Hacia el fin
de su vida, Flaubert escribió en una de sus admirables cartas, a su amigo
Turgueniev, una frase muy corta que querría ubicar al inicio de mis
reflexiones, porque las resume muy bien: “Siempre traté de vivir en una torre
de marfil, pero una marea de mierda golpea sus muros, hasta derrumbarlos”.
Estos son los dos polos de la situación: por un lado “la torre de marfil”, por
el otro “la marea de mierda”.
Simon Leys
La soledad de David
Markson es una soledad absoluta y empieza con algo que parece evidente pero que
ya no lo es tanto: La soledad del lector. Amenazada siempre por la marea
de mierda de los que enseñan a leer. Es un libro que ya empieza a triturar los
lugares comunes desde el título. La soledad del lector es lo que nadie acepta.
Porque un lector en serio, no esos farsantes que dicen leer, y apenas hojean
libros para llenar papers, un lector absoluto, es un lector secreto.
Casi ni cuenta sus lecturas. ¿A quién, por otra parte? El viejo lector como
diría Philippe Muray fue rebajado a categoría de niño. El otro, el que lee,
pasó a la clandestinidad. Los adultos también pasaron a la clandestinidad. Y
David Markson es un absoluto lector de otros tiempos. Un clandestino. Una gran
cantidad de gente que busca una situaaaación (Céline) en la vida se
dedica a enseñar a leer. Es un oficio casi nuevo. Antes había maestros,
profesores, gente que enseñaba, a secas. No deconstruían nada. El libro de
David Markson demuele todo el sentimentalismo de la lectura impartida
(¿qué otra palabra?). Que es casi como creer en la amistad. Dos sentimientos
inútiles, pura miel poética: la amistad y la lectura impartida. En el leer no
hay nosotros. La enseñanza en su aburrido pedagogismo llamado las Letras
contemporáneas no tiene nada que hacer acá. En el
libro de David Markson. Hay un devenir zombi, como diría Luis Thonis, un
devenir que los filósofos del devenir no tuvieron en cuenta. Pero los filósofos
son como los psicoanalistas, son lectores zombis.
Markson arma un
tejido propio, una emoción de alusiones. Entra Ajmátova y Markson escribe esto:
“Un auditorio de al menos tres mil personas aplaudió de pie a Ajmátova después
de una lectura en Moscú en 1944. Sobre lo cual Stalin, al enterarse: ¿Quién
organizó esta reacción?”. Y ya tenemos el fondo del Gulag. Sólo tenemos
que seguir. Lo sigo escuchando. Ahora a eso lo llaman provocación. Vamos de
reacción a provocación. Pero la precisión es una invención literaria. Difícil
de reducir. Lo saben los matemáticos. Y los buenos historiadores. El lector
perezoso debe abstenerse de entrar en el libro de Markson. O el que busca
influencias. O el que rebaja la experiencia de lectura. Markson pone todo en la
canasta. Todas las épocas. Ya que cita a De Kooning, y mucho, podemos decir que
pone todo en la sopera, mete la mano y agarra. ¿Cómo? Misterio de la
composición. No en vano aparece por ahí Cézanne. David Markson es un artista de
la composición. Y no compone en el sentido del vencedor, no “orienta” su
bordado en este o aquel sentido de esa estafa llamada reconocimiento. No le
chupa las rodillas al público. No escribe formulitas sobre el best-seller o
sobre la eficacia narrativa o sobre la narrativa joven. No: hace pasar su marca
en el orillo, lleva lo rabínico en el alma, eso de que ninguna palabra es
superflua. Lo siento por los antisemitas que tal vez lleguen a este libro por
razones equívocas, almas en pena que flotan por San Agustín, es preferible que
no entren acá. Avisados. Markson hace lista de los antisemitas: “San Agustín
era antisemita”. “William Butler Yeats era antisemita.” “Louis-Ferdinand Céline
era antisemita.” “Jean Genet era antisemita.” Sigue la lista. No se queda sólo
en Céline. Vieja muletilla de las almas bellas. Cualquier tarado de nueva
generación tiene algo que agregar sobre el antisemitismo de Céline. Yeites para
no leer.
Markson escribe lo
inseparable de la lectura, lo que no se puede separar de la vida, su libro no
puede leerse con la retórica. Para Markson el que lee tiene una historia y la
hace en presente. Y la pone en el libro que lee. Un escritor que escribe por fuera
de la muerte del autor es un respiro. La soledad del lector es un viaje a la
inutilidad –en el sentido Simon Leys–, esa clase de inutilidad que es la
lectura en serio. ¿Markson será un autor de libros indeseables, como Orwell, al
que Louis Aragon trataba de prohibir en Francia? Se verá. Ahora no se prohíbe
ningún libro. Pero habrá que revisar esto que digo. En la época de los estudios
de género, Markson hace preguntas molestas: “¿Qué es una novela en todo caso?”.
Escucho el cacareo de las gallaretas, sean hombre o mujer, que saben qué es una
novela. ¿Por qué no explican cómo lo saben? Porque, por lo que sabemos, no
escribieron ni una. O si lo hicieron, es alguna novelita de tema. O todavía la
tienen a medio terminar. Markson anota, marca, observa, sabe cómo registrar
para el lector la inutilidad de la crítica: “De Kooning: Un tipo entró a mi
estudio por quince minutos y escribió algo que me llevó horas leer.” Conozco a ese
tipo. A varios así. Teóricos de la lectura. Los veo mientras toman su helado y
explican las derivas del discurso capitalista. “La fraseología prolija y la
jerga oscura” del patán que nunca sabrá “que el inglés era, en el fondo, la
segunda lengua de Jack Kerouac”.
O: “Eliot como
editor rechazó Rebelión en la granja”. ¿De qué se asustó Eliot?
Leer a Markson es
también hacer el propio registro de los imbéciles a los que hay que dejar de
frecuentar. O no leer. Es lo mismo. Pero también La soledad del lector
es un catálogo sublime de escritores a los que hay que leer o releer. Qué
quiere decir esta línea antisocial: “¿De algún modo una noción de retiro
absoluto? ¿Abandono?”. Se ve que la palabra absoluto no es cualquier palabra
para Markson. ¿Retirarse? ¿Abandonar? ¿Qué cosa?, ¿la comedia social? ¿La
comedia del reconocimiento? ¿La respetabilidad del poeta? En su libro cualquier
respuesta será destruida por una pregunta. Registra que “Sean O’Casey a los
cuarenta y tres años trabajaba con un pico y una pala cuando se estrenó su
primera obra”. Si Markson hubiera escrito en español no se le habría escapado
que Lorenzo García Vega trabajaba de repositor mientras los poetas de oficio
latinoamericano, esos del “kitsch de la pobreza”, viajaban a cuerpo de rey. O
que Reinaldo Arenas se pasó dos años en prisión. Y reescribió cinco veces Otra
vez el mar. Markson también le dice al lector que puede llorar. Hace mucho
que ese grupo de arrogantes llamados estructuralistas se lo habían prohibido.
Lo habían aterrorizado al lector. Y todavía lo intentan. Pujos de gallina.
Basta verlos con sus lápices corrigiendo palabritas de los manuscritos. O
hablando ex cathedra desde sus revistas mamotretos. Ahora llevan otro
nombre. Son como los viejos estalinistas o los viejos maoístas reconvertidos a
la democracia. Le cambian el nombre al partido. Pero no pierden la pasión por
la denuncia. David Markson no es aconsejable para jóvenes escritores que
desintelectualizan, así llaman ahora a la no-lectura, desintelectualizar quiere
decir no perder contacto, lo contrario de la lectura: “Tratando de articular
con precisión por qué o incluso cuándo fue que empezó a perder contacto”. Leer
es perder contacto, se deduce del libro de Markson. Tampoco es aconsejable para
jóvenes escritores en carrera: “No llamar. No ir. No hacer”. Leer no es saber.
Saber es algo fácil, basta con encerrarse unos meses, según Leys, el Príncipe
de Ligne recomendaba seis meses de encierro y cualquiera sale sabiendo. Un
cuatrimestre, tal vez. “Todas las épocas son contemporáneas”, sugiere Markson.
La traducción de
este libro, La soledad del lector (LBE, 2012), está escrita por Laura Wittner. Algo
que no hay que omitir en el reino de la sintaxis normalizada. Y es una
maravilla que seguirá ahí mientras haya un lector absoluto.