A Hugo Savino
Cuando
digo que uno de mis libros de cabecera es Alicia en el país de las
maravillas, se crea una especie de
asombro: ¿cómo ese libro? Y ahí está el error: Carroll sabía lo que estaba
haciendo. Esa reina loca cortando cabezas (…) muestra que el tipo miró esa
pesadilla (…). Tengo miedo de desconcertar al otro, que quizá imagina que mi
libro de cabecera debería ser la Divina Comedia. Pero uno siempre nombra a todos aquellos que te ayudaron a salir del
desbarranco.
Leónidas Lamborghini
Alicia –para rechazar toda imitación, toda alusión
literaria– no tuvo que cavar, como un animal, su madriguera. Sólo tuvo que
precipitarse; no tuvo más que trastabillar y caer como una madeja de barrilete
que se devana.
William Gass
Horror por horror la hoguera: se cuela el infierno
Leónidas es de esa raza de escritores corruptores de la lengua como Kerouac,
de quien Henry Miller, lector generoso como era, dijo: “La lengua americana no
se repondrá fácilmente de lo que le hizo Kerouac”. Un tipo con fe, Miller. Con
fe en los escritores como Leónidas, endemoniados por la disonancia, por “la
matamorfosis”, por lo que apenas la sintaxis ata, el caos, “la locura que es lo
verdadero”, alucinados por eso de que “el sonido es engañoso y viene del demonio”,
como escribe Leónidas en Siguiendo al
conejo, “y el sentido, más bien:
de Dios”.
Leónidas dijo alguna vez “cómo no voy a ser católico si soy un pecador”, lo
dijo en las charlas sobre el tiempo que tuvo con Manuel Vincent. En esa misma
charla, Vincent decía que imaginaba el cielo “como un escenario en que se
ejecutaba infinitamente el bolero de Ravel mientras comes mazapán rodeado de
ángeles sin trasero”. Y Leónidas despuntó instinto puro: “Pero eso suena como
un infierno”. Suena como un infierno. Le sonaba a Leónidas, no le parecía, le
sonaba, como a Joyce le sonaba el rumor de la pesadilla histórica y le sonaba
el infierno.
Siempre se le está colando el infierno a Leónidas, creía en el infierno: le
dijo un día a mi amigo Esteban Bertola: “Ese tipo está loco, no cree en el
infierno”, el infierno de Dante y también Leónidas colando infierno ahí en el
Dante como cuando dice que “a Dante se le cuela el infierno en el limbo por eso
de darle eternidad al deseo que no se satisface”, como se cuela el gusano en la
boca del gigantón en camilla, como se cuela la carroña en una dulce mañana de
verano, como se cuela el esqueleto: palpitando como si tuviera vida, impúdico,
lúbrico. O, en idioma Leónidas: ese punto “en el que el Descolocado habla desde
la descolocación y el Saboteador Arrepentido le contesta como un hombre que ya ha pasado por eso. Como si uno estuviera en
el infierno y el otro en una especie de purgatorio” (Lectura en Santa Fe, 1995).
“La fractura no se elige, irremediablemente, endiabladamente (parece que
nace con uno) se lleva adentro”, escribía Leónidas. Y si hay mucha “poesía de
repostería” –y hay mucho sentimiento de repostería: ¡sí: mucha poesía
“subida”!–, ahí el poeta suplicado, culeado, meado, cuela (es áspera la rima), cuela los abrojos, los matorrales, la aspereza
en el jardín de los poetas. Como se cuela el conejo allá arriba, conejo que
pertenece al infierno de donde nunca hubiera debido salir, escribe Leónidas en
su Alicia, y Alicia lo sigue, cayendo como un barrilete ardiendo de curiosidad,
porque las niñas infernales deben pasar por el infierno para poder encontrarse
con un escritor endemoniado como ocurre en Siguiendo
al conejo/Following the Rabbit.
“Alguien tenía que hacerse cargo de las disonancias y reventar el lenguaje
de la gauchesca”, dijo Leónidas, y eso es lo que él hizo con el lenguaje. Y los
escritores que siguen el sonido son así de rabientos y endemoniados y herejes. Herejes
como para escribir que Dios es inteligente pero no tuvo imaginación para
inventar un conejo con chaleco rojo y con reloj (herejía magnífica de Leónidas
en Siguiendo al conejo). Y el dios de
Leónidas, su Dios Riente, ya es una herejía, claro: Leónidas se llama hereje
muchas veces y arrastraba a Baudelaire, a Joyce, y lo ponía en idioma propio.
Inventa en su Alicia un conejo que se llama “Eclesiastés” y que lleva un reloj
marca “De pronto”.
Baudelaire en su ensayo sobre la caricatura y lo
cómico inicia así: “El sabio no ríe sino con temor”. Es el hombre producto de una civilización hipersofisticada –aclara–
el que puede reírse de algo tan horrendo como una caricatura de Daumier. El
hombre reconoce su monstruosidad y muerde con la risa, sigue Baudelaire. Pero
el sabio, el Dios encarnado, no ríe sino con temor. Leónidas Lamborghini, o el
demonio de la distorsión, tuerce al Sabio que no ríe sino con temor y lo hace
Dios Riente, el hereje, le tuerce ese apenas sonreír. La risa, lo cómico. Me
acuerdo que Stevenson cuando lee la obra de Poe dice espantado: “El hombre que
escribió estas cosas no es humano: puede reír pero no puede nunca más sonreír”,
y que Osvaldo Lamborghini escribe que “morir no es para tanto, es como sonreír
pero ¿podremos sonreír?”. ¡Qué tema éste de la risa, y la sonrisa y la muerte!
Es en la risa del Dios Riente en lo único en que estaban de acuerdo el Padre y
el Hijo y sus voces se unieron para decir “Dios es lo cómico”, escribe Leónidas
en La experiencia de la vida, esa
risa que tajea o que es un tajo: como la de Humpty Dumpty, que es una risa
rara, porque Alicia imagina que si esa curva de la boca se prolongara Humpty se
ahorcaría con el trazo de su risa y quedaría sin cabeza.
Horror a la perfección del sabio que no ríe sino con temor, Modelo
perforado por la risa y al mismo tiempo la esperanza de que el Modelo nos
susurre: “Sí, soy Perfecto, pero en tu reescritura sigo aprendiendo”. Giro y
contragiro hasta que sobrevenga el final, que siempre es abrupto o unexpectedly y mejor el olvido que
aburrirse, pensaba Leónidas y decía: “Joyce dice que el pecado es lo único que
explica que llegues al corazón de Dios. Esa separación que implica el pecado
con respecto a Dios, Joyce la ve como el hilo de unión. Y desde allí se ve la
eternidad con mucho miedo. Yo quiero el olvido. (…) Si la eternidad es el
olvido, bienvenida sea. (Y no) como en el prólogo de Goethe: un cielo en el que
todo es tan perfecto que te morís de aburrimiento”.
Leónidas era esa risa que Baudelaire llamaba “superior”, la del hombre que
se ríe de su propia caída, la del que va carcajeando a riesgo de no poder
sonreír, de dejar de ser humano: iba a la carroña que da vida. “Uno lleva un
hijo de puta adentro que quiere ir corriendo a anotar”, decía Leonidas, y lo
decía con una urgencia que arde: ¡cómo
aparece la palabra arder en la obra entera de Leónidas es impresionante!
(¡Mirad, Mirad hacia Domsaar, y es
suficiente!), urgencia que busca enloquecerse y que sabe enloquecerse. Es la
locura de lo que apenas se sostiene (“débil, débil es la carne y por eso
jugamos con el verso”, repite mil veces Leónidas, y en el prólogo de Carroña última forma, le pide al lector
“que no lo abandone en mitad de una palabra o de una silaba o de la letra de la
palabra que, en ese mismísimo instante, pisa inseguro, titubeante”). Como en el
“Poema de la Escalera” de Tsvietaieva: esa convicción de que se baja hacia lo
desconocido, ¿qué otra cosa más que caer liviana como un barrilete sin saber si
el escalón está?: pero está. Con esa fe.
Burroughs, recordando a Kerouac, escribe: “Era un escritor, es decir:
escribía: mucha gente que se dice escritor no lo es porque no está ahí, como está ahí un torero en el ruedo: expuesto al riesgo de ser
corneado por el toro”. Insiste y vuelve Burroughs por distintos caminos a esa
idea despejada: que Kerouac estaba siempre
ahí como escritor: que no quería ser otra cosa. Y
por ese estar ahí sin querer otra cosa más que escribir lo llama santo. Yo lo pongo ahí a Leónidas Lamborghini.
Una vez le dijo a Hugo Savino que “la gente cree que le gusta la literatura
pero en realidad le gusta otra cosa”. Me quedó para siempre eso. Lo traía de Yeats
pero las citas de Leónidas eran de
Leónidas, porque Leónidas amaba lo impropio
(lo no propietario, que es lo mismo “tratar el lenguaje con propiedad” que “tener el credo de propietario o rotario”, como
decía Leonardo Favio) y de él se podría decir lo que dijo Joyce mientras
escribía el Ulises: “Tengo la cabeza
llena de piedritas y disparates y cerillas rotas y trocitos de vidrio recogidos
casi por todas partes”. Es el sentido de la oportunidad que, a diferencia del
oportunismo, es puro instinto: sin cálculo, sin plan: la farsa, sí la farsa,
“la comparsa de la que no estamos afuera”, me dijo una vez. Y siempre
descolocándose claro, no es una búsqueda de la identidad sino “un
desmenuzamiento del universo” que extravía y lleva a la demencia o al menos a esa
soledad “estraordinaria” del que ha girado y torcido y “cometido tanta herejía
que hasta el habla se le ha dislocado”, como Agrio en Trento balbuceando animal, hombre, animal hombre, como el conejo de
Carroll balbuceando trascendente-intrascendente-trascendente-intrascendente: en
su diario Carroll imagina al conejo viejo y balbuceante y hablando con voz
destemplada y contrastando con una Alicia veloz y muy ágil. Ese encuentro loco
de torpeza y de infancia y balbuceo, que huye de lo maduro y entero y completo
(no es entero que se entiende le explica Carroll a Alicia en la Alicia de Leónidas). “Yo
prefiero el balbuceo”, decía Leónidas, o ese no haber evolucionado, como dice Joyce,
y si no, ¿cómo podría haber cometido esa locura de escribir el Finnegans?” Lo de Leónidas es esa
apuesta a lo desconocido, a esa locura del Finnegans
que está en su traducción de un fragmento del Finnegans, en pasar “O tell
me all about Anna Livia” a “labiame tu labia” y rematarlo en un “rabiento
de ganas de saberlo”. Y Leónidas diciendo: “me gustaría escribir una
cancioncilla, debe haber pensado Joyce después de escribir el Finnegans. Y ahí en lo desconocido puede
haber un gran fracaso. Pero yo me quedo con este
fracaso, antes que el acertar de gente que sabe a lo que está jugando. Que
conoce las piezas y sabe lo que vendrá. Y se mueve dentro del tablero”.
Mandarse entonces al abismo insalvable entre “dogmar y domar” entre
“persuadir y perseguir” entre “enanchado y ensanchado”, y “horror por horror la
hoguera”, o que le corten la cabeza o como Humpty Dumpty que dice “lo bueno de
que no tenga sentido es que no tenemos que buscarlo”, así como Leónidas vino
metiendo en sus libros la frase que está en su Alicia: “Si no es loco no es
verdad”, y que es de Bohr, el físico.
Y sí, es cuestión de palabras: en La
causa justa de Osvaldo Lamborghini, el pibe Barulo, víctima de las burlas
más cueles, bromas con palabras, total, si son palabras, dice piantando un
lagrimón: “así son, cualquier palabra les da lo mismo”. Bueno, a Leónidas no le
daba lo mismo: una palabra lo desvelaba como la pena estraordinaria, lo
desvelaba un silencio, una disonancia mínima que apure o detenga el chirrido de
los rulemanes de la camilla del gigantón que arde bajo el solo de Domsaar. Y
“lo único que hay es lo que no importa: el lenguaje” (O.L.).
En un reportaje Leónidas lo dijo así: “Esa Tierra Prometida que apenas si
atisbo: la poesía convertida en un juego maravilloso mediante el cual el mundo
sea recreado y se recree constantemente, sin el peso de la anécdota, expresando
el lenguaje su propia realidad. El ritmo es vida (…) y lo que no entra dentro
de ese ritmo, por más cierto o verdadero que sea, lo sacrificás (…). Para el
poeta, el sonido es un sentimiento y en él está el sentido. Por eso digo que
escribo con la oreja, como los músicos. (…) La gente que lea esto dirá que hay
algo de locura en esto, pero es así… ¡qué le vamos a hacer!”
Y sí, es una locura. Y Leónidas reafirmando: “Jugador. No vamos a decir poeta, creador ni nada. Vamos a decir jugador. La apuesta es a lo desconocido”.
Y sí, es una locura. Y Leónidas reafirmando: “Jugador. No vamos a decir poeta, creador ni nada. Vamos a decir jugador. La apuesta es a lo desconocido”.
Esto no es una conversación
Cuando Teresa Lamborghini me invitó a presentar el libro Siguiendo al conejo, seguí al conejo, literalmente, el conejo de
Un escritor hace eso, hace: no dice, hace eso de inventar un paisaje, y
Leónidas me inventó otra Alicia aún antes de leer su Alicia y esa Alicia de
Carroll ya era la de Leónidas. Y a esa invención la llamé Esto no es una conversación. No era una conversación sino una
pesadilla a rulemanes, a demencia de que el sonido es engañoso y la pobre
Alicia que era lo suficientemente confiada e imaginativa como para poder estar
en el país de las maravillas y no ahogarse en sus lágrimas sino seguir cayendo
y cayendo hacía esa locura que haría posible el encuentro de Carroll con Alicia
en esta Alicia de Leónidas. Ese encuentro de Siguiendo al conejo. Cima de la literatura esta Alicia de Leónidas:
este encuentro.
Un encuentro loco, claro, y si no estuvieras loca no podrías estar acá,
escribe Carroll y Leónidas agarra y directamente la llama niña infernal, niña
que pasó por la pesadilla que es la pesadilla de las palabras, claro, la
pesadilla de saber que las palabras pueden matar y son peligrosas “y son una
espada de doble filo”.
Borges leyó y usó el escándalo lógico de las Alicias, claro. Pero (siempre
hay un pero, hay una perología de “los que cultivan los modales de la Casa Lamborghini”),
la Alicia de
Leónidas arrastra la pesadilla de Joyce en la que el jabberwocky no está lejos
del Finnegans. Eso que no se puede
traducir o se puede traducir a lo Humpty nomás. Esa niña infernal de Leónidas
que ya pasó por el infierno como la
Alicia del otro lado del espejo que en el juego de “hagamos
de cuenta que” aterroriza a su nurse con su Do
let’s pretend that I’m a hungry hyaena, and you’re a bone! La Alicia monstruo de Carroll como la
llaman el león y el unicornio o esa cosa
también la llaman, porque no saben si es piedra animal o qué, y Alicia que
cuando “juega a las palabras” cree que se puede jugar a las palabras, en ese
infierno donde nadie se da cuenta de que juega a las palabras porque eso es lo
natural ahí: se juega todo el tiempo a eso sin saber que ése es el juego.
Leónidas me pasaba una Alicia donde nada es una conversación y las palabras
pueden derrapar y seguirla y seguirla, como Humpty Dunmpty declara que “puede
explicar todos los poemas del mundo” y cada explicación que da es una locura
mayor de las palabras. No hay explicación. “El que se explica, se sabe, es culpable”,
escribía Leónidas, incómodo de que le hubieran pedido el prólogo de Carroña porque “no soy dado al estilo divulgativo”.
“Los gatitos tienen la costumbre, muy
inconveniente (dijo Alicia) de ponerse siempre a ronronear les digas lo que les
digas.
–Si tan sólo ronronearan cuando dicen ‘sí’ y
maullaran cuando dicen ‘no’, o cualquier otra regla por el estilo –había dicho–
lo que sea para poder conversar.”
Alicia suplica “cualquier regla” con tal de poder conversar, pero en el
mundo de las maravillas infernales no hay reglas así. La literatura es esa
desesperación y esa alegría: no es ni estilo divulgativo ni conversación.
Cuando la Alicia
de Carroll protesta y dice “Pero esto no es una conversación” o “¿Cuando vamos
a encontrar un tema?”, hace bien en protestar aunque le digan estúpida mil
veces, porque ser víctima de la pesadilla del lenguaje no es ni acomodarse en
el tema ni conversar, pero si las niñas infernales pasan por el infierno lo
entienden aunque sea para que no les corten la cabeza. Me pasó Leónidas esa
Alicia que se acomoda cada tanto en el
reposo de encontrar un tema y ahí nomás se lo desbaratan y entre “matar y
nadar” si Alicia no se despertaba, por unas letras perdía la cabeza. Y ahí
Leónidas advirtiendo a su Alicia que si se dice perecer se puede (¡zas!)
perecer.
Pero mientras esperamos a merced de Cronos, está
este encuentro, este instante. Pasar por el infierno para hacer posible el
encuentro entre un escritor y una niña infernal y poder decir “si vos crees en
mí yo creo en vos”. La paradoja de hacer posible un encuentro en la locura de
la no conversación, de la torsión perpetua donde el tema va tras el sonido
porque lo lleva el demonio que es el tic tac de los conejos que cuentan el
tiempo y tienen los rojos ojos y usan chaleco.
De pronto, intempestivo, de pronto. No hay una decisión de seguir al
conejo, no es una cuestión de sigo al conejo o no sigo al conejo, es “pura
tentación y no orientación” (no tiene una brújula tiene un reloj) y no se elige
seguir al conejo: es down, down, down, nomás, “¿qué otra cosa podía hacer?”,
pensó Alicia mientras se quedaba dormida, porque el conejo se sigue en ese
tiempo de ocio que arrima mas tiempo todavía, que abre tiempo en el tiempo como
la Alicia de
Carroll que no se levantaba a buscar las margaritas sino que ensoñada pensaba
si valía la pena levantarse a recoger margaritas para hacer el collar, trazo
que dibuja esa morosidad que abre ya la disponibilidad del soñador como el
cuento que tiene la forma de quien lo cuenta. Ese tiempo que abre tiempo en el
tiempo me pasó Leónidas.
Leónidas cerraba las charlas sobre el tiempo diciendo: “En fin, no me veo
en el paraíso, no estoy apto para esos menesteres. Para vencer al tiempo
prefiero los instantes. Un amor intenso… Es como en la oda de Keats al ruiseñor: eternizar el instante. ¡Si uno
pudiera eternizar el instante!”. Leónidas poeta del instante, de los tiempos
reversibles y torcidos y girados y derrapados, decía que Cronos es el dios del
tiempo pero Eros es el dios del instante. Esto de Leónidas es perfecto. Y
cuando leí su Siguiendo al conejo me
volvía el Eros dios del instante y Leónidas que no tenía edad y podía ir de
niño a gigantón. Todo mientras haya tiempo.
El Eclesiastés es un libro del tiempo humano, es el libro sapiencial más
humano y todo ahí trascurre bajo el sol, bajo el sol y “antes de que se rompa
el cordón de plata y se destroce el tazón de oro” (Eclesiastés). En la
escenografía de la Alicia
de Leónidas hay un boquete, ya no una madriguera, un boquete para seguir al
conejo y ahí ya no hay tiempo y ahí ya no es bajo el sol bajo el sol, y a ese
enigma sin tiempo lo llamamos eternidad. Por el hueco se van Alicia y Carroll
siguiendo al conejo. Y ya no es el infierno aunque se escuchan estruendos de
bomba. Y mejor el olvido si la eternidad es aburrida.
Leído en la presentación de Siguiendo al conejo (Paradiso, 2010), de
Leónidas Lamborghini, el 3 de noviembre de 2010 en la Biblioteca Nacional.