"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

viernes, 13 de julio de 2012

La infancia del Bien*


Por Philippe Muray


El Bien va rápido. El Bien avanza. Galopa. Sube de todas partes. Se despliega, se extiende, gana terreno, recluta minuto a minuto nuevos misioneros. El Bien crece rápidamente, tapa todas las salidas, impide los escapes. El Bien rehace el día y la noche, el sol y las estrellas, el espacio y el tiempo. Desde El Imperio del Bien, el Bien ha empeorado. Siete años le bastaron para verterse, abalanzarse, dilatarse irresistiblemente, llevando y arrastrando con él todo lo que encontraba a su paso, derribando todo lo que todavía ofrecía resistencia, desbordando de su lecho, destrozando sus márgenes, resonando como un tren del infierno, o más bien, del paraíso, esparciéndose por todas partes, ensanchándose, circulando, conquistando y subyugando todo lo que podría intentar oponérsele.
Ahora, ha alcanzado su objetivo. O está a punto de hacerlo. Y se pierde deliciosamente en la inmensidad de la Fiesta, como un río en el mar que le fue prometido. Y todo lo que ha arrancado en su carrera loca se lo ofrece ahora a los remolinos sin fin en los cuales se abisma como testimonios de su victoria común.
A partir de ahora, el Bien y la Fiesta están juntos, sus poderes reunidos no conocen límites; y se basan, para comenzar, en el poder inventado por sus supuestos enemigos, de los cuales los buenos apóstoles no cesan de denunciar la virulencia engañosa y las maldades arcaicas. Tanto el Bien como la Fiesta son quisquillosos, susceptibles, irritables. Se alimentan del sentimiento de persecución. Haber reducido al mutismo toda oposición no les alcanza; tienen que continuar sacudiendo el espantapájaros constantemente. En el silencio general de la cobardía, del embrutecimiento o del consenso, tienen siempre que fortalecerse con ataques fantasmas, peligros fantoches y simulacros de adversarios.
En 1991, el Bien todavía estaba en la infancia, por decirlo así. Estaba lejos de conocer todos sus poderes. Probaba sus fuerzas. Tenía algo de un bebé titubeante, balbuceante, de un nene ya monstruoso, sí, y que gozaba de una buena salud preocupante, pero todavía podíamos esperar que le ocurriera un accidente, una enfermedad, la muerte súbita, es decir, algo que salvara a la humanidad del peligro fatal que su rápido crecimiento, su extensión irresistible, hacen pesar sobre ella.
En 1991, todavía el Bien parecía frágil, como una simple hipótesis, como una suposición a la cual sería suficiente romperle el cuello en el momento preciso para que los peores seres no intenten verificarla. Se lo sentía tímido, emotivo, temeroso ante los sarcasmos que sus primeras exacciones filantrópicas podían desencadenar entre aquellos espíritus libres que existían por entonces, pero ya en un estado de supervivencia precaria. Y Cordicópolis, la ciudad de la pesadilla color de rosa cuyos cimientos, con el aplauso de todo el mundo, el Bien estaba levantando, todavía no tenía más que el aspecto de un boceto de utopía o de una anticipación.
El Bien, en 1991, estaba en pañales, pero ese pequeño Nerón de la dictadura del Altruismo tenía ya serias ventajas de su lado. Comenzaba a extender su cárcel radiante sobre la humanidad con el asentimiento de la humanidad. Todos sus antecedentes, bajo el nombre de bien público, por ejemplo, con lo que esta noción comporta de idea de multitud, de conjunto indiferenciado cuyo crecimiento conviene favorecer por intermedio de la policía, de la justicia y, claro está, de la clerecía mediática, no buscaban más que desarrollarse gracias a él y a imponerse en todos los terrenos de la existencia corriente. No le quedaba más que desembocar en el gran estuario del Amor alborozado; y hacer admitir la idea de que la vida virtuosa es la vida festiva. El Bien ha corrido derecho en esa dirección. Se ha apurado, se ha adelantado, se ha precipitado en un torrente. Tenía un objetivo: hoy lo vemos alcanzarlo.
De una manera general, la mayoría de los temas que yo abordaba en 1991 no han cesado de agravarse y de ennegrecerse, incluso si aparecían con colores cada vez más deseables a la población. Los cordicócratas ya abundaban. Los cordicolos, cordicolastros, cordicolianos y cordicófilos se multiplicaban. Los cordicólogos, por el contrario, no eran legión. Y los cordicoclastas, quiero hablar de los desmitificadores eventuales de la Norma cordicola, guardaban silencio. Siempre lo guardan. Desde 1991, los actores de la Transparencia, los poseídos de lo Homogéneo, los cruzados de la abolición de todas las diferencias y los furiosos de los procesos retroactivos se han exhibido con un frenesí del que nadie piensa contestar su pertinencia. La operación “Pasado limpio” está casi terminada. El pedido de leyes, del que yo no hacía entonces más que esbozar su patología, y que a continuación fui inducido a definir como deseo de lo penal, no había encontrado todavía su buen ritmo de aceleración, no se había convertido todavía en el grito de éxtasis y de resentimiento de millones de hormigas humanas a las cuales los jueces galvanizados por el apoyo del rebaño mediático ofrecen el espectáculo del calvario cotidiano de sus políticos. Todavía no era totalmente el poderoso acelerador del cambio de costumbres en el que más tarde iba a convertirse; ni la ideal máquina de criminalizar con toda la fuerza todo lo que no ha tenido la habilidad o la posibilidad de presentarse a tiempo como víctima secular. Todavía no era posible ver, por ejemplo, los “Comités blancos”, nacidos de la “Marcha blanca” de Bruselas, enjambrar en “asociaciones blancas” adornadas con nombres encantadores (Las Palomas, Los Ángeles, El Conejo, El Cervatillo), reinventar la vida política exigiendo la instauración de “la cláusula de la persona más vulnerable”, y tomar contacto con los comités de los desempleados y los indigentes. Todavía no habían, en 1991, abierto completamente las compuertas a los malhechores radiantes del código penal, ni a los descuartizadores del poder judicial. Todavía, en 1991, no habíamos cambiado totalmente el sentido de las palabras hasta ver, sin jamás mostrarnos intrigados, a los peores canallas consensuados combatir el consenso, y a los potentados del neo-conformismo levantarse con indignación contra el conformismo. En 1991, era todavía posible asombrarse con el espectáculo de tantas almas bellas que comenzaban a librar batalla a favor de lo que va de suyo (las causas nobles), y ponían en eso tal ardor, que se los hubiera podido ubicar, en otras épocas, en los teatros más paradojales, más peligrosos, más equívocos, es decir, más interesantes. En 1991, aquellos que yo iba a llamar, algunos años más tarde, los truismócratas, esos hombres y esas mujeres que llenan con todo el pathos del mundo su combate contra el amianto, la pedofilia, el tabaquismo, la homofobia, la xenofobia, ya que han reemplazado las grandes guerras a muerte de antaño por un deber de injerencia humanitaria al cual le dan el aspecto de una cruzada perpetua, todavía no patrullaban cotidianamente, cuidando de que nadie permaneciera ajeno a sus hazañas infatigables. En 1991, todas las santurronerías de la “creolización” generalizada, ese idilio rebañego con forma de archipiélago new age, todavía no habían completado el trabajo unificador, pero ponían en él todo su empeño. Lo Positivo, en 1991, no desfilaba todavía sin interrupción, y sin enfrentarse jamás a lo Negativo, del que, sin embargo, no cesa de denunciar en todas partes sus “resurgimientos”, ya que éstos lo mantienen con vida, al tiempo que le permiten continuar su larga batalla de evidencias, su epopeya del Pleonasmo.
De lo que describí, nada fue desmentido. Pero nada parecía todavía completamente representado. Todavía no habíamos imaginado, en 1991, terminar de destruir las ciudades transformándolas en roller-parks. Y la telefonía celular todavía no había sido acogida con el embelesamiento que conocemos por tantos esclavos que no piden más que una dosis más alta de servidumbre. El Imperio, desde entonces, se ha emponzoñado. Lo hizo con mucho talento. Y la aventura sexual, por ejemplo, de la que yo esbozaba el réquiem ya que la preveía, en adelante, conjugable en pasado, parece asunto resuelto: ha sucumbido definitivamente a la propaganda indiferenciadora del movimiento sexual institucional de masas (hétero u homo), el cual mantiene más o menos tantos vínculos con la sexualidad individual (homo o hétero) como un bife congelado con una trucha de río. En ese punto, y al cabo de algunos milenios de historia forzosamente culpable por definición, fue suficiente, para cerrar la cuestión en cinco minutos, convencerse de que un interés demasiado grande en la diferencia sexual era fuente de todos los crímenes, y que la diferenciación jerárquica, ella misma generadora de “desigualdades y exclusiones”, derivaba de ella directamente.
El Bien fue rápido. El Bien puso empeño. Trabajó bien. A su paso, en su avalancha furiosa, logró incluso escamotear el Mal. Se lo llevó. Lo convirtió. Lo acaparó. Se lo metió en el bolsillo. Literalmente, lo expropió, lo captó. Para terminar lanzándolo en la cesta de bodas en el momento de casarse triunfalmente con la Fiesta. Ya que el Bien, al fin de cuentas, se unió a la Fiesta; y la entrada conjunta en sobrefusión de esos dos “valores” representa el hecho nuevo más extraordinario de los últimos años. El Bien se casó. No podría decírselo mejor. Y si hoy mi Imperio parece evocar acontecimientos que podrían haber ocurrido un siglo antes, eso es porque el bebé ha crecido, ha engordado, presionado, empujado por todos sus extremos; se desarrolló, se desplegó, aumentó, se volvió desmesurado. Entró en la adultez. Se emancipó. Rompió sus ataduras. Único heredero del Mal, a través de su supresión (de su escamoteo), puede, al mismo tiempo, declararlo fuera de la ley y recoger las migajas útiles. A lo negativo, aquello que execraba ya que representaba exactamente el poder del desarrollo histórico, lo ha puesto bajo custodia. Y, para que nunca le suceda aquello que les sobrevino a las sociedades precedentes, es decir, aparecer un día como un estado de cosas en vías de pudrición, imaginó (menos estúpido en esto, menos inocente que sus predecesores en opresión) integrarse a título de antídoto de lo negativo postizo. Para no correr el peligro de engendrar su doble negativo (a la manera en que la burguesía, por ejemplo, engendró el proletariado), resolvió criarlo en el sótano y en facsímile, alimentarlo con el biberón de las imitaciones. El Bien imita al Mal cada vez que es necesario. Alimenta, como fuegos de guerra, los focos del conflicto. Y las nuevas generaciones de rebeldes sintéticos, cómodos y acomodaticios, que ha fabricado, no corren el riesgo de revelarse un día como los sepultureros, los sucesores, y mucho menos los usurpadores o los demoledores de ese ejemplar empleador.
El Bien ha bregado. Hizo bien su trabajo. De antemano, esteriliza todas las veleidades de objeciones, todas las subversiones, todas las impugnaciones que podrían esgrimirse. O más bien las enrola. Las recluta. Y las pone al servicio de la Fiesta perpetua; de la que en adelante será impío, e incluso peligroso (no hay más que pensar en la escalada de arrebatos delirantes y aterradores que viene a escandir cada episodio de la Copa del Mundo), negar sus virtudes educadoras, domesticadoras, aplastadoras, pulidoras, civilizadoras.
El Bien ha corrido, ha disparado, se ha precipitado. Ha tocado su meta, alcanzado su deseo. Está en trance de realizar lo que ninguna institución, ningún poder, ningún terrorismo del pasado, ninguna policía, ningún ejército había logrado obtener: la adhesión espontánea de casi todo al interés general, es decir, el olvido entusiasta de cada uno de los intereses particulares, e incluso el sacrificio de éstos. Nada en la Historia pasada, exceptuada tal vez (y ni siquiera) la movilización furibunda de alemanes y franceses, su reclutamiento en masa en el momento de la declaración de la guerra de 1914, y correlativamente, el mutismo brusco de aquellos (anarquistas, pacifistas, socialdemócratas) que deberían haberse opuesto a la demencia general, podría dar una mínima idea de una aprobación tan formidable. En el Bien devenido Fiesta, no queda más que el Bien, no queda más que la Fiesta; y todos los otros contenidos de nuestras existencias se han más o menos fundido al contacto de ese fuego. A partir de ahora, el Imperio dice, parafraseando a Hegel: “Todo lo que es real es festivo, todo lo que es festivo es real”.
Era lógico que una sociedad en la que la transgresión y la rebelión se han convertido en rutinas, donde el no-conformismo tiene un salario y donde los anarquismos están cubiertos de una pátina dorada, reconozca en las masas festivas, ligadas desde tiempos inmemoriales a la transgresión y a la violación ritual de las normas de la vida corriente, la apoteosis justificadoras de su existencia. Salvo que ya no haya más normas, ni vida corriente; y que, extendiéndose a toda la existencia, la Fiesta, que hasta ese entonces era desorden efímero y derrocamiento de las prohibiciones, se haya convertido en la norma, y también en la policía. Pero ese problema no sería tal, tanto para los cagatintas como para los vigilantes de la nueva sociedad hiperfestiva, si toda comparación con el pasado no hubiera desaparecido en la misma circunstancia.
Los futuros que cantaban las antiguas rebeliones no eran más que remilgadas promesas jamás cumplidas al lado de nuestros presentes que mugen y atronan. Desde que ya no hay trabajo, o que los trabajadores ya no son más verdaderamente necesarios como antes para el buen funcionamiento del planeta, la eminente dignidad que derivaba del trabajo ha sido reemplazada por la eminente irrisión del hombre festivo. Despojada de toda significación, de toda meta que no sea la afirmación de su estúpido pride, aquí tenemos, pues, a la jauría tal como los decibeles la cambian. ¿Qué es lo que ella quiere? Únicamente ser más numerosa, es decir, estar más orgullosa, más autosatisfecha, más contenta con ella misma así como con el universo. Nuestro mundo es el primero en haber inventado instrumentos de persecución o de destrucción sonoras bastante poderosos como para que ya no sea ni siquiera necesario ir físicamente a romper los vidrios o las puertas de las casas en las que esconden aquellos que buscan excluirse de él, y que son, por lo tanto, sus enemigos. En este sentido, debo reconocer mi asombro por no haber pensado, en 1991, en ultrajar como es debido a uno de los más galoneados festivócratas, del que quiero hablar ahora: Jack Lang; el cual no se contenta con haber impuesto esa violación protegida y moralizada que llaman Fiesta de la Música, sino que tiene que destacarse todavía con nuevas hazañas, comenzando por el injerto en París de la Love Parade de Berlín. Estoy profundamente apenado de no haber hecho en ese entonces la más mínima alusión a ese ganso preeminente de la farsa festiva, ese monigote disertante para corsos floridos, ese pelele del potlatch, esa combinación perfecta y tartufesca de la estafa del Bien y de las fechorías de la Fiesta. El olvido está reparado.
Sin dudas la más grande originalidad de esta obra es que no sugiere ninguna solución a todo lo que, bajo el aspecto de un desastre incesantemente acelerado, ha terminado por sustituir a la sociedad. Encontrarán placer, estoy persuadido, señalando que yo no veía, ya en 1991, ninguna salida a esta situación. Podrán también observar, siempre con placer, que tampoco me preocupaba convencer a aquellos que todavía no se habían convencido por sí mismos de la pertinencia de una visión de esas características. Se felicitarán al constatar que no entreveo la más mínima luz de esperanza en esta noche electrónica donde todos los charlatanes son grises y donde los mercaderes de ilusiones ven la vida color de rosa en la web.
Es una gran desgracia vivir en estos tiempos tan abominables. Pero es una desgracia todavía mayor no intentar, al menos una vez, por la belleza del gesto, agarrarlos por el cuello. Antes de pasar del discurso a la acción, o del pensamiento al examen de los seres concretos, es decir, del ensayo a la novela, es decir, a la auscultación de lo que podría subsistir de existencia autónoma en las condiciones de sobrevida de esta ciudad planetaria que he bautizado Cordicópolis pero que en adelante hay que llamar Carnavalgrado: aquí termina El Imperio; aquí comienza On ferme.
Agosto 1998.
Traducción: Mariano Dupont

(*) Prefacio a la edición de 1998 de El Imperio del Bien.