Por Ignacio Delgado
José Kozer
Me gusta el poema de Sergio Rienzi porque agarra el lenguaje común, ese que los barrocos actuales, con ese desdén pringoso que tienen por la lenguaje común, confunden con la lengua común, lenguaje que no pueden escuchar porque se embuchan el manual barroco y avanzan en el tren del tópico, se ponen arriba del podio de la lengua española, y hablan, dan clases, y dicen lengua en lugar de lenguaje. Les encanta la lengua que le habla a la lengua. Es más fácil. No hay que rechazar nada. Ellos rechazan desde la lengua. Es la paz perpetua. Ponen la poesía allá, mientras esperan al filósofo que les ordene lo sensible y el pensamiento, y la prosa más abajo, acá, ésa, la cataloga el sociólogo. Pero siempre la sorpresa de una música nueva. Alguien que escribe con el oído. Sergio Rienzi escribe con el oído. Ni ser ni lengua. Oído absoluto. Sólo eso. Sin red. Sergio Rienzi agarra las palabras y las pone a frasear. Pero hay que poner el oído también para leer. El poema no se deja domeñar por esos terrorismos del tipo barthesiano del lector como productor del texto. Escribible/legible. El lector no produce nada. No produce, escucha, y entra en ensoñación. Producir: es lo social. El lector es un tipo arruinado por la adicción a la lectura. Lo dijo Arno Schmidt: “A la mañana, en el tranvía se ven con claridad los estragos que los escritores producen entre nosotros; como nos obligan a aceptar sus reflexiones, los gestos más abyectos”. Y los escritores que se embarcan a buscar lectores que producen son algo así como rentistas de la literatura. Leen siempre el mismo libro. Un signo para descifrar. Hay que insistir con los poemas que resisten a los lugares comunes de la lectura. No hay que dejarles Beckett a los barrocos, Macedonio Fernández a los derridianos. Luis Tedesco a los métricos. La aparición de un poeta que no se deja hablar la jerga de la familia literaria no es un hecho social, es una herida en serio en el dime y direte de la familia literaria argentina, en ese floreo poético de salón. No celebro la aparición del poema de Sergio Rienzi. Lo leo. El lenguaje para Rienzi no está dado, no es una operación de diccionario, el lenguaje “esa cosa viscosa” en la que “los idiotas discuten siempre en nombre de la razón”. Pero hay otra salida, la de dejarse vivir en el lenguaje. La de vivir el lenguaje. Acá el lenguaje se acalambra, chirría, se escapa, hay que salir a buscar las palabras, y las palabras no le faltan a Rienzi, sólo que sabe que hay que ponerlas en frases, que eso es lo complicado, que las palabras no son de nadie, pero las frases sí, son del que escribe. Su propiedad, como sus reproches, innegociables. Este libro hay leerlo en frase, o que se vayan a otros libros. Hay muchos libros de bellas palabras poéticas, escritos contra la lengua común, hiladas, tersas, para el lector productor. Pero sólo Sergio Rienzi puede poner: “unos pájaros cantan oblicuos” o pintar a las mujeres como “camaleones de la tarde”. No a la mujer como un figurín, no, la mujer camaleón que se va por el sol. Libre. Que entra en el paisaje. Rienzi cambia de banco para cambiar de paisaje. Y cambia de punto de vista. Cada fragmento del paisaje habla. Es un enamorado del paisaje. En este libro un bar está en el paisaje. Un viejo que espera está en el paisaje, los amigos caminan por el paisaje. El pasado no regresa. Acá no regresa, está presente en el presente. En los huesos. Hay que escribirlo, pero eso no es para cualquiera. Paisajes que se frotan a la lectura. Poema que se frota a los libros leídos. A los desacreditados. A los que marcan. A los que te hacen escribir. “Escucho a través de la espera, leo lo que me hace esperar, lo leo entre líneas un poco.”