Por
Philippe Muray
El Bien va rápido. El Bien avanza. Galopa. Sube
de todas partes. Se despliega, se extiende, gana terreno, recluta minuto a
minuto nuevos misioneros. El Bien crece rápidamente, tapa todas las salidas,
impide los escapes. El Bien rehace el día y la noche, el sol y las estrellas,
el espacio y el tiempo. Desde El Imperio
del Bien, el Bien ha empeorado. Siete años le bastaron para verterse,
abalanzarse, dilatarse irresistiblemente, llevando y arrastrando con él todo lo
que encontraba a su paso, derribando todo lo que todavía ofrecía resistencia,
desbordando de su lecho, destrozando sus márgenes, resonando como un tren del
infierno, o más bien, del paraíso, esparciéndose por todas partes,
ensanchándose, circulando, conquistando y subyugando todo lo que podría
intentar oponérsele.
Ahora, ha alcanzado su objetivo. O está a punto
de hacerlo. Y se pierde deliciosamente en la inmensidad de la Fiesta, como un
río en el mar que le fue prometido. Y todo lo que ha arrancado en su carrera
loca se lo ofrece ahora a los remolinos sin fin en los cuales se abisma como
testimonios de su victoria común.
A partir de ahora, el Bien y la Fiesta están
juntos, sus poderes reunidos no conocen límites; y se basan, para comenzar, en
el poder inventado por sus supuestos enemigos, de los cuales los buenos
apóstoles no cesan de denunciar la virulencia engañosa y las maldades arcaicas.
Tanto el Bien como la Fiesta son quisquillosos, susceptibles, irritables. Se
alimentan del sentimiento de persecución. Haber reducido al mutismo toda
oposición no les alcanza; tienen que continuar sacudiendo el espantapájaros
constantemente. En el silencio general de la cobardía, del embrutecimiento o
del consenso, tienen siempre que fortalecerse con ataques fantasmas, peligros
fantoches y simulacros de adversarios.
En 1991, el Bien todavía estaba en la infancia,
por decirlo así. Estaba lejos de conocer todos sus poderes. Probaba sus
fuerzas. Tenía algo de un bebé titubeante, balbuceante, de un nene ya
monstruoso, sí, y que gozaba de una buena salud preocupante, pero todavía
podíamos esperar que le ocurriera un accidente, una enfermedad, la muerte
súbita, es decir, algo que salvara a la humanidad del peligro fatal que su
rápido crecimiento, su extensión irresistible, hacen pesar sobre ella.
En 1991, todavía el Bien parecía frágil, como
una simple hipótesis, como una suposición a la cual sería suficiente romperle
el cuello en el momento preciso para que los peores seres no intenten
verificarla. Se lo sentía tímido, emotivo, temeroso ante los sarcasmos que sus
primeras exacciones filantrópicas podían desencadenar entre aquellos espíritus
libres que existían por entonces, pero ya en un estado de supervivencia
precaria. Y Cordicópolis, la ciudad de la pesadilla color de rosa cuyos
cimientos, con el aplauso de todo el mundo, el Bien estaba levantando, todavía
no tenía más que el aspecto de un boceto de utopía o de una anticipación.
El Bien, en 1991, estaba en pañales, pero ese
pequeño Nerón de la dictadura del Altruismo tenía ya serias ventajas de su
lado. Comenzaba a extender su cárcel radiante sobre la humanidad con el
asentimiento de la humanidad. Todos sus antecedentes, bajo el nombre de bien público, por ejemplo, con lo que
esta noción comporta de idea de multitud, de conjunto indiferenciado cuyo
crecimiento conviene favorecer por intermedio de la policía, de la justicia y,
claro está, de la clerecía mediática, no buscaban más que desarrollarse gracias
a él y a imponerse en todos los terrenos de la existencia corriente. No le quedaba
más que desembocar en el gran estuario del Amor alborozado; y hacer admitir la
idea de que la vida virtuosa es la vida festiva. El Bien ha corrido derecho en
esa dirección. Se ha apurado, se ha adelantado, se ha precipitado en un
torrente. Tenía un objetivo: hoy lo vemos alcanzarlo.
De una manera general, la mayoría de los temas
que yo abordaba en 1991 no han cesado de agravarse y de ennegrecerse, incluso
si aparecían con colores cada vez más deseables a la población. Los
cordicócratas ya abundaban. Los cordicolos, cordicolastros, cordicolianos y
cordicófilos se multiplicaban. Los cordicólogos, por el contrario, no eran
legión. Y los cordicoclastas, quiero hablar de los desmitificadores eventuales
de la Norma cordicola, guardaban silencio. Siempre lo guardan. Desde 1991, los
actores de la Transparencia, los poseídos de lo Homogéneo, los cruzados de la
abolición de todas las diferencias y los furiosos de los procesos retroactivos
se han exhibido con un frenesí del que nadie piensa contestar su pertinencia.
La operación “Pasado limpio” está casi terminada. El pedido de leyes, del que
yo no hacía entonces más que esbozar su patología, y que a continuación fui inducido
a definir como deseo de lo penal, no
había encontrado todavía su buen ritmo de aceleración, no se había convertido
todavía en el grito de éxtasis y de resentimiento de millones de hormigas
humanas a las cuales los jueces galvanizados por el apoyo del rebaño mediático
ofrecen el espectáculo del calvario cotidiano de sus políticos. Todavía no era totalmente
el poderoso acelerador del cambio de
costumbres en el que más tarde iba a convertirse; ni la ideal máquina de
criminalizar con toda la fuerza todo lo que no ha tenido la habilidad o la
posibilidad de presentarse a tiempo
como víctima secular. Todavía no era
posible ver, por ejemplo, los “Comités blancos”, nacidos de la “Marcha blanca”
de Bruselas, enjambrar en “asociaciones blancas” adornadas con nombres
encantadores (Las Palomas, Los Ángeles, El Conejo, El Cervatillo), reinventar
la vida política exigiendo la instauración de “la cláusula de la persona más
vulnerable”, y tomar contacto con los comités de los desempleados y los
indigentes. Todavía no habían, en 1991, abierto completamente las compuertas a
los malhechores radiantes del código penal, ni a los descuartizadores del poder
judicial. Todavía, en 1991, no habíamos cambiado totalmente el sentido de las
palabras hasta ver, sin jamás mostrarnos intrigados, a los peores canallas
consensuados combatir el consenso, y a los potentados del neo-conformismo
levantarse con indignación contra el conformismo. En 1991, era todavía posible
asombrarse con el espectáculo de tantas almas bellas que comenzaban a librar
batalla a favor de lo que va de suyo (las causas nobles), y ponían en eso tal
ardor, que se los hubiera podido ubicar, en otras épocas, en los teatros más
paradojales, más peligrosos, más equívocos, es decir, más interesantes. En
1991, aquellos que yo iba a llamar, algunos años más tarde, los truismócratas,
esos hombres y esas mujeres que llenan con todo el pathos del mundo su combate
contra el amianto, la pedofilia, el tabaquismo, la homofobia, la xenofobia, ya
que han reemplazado las grandes guerras a muerte de antaño por un deber de
injerencia humanitaria al cual le dan el aspecto de una cruzada perpetua, todavía
no patrullaban cotidianamente, cuidando de que nadie permaneciera ajeno a sus
hazañas infatigables. En 1991, todas las santurronerías de la “creolización” generalizada,
ese idilio rebañego con forma de archipiélago new age, todavía no habían completado el trabajo unificador, pero
ponían en él todo su empeño. Lo Positivo, en 1991, no desfilaba todavía sin
interrupción, y sin enfrentarse jamás a lo Negativo, del que, sin embargo, no
cesa de denunciar en todas partes sus “resurgimientos”, ya que éstos lo
mantienen con vida, al tiempo que le permiten continuar su larga batalla de
evidencias, su epopeya del Pleonasmo.
De lo que describí, nada fue desmentido. Pero
nada parecía todavía completamente representado. Todavía no habíamos imaginado,
en 1991, terminar de destruir las ciudades transformándolas en roller-parks. Y la telefonía celular todavía no había sido acogida con el
embelesamiento que conocemos por tantos esclavos que no piden más que una dosis
más alta de servidumbre. El Imperio, desde entonces, se ha emponzoñado. Lo hizo
con mucho talento. Y la aventura sexual, por ejemplo, de la que yo esbozaba el
réquiem ya que la preveía, en adelante, conjugable en pasado, parece asunto
resuelto: ha sucumbido definitivamente a la propaganda indiferenciadora del
movimiento sexual institucional de masas
(hétero u homo), el cual mantiene más o menos tantos vínculos con la sexualidad
individual (homo o hétero) como un bife congelado
con una trucha de río. En ese punto, y al cabo de algunos milenios de historia
forzosamente culpable por definición, fue suficiente, para cerrar la cuestión
en cinco minutos, convencerse de que un interés demasiado grande en la diferencia sexual era fuente de todos
los crímenes, y que la diferenciación jerárquica, ella misma generadora de
“desigualdades y exclusiones”, derivaba de ella directamente.
El Bien fue rápido. El Bien puso empeño.
Trabajó bien. A su paso, en su avalancha furiosa, logró incluso escamotear el
Mal. Se lo llevó. Lo convirtió. Lo acaparó. Se lo metió en el bolsillo.
Literalmente, lo expropió, lo captó. Para terminar lanzándolo en la cesta de
bodas en el momento de casarse triunfalmente con la Fiesta. Ya que el Bien, al
fin de cuentas, se unió a la Fiesta; y la entrada conjunta en sobrefusión de
esos dos “valores” representa el hecho nuevo más extraordinario de los últimos
años. El Bien se casó. No podría decírselo mejor. Y si hoy mi Imperio parece evocar acontecimientos
que podrían haber ocurrido un siglo antes, eso es porque el bebé ha crecido, ha
engordado, presionado, empujado por todos sus extremos; se desarrolló, se
desplegó, aumentó, se volvió desmesurado. Entró en la adultez. Se emancipó.
Rompió sus ataduras. Único heredero del Mal, a través de su supresión (de su
escamoteo), puede, al mismo tiempo, declararlo fuera de la ley y recoger las
migajas útiles. A lo negativo, aquello que execraba ya que representaba
exactamente el poder del desarrollo histórico, lo ha puesto bajo custodia. Y,
para que nunca le suceda aquello que les sobrevino a las sociedades
precedentes, es decir, aparecer un día como un estado de cosas en vías de
pudrición, imaginó (menos estúpido en esto, menos inocente que sus predecesores
en opresión) integrarse a título de antídoto de lo negativo postizo. Para no correr
el peligro de engendrar su doble negativo (a la manera en que la burguesía, por
ejemplo, engendró el proletariado), resolvió criarlo en el sótano y en
facsímile, alimentarlo con el biberón de las imitaciones. El Bien imita al Mal
cada vez que es necesario. Alimenta, como fuegos de guerra, los focos del
conflicto. Y las nuevas generaciones de rebeldes sintéticos, cómodos y
acomodaticios, que ha fabricado, no corren el riesgo de revelarse un día como
los sepultureros, los sucesores, y mucho menos los usurpadores o los demoledores
de ese ejemplar empleador.
El Bien ha bregado. Hizo bien su trabajo. De
antemano, esteriliza todas las veleidades de objeciones, todas las
subversiones, todas las impugnaciones que podrían esgrimirse. O más bien las enrola.
Las recluta. Y las pone al servicio de la Fiesta perpetua; de la que en
adelante será impío, e incluso peligroso (no hay más que pensar en la escalada
de arrebatos delirantes y aterradores que viene a escandir cada episodio de la
Copa del Mundo), negar sus virtudes educadoras, domesticadoras, aplastadoras,
pulidoras, civilizadoras.
El Bien ha corrido, ha disparado, se ha
precipitado. Ha tocado su meta, alcanzado su deseo. Está en trance de realizar
lo que ninguna institución, ningún poder, ningún terrorismo del pasado, ninguna
policía, ningún ejército había logrado obtener: la adhesión espontánea de casi
todo al interés general, es decir, el olvido entusiasta de cada uno de los
intereses particulares, e incluso el sacrificio de éstos. Nada en la Historia
pasada, exceptuada tal vez (y ni siquiera) la movilización furibunda de
alemanes y franceses, su reclutamiento en masa en el momento de la declaración
de la guerra de 1914, y correlativamente, el mutismo brusco de aquellos
(anarquistas, pacifistas, socialdemócratas) que deberían haberse opuesto a la
demencia general, podría dar una mínima idea de una aprobación tan formidable.
En el Bien devenido Fiesta, no queda más que el Bien, no queda más que la
Fiesta; y todos los otros contenidos de nuestras existencias se han más o menos
fundido al contacto de ese fuego. A partir de ahora, el Imperio dice,
parafraseando a Hegel: “Todo lo que es real es festivo, todo lo que es festivo
es real”.
Era lógico que una sociedad en la que la
transgresión y la rebelión se han convertido en rutinas, donde el
no-conformismo tiene un salario y donde los anarquismos están cubiertos de una
pátina dorada, reconozca en las masas festivas, ligadas desde tiempos
inmemoriales a la transgresión y a la violación ritual de las normas de la vida
corriente, la apoteosis justificadoras de su existencia. Salvo que ya no haya más
normas, ni vida corriente; y que, extendiéndose a toda la existencia, la Fiesta,
que hasta ese entonces era desorden efímero y derrocamiento de las
prohibiciones, se haya convertido en la norma, y también en la policía. Pero
ese problema no sería tal, tanto para los cagatintas como para los vigilantes
de la nueva sociedad hiperfestiva, si toda comparación con el pasado no hubiera desaparecido en la misma circunstancia.
Los futuros que cantaban las antiguas
rebeliones no eran más que remilgadas promesas jamás cumplidas al lado de
nuestros presentes que mugen y atronan. Desde que ya no hay trabajo, o que los
trabajadores ya no son más verdaderamente necesarios como antes para el buen funcionamiento del planeta, la eminente dignidad que derivaba del trabajo ha
sido reemplazada por la eminente irrisión del hombre festivo. Despojada de toda
significación, de toda meta que no sea la afirmación de su estúpido pride, aquí tenemos, pues, a la jauría
tal como los decibeles la cambian. ¿Qué es lo que ella quiere? Únicamente ser
más numerosa, es decir, estar más orgullosa, más autosatisfecha, más
contenta con ella misma así como con el universo. Nuestro mundo es el primero
en haber inventado instrumentos de persecución o de destrucción sonoras
bastante poderosos como para que ya no sea ni siquiera necesario ir físicamente
a romper los vidrios o las puertas de las casas en las que esconden aquellos
que buscan excluirse de él, y que son, por lo tanto, sus enemigos. En este
sentido, debo reconocer mi asombro por no haber pensado, en 1991, en ultrajar
como es debido a uno de los más galoneados festivócratas, del que quiero hablar
ahora: Jack Lang; el cual no se contenta con haber impuesto esa violación
protegida y moralizada que llaman Fiesta de la Música, sino que tiene que
destacarse todavía con nuevas hazañas, comenzando por el injerto en París de la
Love Parade de Berlín. Estoy profundamente apenado de no haber hecho en ese
entonces la más mínima alusión a ese ganso preeminente de la farsa festiva, ese
monigote disertante para corsos floridos, ese pelele del potlatch, esa
combinación perfecta y tartufesca de la estafa del Bien y de las fechorías de
la Fiesta. El olvido está reparado.
Sin dudas la más grande originalidad de esta obra
es que no sugiere ninguna solución a todo lo que, bajo el aspecto de un
desastre incesantemente acelerado, ha terminado por sustituir a la sociedad.
Encontrarán placer, estoy persuadido, señalando que yo no veía, ya en 1991,
ninguna salida a esta situación. Podrán también observar, siempre con placer,
que tampoco me preocupaba convencer a aquellos que todavía no se habían
convencido por sí mismos de la pertinencia de una visión de esas
características. Se felicitarán al constatar que no entreveo la más mínima luz
de esperanza en esta noche electrónica donde todos los charlatanes son grises y
donde los mercaderes de ilusiones ven la vida color de rosa en la web.
Es una gran desgracia vivir en estos tiempos
tan abominables. Pero es una desgracia todavía mayor no intentar, al menos una
vez, por la belleza del gesto, agarrarlos por el cuello. Antes de pasar del
discurso a la acción, o del pensamiento al examen de los seres concretos, es
decir, del ensayo a la novela, es decir, a la auscultación de lo que podría
subsistir de existencia autónoma en las condiciones de sobrevida de esta ciudad
planetaria que he bautizado Cordicópolis pero que en adelante hay que llamar
Carnavalgrado: aquí termina El Imperio;
aquí comienza On ferme.
Agosto 1998.
Traducción: Mariano Dupont
(*)
Prefacio a la edición de 1998 de El
Imperio del Bien.