"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

martes, 16 de octubre de 2012

Leónidas Lamborghini: Siguiendo al conejo

Por Milita Molina


A Hugo Savino

Cuando digo que uno de mis libros de cabecera es Alicia en el país de las maravillas, se crea una especie de asombro: ¿cómo ese libro? Y ahí está el error: Carroll sabía lo que estaba haciendo. Esa reina loca cortando cabezas (…) muestra que el tipo miró esa pesadilla (…). Tengo miedo de desconcertar al otro, que quizá imagina que mi libro de cabecera debería ser la Divina Comedia. Pero uno siempre nombra a todos aquellos que te ayudaron a salir del desbarranco.
Leónidas Lamborghini

Alicia –para rechazar toda imitación, toda alusión literaria– no tuvo que cavar, como un animal, su madriguera. Sólo tuvo que precipitarse; no tuvo más que trastabillar y caer como una madeja de barrilete que se devana.
William Gass


Horror por horror la hoguera: se cuela el infierno

Leónidas es de esa raza de escritores corruptores de la lengua como Kerouac, de quien Henry Miller, lector generoso como era, dijo: “La lengua americana no se repondrá fácilmente de lo que le hizo Kerouac”. Un tipo con fe, Miller. Con fe en los escritores como Leónidas, endemoniados por la disonancia, por “la matamorfosis”, por lo que apenas la sintaxis ata, el caos, “la locura que es lo verdadero”, alucinados por eso de que “el sonido es engañoso y viene del demonio”, como escribe Leónidas en Siguiendo al conejo, “y el sentido, más bien: de Dios”.
Leónidas dijo alguna vez “cómo no voy a ser católico si soy un pecador”, lo dijo en las charlas sobre el tiempo que tuvo con Manuel Vincent. En esa misma charla, Vincent decía que imaginaba el cielo “como un escenario en que se ejecutaba infinitamente el bolero de Ravel mientras comes mazapán rodeado de ángeles sin trasero”. Y Leónidas despuntó instinto puro: “Pero eso suena como un infierno”. Suena como un infierno. Le sonaba a Leónidas, no le parecía, le sonaba, como a Joyce le sonaba el rumor de la pesadilla histórica y le sonaba el infierno.
Siempre se le está colando el infierno a Leónidas, creía en el infierno: le dijo un día a mi amigo Esteban Bertola: “Ese tipo está loco, no cree en el infierno”, el infierno de Dante y también Leónidas colando infierno ahí en el Dante como cuando dice que “a Dante se le cuela el infierno en el limbo por eso de darle eternidad al deseo que no se satisface”, como se cuela el gusano en la boca del gigantón en camilla, como se cuela la carroña en una dulce mañana de verano, como se cuela el esqueleto: palpitando como si tuviera vida, impúdico, lúbrico. O, en idioma Leónidas: ese punto “en el que el Descolocado habla desde la descolocación y el Saboteador Arrepentido le contesta como un hombre que ya ha pasado por eso. Como si uno estuviera en el infierno y el otro en una especie de purgatorio” (Lectura en Santa Fe, 1995).
“La fractura no se elige, irremediablemente, endiabladamente (parece que nace con uno) se lleva adentro”, escribía Leónidas. Y si hay mucha “poesía de repostería” –y hay mucho sentimiento de repostería: ¡sí: mucha poesía “subida”!–, ahí el poeta suplicado, culeado, meado, cuela (es áspera la rima), cuela los abrojos, los matorrales, la aspereza en el jardín de los poetas. Como se cuela el conejo allá arriba, conejo que pertenece al infierno de donde nunca hubiera debido salir, escribe Leónidas en su Alicia, y Alicia lo sigue, cayendo como un barrilete ardiendo de curiosidad, porque las niñas infernales deben pasar por el infierno para poder encontrarse con un escritor endemoniado como ocurre en Siguiendo al conejo/Following the Rabbit.  
“Alguien tenía que hacerse cargo de las disonancias y reventar el lenguaje de la gauchesca”, dijo Leónidas, y eso es lo que él hizo con el lenguaje. Y los escritores que siguen el sonido son así de rabientos y endemoniados y herejes. Herejes como para escribir que Dios es inteligente pero no tuvo imaginación para inventar un conejo con chaleco rojo y con reloj (herejía magnífica de Leónidas en Siguiendo al conejo). Y el dios de Leónidas, su Dios Riente, ya es una herejía, claro: Leónidas se llama hereje muchas veces y arrastraba a Baudelaire, a Joyce, y lo ponía en idioma propio. Inventa en su Alicia un conejo que se llama “Eclesiastés” y que lleva un reloj marca “De pronto”.
Baudelaire en su ensayo sobre la caricatura y lo cómico inicia así: “El sabio no ríe sino con temor”. Es el hombre producto de una civilización hipersofisticada –aclara– el que puede reírse de algo tan horrendo como una caricatura de Daumier. El hombre reconoce su monstruosidad y muerde con la risa, sigue Baudelaire. Pero el sabio, el Dios encarnado, no ríe sino con temor. Leónidas Lamborghini, o el demonio de la distorsión, tuerce al Sabio que no ríe sino con temor y lo hace Dios Riente, el hereje, le tuerce ese apenas sonreír. La risa, lo cómico. Me acuerdo que Stevenson cuando lee la obra de Poe dice espantado: “El hombre que escribió estas cosas no es humano: puede reír pero no puede nunca más sonreír”, y que Osvaldo Lamborghini escribe que “morir no es para tanto, es como sonreír pero ¿podremos sonreír?”. ¡Qué tema éste de la risa, y la sonrisa y la muerte! Es en la risa del Dios Riente en lo único en que estaban de acuerdo el Padre y el Hijo y sus voces se unieron para decir “Dios es lo cómico”, escribe Leónidas en La experiencia de la vida, esa risa que tajea o que es un tajo: como la de Humpty Dumpty, que es una risa rara, porque Alicia imagina que si esa curva de la boca se prolongara Humpty se ahorcaría con el trazo de su risa y quedaría sin cabeza.
Horror a la perfección del sabio que no ríe sino con temor, Modelo perforado por la risa y al mismo tiempo la esperanza de que el Modelo nos susurre: “Sí, soy Perfecto, pero en tu reescritura sigo aprendiendo”. Giro y contragiro hasta que sobrevenga el final, que siempre es abrupto o unexpectedly y mejor el olvido que aburrirse, pensaba Leónidas y decía: “Joyce dice que el pecado es lo único que explica que llegues al corazón de Dios. Esa separación que implica el pecado con respecto a Dios, Joyce la ve como el hilo de unión. Y desde allí se ve la eternidad con mucho miedo. Yo quiero el olvido. (…) Si la eternidad es el olvido, bienvenida sea. (Y no) como en el prólogo de Goethe: un cielo en el que todo es tan perfecto que te morís de aburrimiento”.
Leónidas era esa risa que Baudelaire llamaba “superior”, la del hombre que se ríe de su propia caída, la del que va carcajeando a riesgo de no poder sonreír, de dejar de ser humano: iba a la carroña que da vida. “Uno lleva un hijo de puta adentro que quiere ir corriendo a anotar”, decía Leonidas, y lo decía con una urgencia que arde: ¡cómo aparece la palabra arder en la obra entera de Leónidas es impresionante! (¡Mirad, Mirad hacia Domsaar, y es suficiente!), urgencia que busca enloquecerse y que sabe enloquecerse. Es la locura de lo que apenas se sostiene (“débil, débil es la carne y por eso jugamos con el verso”, repite mil veces Leónidas, y en el prólogo de Carroña última forma, le pide al lector “que no lo abandone en mitad de una palabra o de una silaba o de la letra de la palabra que, en ese mismísimo instante, pisa inseguro, titubeante”). Como en el “Poema de la Escalera” de Tsvietaieva: esa convicción de que se baja hacia lo desconocido, ¿qué otra cosa más que caer liviana como un barrilete sin saber si el escalón está?: pero está. Con esa fe.
Burroughs, recordando a Kerouac, escribe: “Era un escritor, es decir: escribía: mucha gente que se dice escritor no lo es porque no está ahí, como está ahí un torero en el ruedo: expuesto al riesgo de ser corneado por el toro”. Insiste y vuelve Burroughs por distintos caminos a esa idea despejada: que Kerouac estaba siempre ahí como escritor: que no quería ser otra cosa. Y por ese estar ahí sin querer otra cosa más que escribir lo llama santo. Yo lo pongo ahí a Leónidas Lamborghini.
Una vez le dijo a Hugo Savino que “la gente cree que le gusta la literatura pero en realidad le gusta otra cosa”. Me quedó para siempre eso. Lo traía de Yeats pero las citas de Leónidas eran de Leónidas, porque Leónidas amaba lo impropio (lo no propietario, que es lo mismo “tratar el lenguaje con propiedad” que “tener el credo de propietario o rotario”, como decía Leonardo Favio) y de él se podría decir lo que dijo Joyce mientras escribía el Ulises: “Tengo la cabeza llena de piedritas y disparates y cerillas rotas y trocitos de vidrio recogidos casi por todas partes”. Es el sentido de la oportunidad que, a diferencia del oportunismo, es puro instinto: sin cálculo, sin plan: la farsa, sí la farsa, “la comparsa de la que no estamos afuera”, me dijo una vez. Y siempre descolocándose claro, no es una búsqueda de la identidad sino “un desmenuzamiento del universo” que extravía y lleva a la demencia o al menos a esa soledad “estraordinaria” del que ha girado y torcido y “cometido tanta herejía que hasta el habla se le ha dislocado”, como Agrio en Trento balbuceando animal, hombre, animal hombre, como el conejo de Carroll balbuceando trascendente-intrascendente-trascendente-intrascendente: en su diario Carroll imagina al conejo viejo y balbuceante y hablando con voz destemplada y contrastando con una Alicia veloz y muy ágil. Ese encuentro loco de torpeza y de infancia y balbuceo, que huye de lo maduro y entero y completo (no es entero que se entiende le explica Carroll a Alicia en la Alicia de Leónidas). “Yo prefiero el balbuceo”, decía Leónidas, o ese no haber evolucionado, como dice Joyce, y si no, ¿cómo podría haber cometido esa locura de escribir el Finnegans?” Lo de Leónidas es esa apuesta a lo desconocido, a esa locura del Finnegans que está en su traducción de un fragmento del Finnegans, en pasar “O tell me all about Anna Livia” a “labiame tu labia” y rematarlo en un “rabiento de ganas de saberlo”. Y Leónidas diciendo: “me gustaría escribir una cancioncilla, debe haber pensado Joyce después de escribir el Finnegans. Y ahí en lo desconocido puede haber un gran fracaso. Pero yo me quedo con este fracaso, antes que el acertar de gente que sabe a lo que está jugando. Que conoce las piezas y sabe lo que vendrá. Y se mueve dentro del tablero”.
Mandarse entonces al abismo insalvable entre “dogmar y domar” entre “persuadir y perseguir” entre “enanchado y ensanchado”, y “horror por horror la hoguera”, o que le corten la cabeza o como Humpty Dumpty que dice “lo bueno de que no tenga sentido es que no tenemos que buscarlo”, así como Leónidas vino metiendo en sus libros la frase que está en su Alicia: “Si no es loco no es verdad”, y que es de Bohr, el físico.
Y sí, es cuestión de palabras: en La causa justa de Osvaldo Lamborghini, el pibe Barulo, víctima de las burlas más cueles, bromas con palabras, total, si son palabras, dice piantando un lagrimón: “así son, cualquier palabra les da lo mismo”. Bueno, a Leónidas no le daba lo mismo: una palabra lo desvelaba como la pena estraordinaria, lo desvelaba un silencio, una disonancia mínima que apure o detenga el chirrido de los rulemanes de la camilla del gigantón que arde bajo el solo de Domsaar. Y “lo único que hay es lo que no importa: el lenguaje” (O.L.).
En un reportaje Leónidas lo dijo así: “Esa Tierra Prometida que apenas si atisbo: la poesía convertida en un juego maravilloso mediante el cual el mundo sea recreado y se recree constantemente, sin el peso de la anécdota, expresando el lenguaje su propia realidad. El ritmo es vida (…) y lo que no entra dentro de ese ritmo, por más cierto o verdadero que sea, lo sacrificás (…). Para el poeta, el sonido es un sentimiento y en él está el sentido. Por eso digo que escribo con la oreja, como los músicos. (…) La gente que lea esto dirá que hay algo de locura en esto, pero es así… ¡qué le vamos a hacer!”
 Y sí, es una locura. Y Leónidas reafirmando: “Jugador. No vamos a decir poeta, creador ni nada. Vamos a decir jugador. La apuesta es a lo desconocido”.

Esto no es una conversación

Cuando Teresa Lamborghini me invitó a presentar el libro Siguiendo al conejo, seguí al conejo, literalmente, el conejo de la Alicia de Carroll para empezar a caer yo también. What else can I do? Esa lectura fue de entrada una pesadilla, porque leía a Carroll siguiendo a Leónidas y rebotando en Joyce y siguiendo a Leónidas otra vez y así. Eso hacen los escritores como Leónidas: nos inventan un paisaje desconocido. La lectura de la Alicia de Carroll pasada por Joyce y por Leónidas es una pesadilla particular de libro endemoniado en que manda el sonido. La Alicia que leía siguiendo a Leónidas no era sólo un escándalo lógico o filosófico como lo fue por ejemplo para Borges o para Deleuze, sino un escándalo de la pesadilla del lenguaje. Y en esa pesadilla Cronos va ahí en su linealidad inexorable como el tic tac del reloj pero de pronto: siempre será de pronto como una Alicia sigue al conejo. Arde, arde, es un de pronto, es un giro, una voltereta, un “bailemos Gitona” enloqueciendo a Dios. Son los poetas que más tiempo arriman los poetas del instante, se llevan todo con ellos ahí al instante, se llevan la pesadilla histórica arrastrada en una palabra como descolocado o en una vocal de la carroña que quedó pegada al esqueleto.
Un escritor hace eso, hace: no dice, hace eso de inventar un paisaje, y Leónidas me inventó otra Alicia aún antes de leer su Alicia y esa Alicia de Carroll ya era la de Leónidas. Y a esa invención la llamé Esto no es una conversación. No era una conversación sino una pesadilla a rulemanes, a demencia de que el sonido es engañoso y la pobre Alicia que era lo suficientemente confiada e imaginativa como para poder estar en el país de las maravillas y no ahogarse en sus lágrimas sino seguir cayendo y cayendo hacía esa locura que haría posible el encuentro de Carroll con Alicia en esta Alicia de Leónidas. Ese encuentro de Siguiendo al conejo. Cima de la literatura esta Alicia de Leónidas: este encuentro.
Un encuentro loco, claro, y si no estuvieras loca no podrías estar acá, escribe Carroll y Leónidas agarra y directamente la llama niña infernal, niña que pasó por la pesadilla que es la pesadilla de las palabras, claro, la pesadilla de saber que las palabras pueden matar y son peligrosas “y son una espada de doble filo”.
Borges leyó y usó el escándalo lógico de las Alicias, claro. Pero (siempre hay un pero, hay una perología de “los que cultivan los modales de la Casa Lamborghini”), la Alicia de Leónidas arrastra la pesadilla de Joyce en la que el jabberwocky no está lejos del Finnegans. Eso que no se puede traducir o se puede traducir a lo Humpty nomás. Esa niña infernal de Leónidas que ya pasó por el infierno como la Alicia del otro lado del espejo que en el juego de “hagamos de cuenta que” aterroriza a su nurse con su Do let’s pretend that I’m a hungry hyaena, and you’re a bone! La Alicia monstruo de Carroll como la llaman el león y el unicornio o esa cosa también la llaman, porque no saben si es piedra animal o qué, y Alicia que cuando “juega a las palabras” cree que se puede jugar a las palabras, en ese infierno donde nadie se da cuenta de que juega a las palabras porque eso es lo natural ahí: se juega todo el tiempo a eso sin saber que ése es el juego. Leónidas me pasaba una Alicia donde nada es una conversación y las palabras pueden derrapar y seguirla y seguirla, como Humpty Dunmpty declara que “puede explicar todos los poemas del mundo” y cada explicación que da es una locura mayor de las palabras. No hay explicación. “El que se explica, se sabe, es culpable”, escribía Leónidas, incómodo de que le hubieran pedido el prólogo de Carroña porque “no soy dado al estilo divulgativo”.
“Los gatitos tienen la costumbre, muy inconveniente (dijo Alicia) de ponerse siempre a ronronear les digas lo que les digas.
–Si tan sólo ronronearan cuando dicen ‘sí’ y maullaran cuando dicen ‘no’, o cualquier otra regla por el estilo –había dicho– lo que sea para poder conversar.”
Alicia suplica “cualquier regla” con tal de poder conversar, pero en el mundo de las maravillas infernales no hay reglas así. La literatura es esa desesperación y esa alegría: no es ni estilo divulgativo ni conversación. Cuando la Alicia de Carroll protesta y dice “Pero esto no es una conversación” o “¿Cuando vamos a encontrar un tema?”, hace bien en protestar aunque le digan estúpida mil veces, porque ser víctima de la pesadilla del lenguaje no es ni acomodarse en el tema ni conversar, pero si las niñas infernales pasan por el infierno lo entienden aunque sea para que no les corten la cabeza. Me pasó Leónidas esa Alicia que se acomoda cada tanto en el reposo de encontrar un tema y ahí nomás se lo desbaratan y entre “matar y nadar” si Alicia no se despertaba, por unas letras perdía la cabeza. Y ahí Leónidas advirtiendo a su Alicia que si se dice perecer se puede (¡zas!) perecer.
Pero mientras esperamos a merced de Cronos, está este encuentro, este instante. Pasar por el infierno para hacer posible el encuentro entre un escritor y una niña infernal y poder decir “si vos crees en mí yo creo en vos”. La paradoja de hacer posible un encuentro en la locura de la no conversación, de la torsión perpetua donde el tema va tras el sonido porque lo lleva el demonio que es el tic tac de los conejos que cuentan el tiempo y tienen los rojos ojos y usan chaleco.
De pronto, intempestivo, de pronto. No hay una decisión de seguir al conejo, no es una cuestión de sigo al conejo o no sigo al conejo, es “pura tentación y no orientación” (no tiene una brújula tiene un reloj) y no se elige seguir al conejo: es down, down, down, nomás, “¿qué otra cosa podía hacer?”, pensó Alicia mientras se quedaba dormida, porque el conejo se sigue en ese tiempo de ocio que arrima mas tiempo todavía, que abre tiempo en el tiempo como la Alicia de Carroll que no se levantaba a buscar las margaritas sino que ensoñada pensaba si valía la pena levantarse a recoger margaritas para hacer el collar, trazo que dibuja esa morosidad que abre ya la disponibilidad del soñador como el cuento que tiene la forma de quien lo cuenta. Ese tiempo que abre tiempo en el tiempo me pasó Leónidas.
Leónidas cerraba las charlas sobre el tiempo diciendo: “En fin, no me veo en el paraíso, no estoy apto para esos menesteres. Para vencer al tiempo prefiero los instantes. Un amor intenso… Es como en la oda de Keats al ruiseñor: eternizar el instante. ¡Si uno pudiera eternizar el instante!”. Leónidas poeta del instante, de los tiempos reversibles y torcidos y girados y derrapados, decía que Cronos es el dios del tiempo pero Eros es el dios del instante. Esto de Leónidas es perfecto. Y cuando leí su Siguiendo al conejo me volvía el Eros dios del instante y Leónidas que no tenía edad y podía ir de niño a gigantón. Todo mientras haya tiempo.
El Eclesiastés es un libro del tiempo humano, es el libro sapiencial más humano y todo ahí trascurre bajo el sol, bajo el sol y “antes de que se rompa el cordón de plata y se destroce el tazón de oro” (Eclesiastés). En la escenografía de la Alicia de Leónidas hay un boquete, ya no una madriguera, un boquete para seguir al conejo y ahí ya no hay tiempo y ahí ya no es bajo el sol bajo el sol, y a ese enigma sin tiempo lo llamamos eternidad. Por el hueco se van Alicia y Carroll siguiendo al conejo. Y ya no es el infierno aunque se escuchan estruendos de bomba. Y mejor el olvido si la eternidad es aburrida.

Leído en la presentación de Siguiendo al conejo (Paradiso, 2010), de Leónidas Lamborghini, el 3 de noviembre de 2010 en la Biblioteca Nacional.