por Philippe Sollers
Sin la literatura y el arte sólo conoceríamos un mundo limitado y estrecho, el de las finanzas, el de los filósofos o el de los ideólogos, es decir, el de hoy, el nuestro. ¿Adónde fue a parar el infinito? No se sabe, y no es la televisión la que nos dirá algo al respecto. De ahí esta renovada sorpresa cuando se relee la obra del inmenso Thomas De Quincey (1785-1859), que con Shakespeare, Poe, Coleridge y Melville, es la gloria del inglés, de ahora en más machacado como lengua de comunicación universal: Confesiones de un comedor de opio inglés es la primera brecha a través de lo que se anunciaba ya como cierre del ser humano en relación con sí mismo. Pongamos las cosas blanco sobre negro: la vida interior nos está prohibida, estamos acá para rumiar los clisés sociales que nos presentan. La siniestra globalización del Espectáculo clausura todas las salidas. Baudelaire y otros nos advirtieron, en vano. Sin embargo, algo persiste en convocarnos personalmente a una experiencia.
De Quincey sufre mucho. Un día, para calmar sus insoportables dolores, compra láudano en una farmacia de Londres. Y se produce lo imprevisto: “En espacio de una hora, ¡oh cielo! ¡Qué revolución! ¡Qué resurrección del espíritu interior desde trasfondo de sus abismos! ¡Qué apocalipsis del mundo llevaba en mí!”.
El opio no tiene buena reputación: sería religioso para dormir a las masas, apartaría del trabajo porque infunde letargo. De Quincey, con precisión de médico, aporta aquí un testimonio esencial y muy perturbador. Contrariamente al alcohol, que despoja a un hombre del domino de sí mismo, “el opio comunica serenidad y equilibrio a todas las facultades, activas o pasivas”. Es una revelación: “El comedor de opio siente que la parte divina de su naturaleza es soberana: sus sentimientos morales conocen una serenidad sin perturbaciones, y, por encima de todo, brilla con majestad la gran luz de la inteligencia”. El opio no embrutece, al contrario, es “elocuente”. Si es una religión, se trata de una Iglesia de la cual el sujeto en cuestión es el único miembro, y está fundada sobre “un abismo de divina voluptuosidad”. “¡Oh justo, poderoso y sutil opio!” Perturba todas las coordinadas habituales, destituye todos los poderes, viaja en todas las dimensiones, nos ofrece el paraíso pero también el infierno. Si salimos vivos, como De Quincey, podríamos decir que sabemos verdaderamente lo que es la salud y la inteligencia. Nada que ver con la virtud ni con la moral, el opio abre a una verdad que es a la vez delicia y horror.
Una ópera fabulosa
En el paraíso, el mundo y nosotros mismos nos convertimos en una ópera fabulosa, y la música se pone a vivir intensamente por sí misma. Observen cómo De Quincey escucha con pasión a una cantante italiana, “la Grassini”. El opio multiplica la armonía y el canto, los vocaliza. Oímos mucho más allá de lo que oímos. Sobre todo, su magia nos prueba hasta qué punto, muy a menudo, sólo tenemos una percepción miserable del espacio y del tiempo. El espacio es ilimitado, el tiempo no tiene medida. Rapidez, intuición, metamorfosis, pero también una gran calma. “El océano con su respiración eterna, pero también por su gran calma, personificaba mi espíritu y la influencia que lo gobernaba en ese entonces.” Hay que estar atentos, una tempestad y todo se trastoca en “la vehemente química de los sueños”. El espacio se convierte en una sucesión de prisiones a la manera de Piranesi, y “la tiranía de la cara humana” invade al soñador: “El océano se me reveló pavimentado de innumerables cabezas orientadas hacia el cielo, rostros furiosos, desesperados, se pusieron a bailar en la superficie, por millares, por miríadas, por generaciones.”
El aventurero sobrepasó los límites humanos, es como si las muchedumbres le hicieran sentir su desamparo, como si se vengaran en él de las masacres de las que son víctimas. El espacio se hincha y se resquebraja, el tiempo se desborda en todas las direcciones, el comedor de opio tiene la sensación de haber vivido cien años o mil años en una noche, el menor incidente de su infancia está ahí, ante sus ojos, como en la visión panorámica de algunos ahogados o moribundos. Es lógico: el cerebro humano es un palimpsesto inmenso y natural, un manuscrito incesantemente cubierto de nuevas escrituras, pero que permanece a la espera de un nuevo desciframiento. Es el “bloc mágico” de Freud, otro explorador de los sueños. El tiempo, que se volvió “infinitamente elástico”, transporta al sujeto a la China, a Egipto, a India. Como De Quincey es muy culto (“leer es uno de mis talentos”), sus visiones son de una gran variedad y cada vez más angustiantes: “Me escapaba a las pagodas, y me quedaba, durante siglos, en la cúspide, o encerrado en habitaciones secretas, era ídolo, era el sacerdote, era adorado, era sacrificado”. Un tono solemne da cuenta de ciertos transes. Así en “la diligencia inglesa”: “Ante la palabra sagrada, cada ciudad abría sus puertas de par en par. Sus ríos eran conscientes de que los atravesábamos. Todos los bosques, cuando corríamos por sus linderos, se estremecían en honor a la palabra secreta. Y la oscuridad nocturna la comprendía”. Poder de la palabra, potencia del estilo: “El estilo posee un valor absoluto, es la encarnación de los pensamientos”. Primer disparo contra la dictadura filosófica: “No es el pensamiento el que descubre el arte, sino que son las artes las que descubren el pensamiento”.
Lo más asombroso, en De Quincey, es su humor negro, extraído de su vasta exploración interior. Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes es una obra maestra, al punto que André Breton la incluye en su Antología del humor negro. Pero el colmo de la crueldad perversa lo alcanza en esta otra obra maestra, Los últimos días de Emmanuel Kant. Es un ejemplo de santo laico con el empleo del tiempo cronometrado, considerado como el espíritu más grande de su tiempo. Es casto, puro, austero, encarna al nuevo clero que cree que puede prescindir de la literatura. Sin embargo, como si nada, el ojo de un escritor no lo deja escapar. Envejece, su decadencia progresiva es observada con lupa. Tiene pesadillas, poco a poco “se vuelve sordo, aletargado, privado de movimiento”. De Quincey leyó mucho a Kant (también estudió economía política a través de David Ricardo), sabe qué es la devoción cómica por este nuevo tipo de eclesiástico universitario. Acá está entonces este viejo pensador maquinal que anuda y vuelve a anudar su pañuelo de cuello o su cinturón, que hace caer su gorro encima de las velas, que se transforma en marioneta, “gigantesco fantasma de un siglo olvidado”, que no termina de morir, con chispazos de lucidez sobre puntos de erudición secundarios. Finalmente, muere. Una multitud enorme se congrega para ver por última vez al genio. Moldean su cabeza, se organiza una gran ceremonia en la catedral de Königsberg, su ataúd desciende a la cripta académica. De Quincey imprime las últimas frases de este texto deslumbrante de maldad saludable en mayúsculas: “Descansa entre los patriarcas de la universidad. ¡Paz a sus cenizas, y gloria eterna a su memoria!”. Está demás decir que es imposible encontrar algún frasco de láudano en una “cripta académica”. Pero había que demostrarlo.
Traducción: Hugo Savino
Publicado en Le Nouvel Observateur el 21 de abril de 2011.
Traducción: Hugo Savino
Publicado en Le Nouvel Observateur el 21 de abril de 2011.