"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

lunes, 23 de julio de 2012

Homenaje a Zola*


Por Louis-Ferdinand Céline


Los hombres son místicos de la muerte de los que hay que desconfiar.


Pensando en Zola permanecemos algo molestos delante de su obra, está demasiado cerca de nosotros como para que la juzguemos bien, quiero decir, en sus intenciones. Nos habla de cosas que nos son familiares… Nos resultaría bien agradable que esas cosas hubieran cambiado un poco.
Permítanme un pequeño recuerdo personal. En la Exposición de 1900, yo era todavía muy joven, pero sin embargo conservo el recuerdo muy vivaz de que era una enorme brutalidad. Pies, sobre todo, pies por todos lados y polvo en nubes tan espesas que se las podía tocar. Un gentío interminable desfilando, pisoteando, aplastando la Exposición, y luego esa cinta transportadora que chirriaba hasta la galería de las máquinas, llena, por primera vez, de metales torturados, de amenazas colosales, de catástrofes en suspenso. La vida moderna comenzaba.
Después no se ha mejorado. Desde L’Assommoir tampoco se ha mejorado. Las cosas han permanecido allí con algunas variantes. ¿Había, Zola, trabajado demasiado bien para sus sucesores? ¿O bien los recién venidos tuvieron miedo del naturalismo? Tal vez…
Hoy, el naturalismo de Zola, con los medios que nosotros poseemos para informarnos, se vuelve casi imposible. No saldríamos de prisión si contáramos la vida tal como la conocemos, comenzando por la propia. Quiero decir, tal como la comprendemos desde hace una veintena de años. Le hacía falta a Zola cierto heroísmo para mostrar a los hombres de su tiempo algunos cuadros de la realidad. La realidad de hoy no le sería permitida a nadie.
¡A nosotros, entonces, los símbolos y los sueños! ¡Todas las transferencias que no alcanza la ley no alcanzan todavía! Porque, finalmente, es en los símbolos y los sueños donde pasamos las nueve décimas partes de nuestras vidas, ya que nueve décimas partes de la existencia, es decir, del placer de vivir, nos son desconocidas o prohibidas. Serán también bien acorralados, los sueños, un día u otro. Es una dictadura que nos deben.
La posición del hombre en medio de su fárrago de leyes, de costumbres, de deseos, de instintos anudados, rechazados, se ha vuelto tan peligrosa, tan artificial, tan arbitraria, tan trágica y tan grotesca al mismo tiempo, que jamás la literatura fue tan fácil de concebir como ahora, pero también tan difícil de soportar. Estamos rodeados de países enteros de embrutecidos anafilácticos, el mínimo shock los precipita en convulsiones asesinas que no terminan nunca.
Henos aquí al término de veinte siglos de alta civilización y sin embargo ningún régimen resistiría dos meses de verdad. Me refiero a la sociedad marxista así como a nuestras sociedades burguesas y fascistas.
El hombre no puede persistir en efecto en ninguna de sus formas sociales, enteramente brutales, todas masoquistas, sin la violencia de una mentira permanente y cada vez más masiva, repetida frenéticamente, “totalitariamente”, como dicen.
Privadas de esta coacción, nuestras sociedades se hundirían en la peor de las anarquías. Hitler no es la última palabra, veremos algo más epiléptico aún, tal vez aquí. El naturalismo en esas condiciones, lo quiera o no, se vuelve político. Es derrotado. Felices aquellos que gobernarán el caballo de Calígula.
Los griteríos dictatoriales van ahora por todos lados al encuentro de innumerables atormentados por el alimento, por la monotonía de las tareas cotidianas, por el alcohol, miríadas rechazadas, todo enyesado con un inmenso narcisismo sadomasoquista salido de las investigaciones, las experiencias y la sinceridad social. Me hablan mucho de juventud, ¡el mal es más profundo que la juventud! No veo, sin embargo, otra juventud que una movilización de ardores aperitivos, deportivos, automovilísticos, espectaculares, pero nada nuevo. Los jóvenes, para las ideas al menos, van en su gran mayoría a la zaga de las ratas charlatanas, homicidas. En este sentido, para ser equitativos, la juventud no existe en el sentido romántico que todavía le otorgamos a esa palabra. Desde los diez años, el destino del hombre está ya más o menos fijado, al menos en sus resortes emotivos, después de ese momento sólo existimos a través de insípidas repeticiones, cada vez menos sinceras, cada vez más teatrales. ¿Tal vez, después de todo, las “civilizaciones” sufran la misma suerte? La nuestra parece bien bloqueada en una incurable psicosis guerrera. Ya sólo vivimos para ese tipo de repeticiones destructivas. Cuando observamos con qué prejuicios rancios, con qué minucias podridas puede cebarse el fanatismo absoluto de millones de individuos pretendidamente evolucionados, instruidos en las mejores escuelas de Europa, estamos autorizados, ciertamente, a preguntarnos si el instinto de muerte en el Hombre, en esas sociedades, no domina ya definitivamente el instinto de vida. Alemanes, franceses, chinos, valacos… ¡Dictaduras o no! Nada más que pretextos para jugar a la muerte.
Me gustaría mucho poder explicar todo por las reacciones malignas de defensa del capitalismo o la extrema miseria. Pero las cosas no son tan simples ni tan ponderables. Ni la miseria profunda, ni la opresión policial justifican esas avalanchas en masa hacia los nacionalismos extremos, agresivos, extáticos, de países enteros. Ciertamente, se pueden explicar las cosas a los fieles, completamente convencidos de antemano, los mismos a los que se les explicaba hace doce meses el avenimiento inminente, infalible, del comunismo en Alemania. Pero el gusto por las guerras y las masacres no tendría por origen esencial el apetito de conquista, de poder y de beneficio de las clases dirigentes. Se ha dicho, se ha expuesto todo en ese dossier, sin asquear a nadie. El sadismo unánime actual procede ante todo de un deseo de aniquilación profundamente instalado en el Hombre y sobre todo en la masa de los hombres, una suerte de impaciencia amorosa, más o menos irresistible, unánime, por la muerte. Con coqueterías, por supuesto, mil negaciones, pero el tropismo está ahí, y es tanto más poderoso cuanto es perfectamente secreto y silencioso.
Ahora bien, los gobiernos han tomado la larga costumbre de sus pueblos siniestros, se han adaptado bien a ellos. Temen, en su psicología, cualquier tipo de cambio. Sólo quieren conocer al títere, al asesino a sueldo, la víctima a medida. Liberales, marxistas, fascistas sólo se ponen de acuerdo en una punto: ¡los soldados!… Nada más y nada menos. No sabrían qué hacer, en verdad, con pueblos absolutamente pacíficos.
Si nuestros amos han llegado a este tácito entendimiento práctico, es que tal vez, después de todo, el alma del Hombre ha cristalizado definitivamente en esta forma suicida.
Se puede obtener todo de un animal por la dulzura y la razón, mientras que los grandes entusiasmos de masas, los frenesís durables de las multitudes son casi siempre estimulados, provocados, mantenidos por la estupidez y la brutalidad. Zola no había entrevisto los mismos problemas sociales en su obra, sobre todo presentados bajo esa forma despótica. La fe científica, por entonces muy nueva, hizo pensar a los escritores de su época en cierta fe social, en una razón de ser “optimista”. Zola creía en la virtud, pensaba en horrorizar al culpable, pero no en desesperarlo. Hoy en día sabemos que la víctima vuelve a pedir siempre más martirio. ¿Tenemos todavía el derecho, sin caer en la tontería, de hacer figurar en nuestros escritos una providencia cualquiera? Haría falta para eso una fe robusta. Todo se vuelve cada vez más trágico y más irremediable a medida que penetramos en el Destino del Hombre, que dejamos de imaginarlo para vivirlo como es realmente… Se lo descubre. Todavía no queremos reconocerlo. Si nuestra música se vuelve trágica, es que tiene sus razones. Las palabras de hoy, así como nuestra música, van más lejos que en la época de Zola. Trabajamos ahora por la sensibilidad y ya no por el análisis, es decir, “desde adentro”. Nuestras palabras van hasta los instintos y a veces los tocan, pero al mismo tiempo, allí se detiene, y para siempre, nuestro poder.
Nuestro Coupeau1 ya no bebe tanto como el primero. Ha recibido instrucción… Delira mucho más. Su delirium es una oficina estándar con trece teléfonos. Le da órdenes al mundo. No le gustan las damas. También es valiente. Se lo decora con prodigalidad. En el juego del Hombre, el Instinto de muerte, el Instinto silencioso, está decididamente bien ubicado, tal vez a un costado del egoísmo. Ocupa el lugar del cero en la ruleta. El casino gana siempre. La muerte también. La ley de los grandes números trabaja para ella. Es una ley que no falla. Todo lo que emprendemos, de una manera u otra, rápidamente viene a chocar contra ella y gira hacia el odio, lo siniestro, lo ridículo. Habría que estar dotado de un espíritu muy extraño para hablar de otra cosa que no fuera la muerte en tiempos en los que sobre la tierra, sobre las aguas, en los aires, en el presente, en el porvenir, no se trata más que de eso. Sé que todavía podemos ir a bailar al cementerio y hablar de amor en los mataderos, el autor cómico tiene ventajas, pero es un último recurso.
Cuando nos hayamos vuelto totalmente morales, en el sentido en que nuestras civilizaciones lo entienden y lo desean, y pronto lo exigirán, creo que terminaremos por estallar totalmente de maldad. Sólo nos dejarán para entretenernos el instinto de destrucción. Ése que se cultiva desde la escuela y al que se alimenta todo a lo largo de eso que todavía llamamos: la vida. Nueve líneas de crímenes, una de aburrimiento. Pereceremos todos a coro, con placer, en un mundo al que habremos alambrado con coacciones y angustias durante cincuenta siglos.
Tal vez, en suma, sólo sea tiempo de rendir un supremo homenaje a Émile Zola en vísperas de una inmensa derrota, otra más. Ya no se trata de imitarlo o de seguirlo. No tenemos evidentemente ni el don, ni la fuerza, ni la fe que crean los grandes movimientos del alma, ¿Tendría él, por su parte, la fuerza para juzgarnos? Hemos aprendido sobre las almas, desde que él se fue, cosas sorprendentes.
La calle de los Hombres tiene una sola mano, la muerte es dueña de todos los cafés, es el juego de cartas “sangriento” que nos atrae y nos vigila.
La obra de Zola se asemeja de algún modo a la obra de Pasteur, tan sólida, tan viva todavía, en dos o tres puntos esenciales. En los dos hombres encontramos la misma técnica meticulosa de creación, la misma preocupación de probidad experimental, y sobre todo, el mismo formidable poder de demostración, que en Zola se volvió épico. Sería demasiado para nuestra época. Era necesario mucho liberalismo para soportar el affaire Dreyfus. Estamos lejos de esos tiempos académicos.
Según ciertas tradiciones, debería terminar mi pequeño trabajo con un tono de buena voluntad, de optimismo, a pesar de todo… Ahora bien, ¿qué debemos esperar del naturalismo en las condiciones en que nos encontramos? Todo y Nada. Más bien nada, ya que los conflictos espirituales exasperan nuestros días desde demasiado cerca como para ser tolerados durante mucho tiempo más. La Duda está desapareciendo de este mundo. La matan al mismo tiempo que a los hombres que dudan. Es más seguro. “¡Cuando oigo pronunciar a mi alrededor la palabra Espíritu, escupo!”, nos prevenía un dictador reciente y por eso mismo adulado. Uno se pregunta qué podría hacer ese subgorila si le hablaran de naturalismo.
Desde Zola, la pesadilla que rodeaba al hombre no solamente se ha precisado, sino que se ha vuelto oficial. A medida que nuestros “dioses” se vuelven más poderosos, se vuelven también más feroces, más envidiosos, más estúpidos… Se organizan. ¿Qué decirles? Ya no nos comprendemos…
La escuela naturalista habrá cumplido toda su tarea, creo, en el momento en que la prohíban en todos los países del mundo.
Era su destino.
Traducción: M. Dupont

(*) Cediendo a la solicitud de un amigo muy querido, Louis-Ferdinand Céline dio en 1933 un discurso público, el único de su carrera literaria. Fue en Medan, un día de verano. Le pidieron al autor del Viaje al fin de la noche que rindiera un homenaje a Zola. Louis-Ferdinand Céline, al definir la obra del escritor naturalista, describía la época en que fue escrita, y eso lo llevó a hablar de la condición del escritor de posguerra. Estas páginas, en cierta manera un comentario avant la lettre de Muerte a crédito, fueron publicadas en 1936 por Robert Denoël en su plaquette “Apología de Muerte a crédito”.
(1) Personaje de L’Assommoir de Zola (T.).