¿Quiere que le hable de Rabelais? De acuerdo, esta mañana hurgué nuevamente la Enciclopedia, así que ahora sé. Ahí está todo, en la Gran Enciclopedia. Se hacen carreras formidables con eso. Justamente, busqué la palabra “Rabelais”.
Vea usted, con Rabelais, se habla siempre de lo que no hay que hablar. Se dice, se repite por todos lados: “Es el padre las letras francesas”. Y luego está el entusiasmo, los elogios, de Victor Hugo a Balzac, a Malherbe. El padre de las letras francesas, ¡oh la la! No es tan simple. En realidad, Rabelais fracasó. Sí, fracasó. No triunfó.
Lo que él quería hacer era un lenguaje para todo el mundo, uno verdadero. Quería democratizar la lengua, una verdadera batalla. Estaba en contra de la Sorbonne, de los doctores, de todo eso. De todo lo admitido, establecido, el rey, la Iglesia, el estilo.
No, él no fue el que ganó. Fue Amyot, el traductor de Plutarco: él tuvo, en los siglos que siguieron, mucho más éxito que Rabelais. Es en él, en su lengua, donde vivimos aún hoy. Rabelais quería hacer entrar la lengua hablada en la lengua escrita: un fracaso. En cambio a Amyot, la gente todavía hoy sigue queriéndolo, quiere el estilo académico. Eso es escribir mierda: el lenguaje fijado. Las columnas de un gran matutino, que se enorgullece de tener redactores que escriben bien, están llenas de eso. Una cloaca de verbos bien hilados, de frases bien pulidas, que terminan dando, al final del artículo, una pequeña ingeniosidad inocente. Para nada peligrosa, para nada fuerte, a fin de no asustar al público. Eso es el fracaso de Rabelais, ésa es la herencia de Amyot. Verdadera mierda, repito.
Rabelais quería verdaderamente una lengua extraordinaria y rica. Pero los otros, todos, emascularon esa lengua, hasta volverla completamente insulsa. Así, hoy, escribir bien es escribir como Amyot, pero eso no es más que una “lengua de traducción”.
Uno de nuestros contemporáneos casi célebre dijo una vez leyendo un libro: “¡Ah! ¡Qué bello libro, parece una traducción!”. Ése es el tono.
Ésa es la pasión moderna del francés: hacer y leer traducciones, hablar como en las traducciones. A mí, hay gente que ha venido a preguntarme si no había sacado tal o cual pasaje de mis libros de Joyce. ¡Sí, me han preguntado eso! Es lógico, porque el inglés está de moda. Yo hablo el inglés perfectamente, como el francés. ¡Ir a sacar algo de Joyce! No, al igual que Rabelais, yo encontré todo en el mismo francés.
Lanson dijo: “Los franceses no son muy artistas”. No hay poesía en Francia; todo es demasiado cartesiano. Tiene razón, evidentemente, Amyot es un precartesiano, y con él todo se echó a perder. Pero no era el caso de Rabelais: un artista.
Rabelais, sí, fracasó, y Amyot ganó. La posteridad de Amyot son todas esas novelas emasculadas que parasitan hoy en día en las mejores editoriales. Miles por año. Pero, novelas así, yo hago una por hora.
Ahora bien, eso es lo único que se publica. ¿Dónde está la posteridad de Rabelais, la verdadera literatura? Desaparecida. La causa de eso está clara. Hay que comprender de una vez por todas (¡basta de pudibundez!) que el francés es una lengua vulgar, desde siempre, desde su nacimiento en el tratado de Verdun. Pero eso no se quiere aceptar, y se continúa despreciando a Rabelais.
“¡Ah!, es rabelaiseano!”, se dice a veces. Eso quiere decir: atención, no es delicado, le falta corrección. Y el nombre de uno de nuestros grandes escritores sirvió así para acuñar un adjetivo difamatorio. ¡Monstruoso! Porque Rabelais era un tipo muy inteligente, escritor, médico, jurista… Incluso en su vida el pobre tuvo muchos problemas: se pasaba los días tratando de que no lo quemaran.
No, Francia ya no puede comprender a Rabelais: se ha vuelto preciosa. Lo que es terrible, es que las cosas podrían haber sido al revés, la lengua de Rabelais podría haberse convertido en la lengua francesa.
Pero ya no quedan más que lacayos, que perciben al amo y quieren hablar como él. ¡Viva el inglés, la discreción insulsa!
Con Rabelais, me dirá usted, puede verse un poco el sistema: sí, ese tipo que fue acosado por la persecución católica, que atacaba abiertamente a los poderosos. Sí, lo que él hacía era sospechoso.
Eso es lo esencial de lo que yo quería decir. El resto (imaginación, poder de creación, comicidad, etc.) no me interesa. La lengua, nada más que la lengua. Eso es lo importante. El resto de lo que se pueda decir está en todos lados. En los manuales de literatura, y después lea la Enciclopedia. Si quiere más, vaya a preguntarles a todos esos grandes escritores que tienen “ideas sobre Rabelais”. ¡Ah! conozco algunos que se agarrarían la cabeza con las manos y le dirían muy serios: “¡Rabelais, qué prodigioso inventor de palabras!”. No son más que charlatanes.
Quédese sobre todo con lo que es interesante en Rabelais: su intención un poco demagógica de atraer al público hablando como él. Rabelais era médico y escritor como yo. Eso se ve, la crudeza justa. Por otro lado era un buen anatomista y, cosa prodigiosa para la época, ya operaba. Incluso inventó un aparato quirúrgico.
No debía creer mucho en Dios, pero no osaba decirlo. Por lo demás, no terminó mal, no fue al suplicio. El suplicio vino después, cuando academizaron el francés que él hablaba para hacer una literatura de escuela secundaria y de diplomas.
Como dice Robert Poulet, hicieron un francés flaco cuando en realidad había un francés gordo. Peor: esquelético. Incluso Balzac no resucitó nada. Es la victoria de la razón.
¡La razón! Hay que estar loco. No se puede hacer nada con eso, todo emasculado. Me hacen reír. Mire lo que les molesta: que no se pueda hacer un bebé “razonablemente”. No hay nada que hacer. Es necesario un momento de delirio para la creación.
Pero no, en literatura, hay que mantenerse limpio. Entonces hoy meten líneas de puntos suspensivos cuando pasa alguna cosa y luego todo continúa tranquilamente: “al día siguiente los dos fueron invitados a la recepción de la duquesa”. ¡Oh! no recomiendo la erotología, eso me repugna, pero lo que es terrible es ese lenguaje demasiado limpio.
Lo que, en efecto, está muy bien en Rabelais es que se jugaba el pellejo, arriesgaba. La muerte lo rondaba, ¡y la muerte inspira!, es más: es la única cosa que inspira, yo lo sé, cuando está ahí, justo detrás. Cuando la muerte está enojada.
No era un bon vivant, Rabelais, se dice eso, es falso. Trabajaba. Y, como todos aquellos que trabajan, era un galeote. Les hubiera gustado agarrarlo, condenarlo. Otras galeras, las del papa, existieron, es verdad. Y ahí, era necesario que los tipos remaran, que aunaran fuerzas, como diría M. Duhamel.
Bardamu, mi héroe en el Voyage, también diría eso. ¡Ah! los imperfectos del subjuntivo…
En mi vida tuve el mismo vicio que Rabelais. Yo también me la pasé metiéndome en situaciones desesperadas. Al igual que él, nunca esperé nada de los otros. Al igual que él, no me arrepiento de nada.
Una entrevista sobre Gargantúa y Pantagruel para El Mejor Libro del Mes.
Traducción: M. Dupont