, de la noche a la mañana, encuentra su casa convertida en un barco que navega en alta mar, le sirvió –como ella contó en más de una oportunidad– para autorretratarse durante ese período que precedió el traslado a Córdoba con sus hijos.
Entre El país del humo y la muerte de Sara Gallardo, ocurrida en 1988, en Buenos Aires, está el tiempo transcurrido entre La Cumbre y Cruz Chica, luego el viaje a Barcelona, la publicación de La rosa en el viento (1979), su última novela; también, un año más tarde, en 1980, está el viaje a Suiza con su hijo menor, y en 1982, la publicación de ¡Adelante, la isla!, un relato infantil, y su radicación en Roma. Datos biográficos, en suma, que dan cuenta sobre todo del nomadismo que caracterizó sus últimos años. Un nomadismo que, en cierto sentido, puede considerarse como el correlato de una literatura que, a la largo de veinticuatro años, no dejó de moverse. 

(*) Publicado originalmente en la revista Los Inrockuptibles, nº 76, febrero 2004.