Por Louis-Ferdinand Céline
Los hombres son místicos
de la muerte de los que hay que desconfiar.
Pensando en Zola permanecemos algo molestos
delante de su obra, está demasiado cerca de nosotros como para que la juzguemos
bien, quiero decir, en sus intenciones. Nos habla de cosas que nos son
familiares… Nos resultaría bien agradable que esas cosas hubieran cambiado un
poco.
Permítanme un pequeño recuerdo personal. En la
Exposición de 1900, yo era todavía muy joven, pero sin embargo conservo el
recuerdo muy vivaz de que era una enorme brutalidad. Pies, sobre todo, pies por
todos lados y polvo en nubes tan espesas que se las podía tocar. Un gentío
interminable desfilando, pisoteando, aplastando la Exposición, y luego esa cinta
transportadora que chirriaba hasta la galería de las máquinas, llena, por
primera vez, de metales torturados, de amenazas colosales, de catástrofes en
suspenso. La vida moderna comenzaba.
Después no se ha mejorado. Desde L’Assommoir tampoco se ha mejorado. Las
cosas han permanecido allí con algunas variantes. ¿Había, Zola, trabajado
demasiado bien para sus sucesores? ¿O bien los recién venidos tuvieron miedo
del naturalismo? Tal vez…
Hoy, el naturalismo de Zola, con los medios que
nosotros poseemos para informarnos, se vuelve casi imposible. No saldríamos de
prisión si contáramos la vida tal como la conocemos, comenzando por la propia.
Quiero decir, tal como la comprendemos desde hace una veintena de años. Le hacía
falta a Zola cierto heroísmo para mostrar a los hombres de su tiempo algunos
cuadros de la realidad. La realidad de hoy no le sería permitida a nadie.
¡A nosotros, entonces, los símbolos y los
sueños! ¡Todas las transferencias que no alcanza la ley no alcanzan todavía!
Porque, finalmente, es en los símbolos y los sueños donde pasamos las nueve
décimas partes de nuestras vidas, ya que nueve décimas partes de la existencia,
es decir, del placer de vivir, nos son desconocidas o prohibidas. Serán también
bien acorralados, los sueños, un día u otro. Es una dictadura que nos deben.
La posición del hombre en medio de su fárrago
de leyes, de costumbres, de deseos, de instintos anudados, rechazados, se ha
vuelto tan peligrosa, tan artificial, tan arbitraria, tan trágica y tan
grotesca al mismo tiempo, que jamás la literatura fue tan fácil de concebir
como ahora, pero también tan difícil de soportar. Estamos rodeados de países
enteros de embrutecidos anafilácticos, el mínimo shock los precipita en
convulsiones asesinas que no terminan nunca.
Henos aquí al término de veinte siglos de alta
civilización y sin embargo ningún régimen resistiría dos meses de verdad. Me
refiero a la sociedad marxista así como a nuestras sociedades burguesas y
fascistas.
El hombre no puede persistir en efecto en
ninguna de sus formas sociales, enteramente brutales, todas masoquistas, sin la
violencia de una mentira permanente y cada vez más masiva, repetida
frenéticamente, “totalitariamente”, como dicen.
Privadas de esta coacción, nuestras sociedades
se hundirían en la peor de las anarquías. Hitler no es la última palabra,
veremos algo más epiléptico aún, tal vez aquí. El naturalismo en esas
condiciones, lo quiera o no, se vuelve político. Es derrotado. Felices aquellos
que gobernarán el caballo de Calígula.
Los griteríos dictatoriales van ahora por todos
lados al encuentro de innumerables atormentados por el alimento, por la
monotonía de las tareas cotidianas, por el alcohol, miríadas rechazadas, todo enyesado
con un inmenso narcisismo sadomasoquista salido de las investigaciones, las
experiencias y la sinceridad social. Me hablan mucho de juventud, ¡el mal es
más profundo que la juventud! No veo, sin embargo, otra juventud que una
movilización de ardores aperitivos, deportivos, automovilísticos,
espectaculares, pero nada nuevo. Los jóvenes, para las ideas al menos, van en
su gran mayoría a la zaga de las ratas charlatanas, homicidas. En este sentido,
para ser equitativos, la juventud no existe en el sentido romántico que todavía
le otorgamos a esa palabra. Desde los diez años, el destino del hombre está ya
más o menos fijado, al menos en sus resortes emotivos, después de ese momento
sólo existimos a través de insípidas repeticiones, cada vez menos sinceras,
cada vez más teatrales. ¿Tal vez, después de todo, las “civilizaciones” sufran
la misma suerte? La nuestra parece bien bloqueada en una incurable psicosis
guerrera. Ya sólo vivimos para ese tipo de repeticiones destructivas. Cuando
observamos con qué prejuicios rancios, con qué minucias podridas puede cebarse
el fanatismo absoluto de millones de individuos pretendidamente evolucionados,
instruidos en las mejores escuelas de Europa, estamos autorizados, ciertamente,
a preguntarnos si el instinto de muerte en el Hombre, en esas sociedades, no
domina ya definitivamente el instinto de vida. Alemanes, franceses, chinos,
valacos… ¡Dictaduras o no! Nada más que pretextos para jugar a la muerte.
Me gustaría mucho poder explicar todo por las
reacciones malignas de defensa del capitalismo o la extrema miseria. Pero las
cosas no son tan simples ni tan ponderables. Ni la miseria profunda, ni la
opresión policial justifican esas avalanchas en masa hacia los nacionalismos
extremos, agresivos, extáticos, de países enteros. Ciertamente, se pueden
explicar las cosas a los fieles, completamente convencidos de antemano, los
mismos a los que se les explicaba hace doce meses el avenimiento inminente,
infalible, del comunismo en Alemania. Pero el gusto por las guerras y las
masacres no tendría por origen esencial el apetito de conquista, de poder y de
beneficio de las clases dirigentes. Se ha dicho, se ha expuesto todo en ese
dossier, sin asquear a nadie. El sadismo unánime actual procede ante todo de un
deseo de aniquilación profundamente instalado en el Hombre y sobre todo en la
masa de los hombres, una suerte de impaciencia amorosa, más o menos
irresistible, unánime, por la muerte. Con coqueterías, por supuesto, mil
negaciones, pero el tropismo está ahí, y es tanto más poderoso cuanto es
perfectamente secreto y silencioso.
Ahora bien, los gobiernos han tomado la larga
costumbre de sus pueblos siniestros, se han adaptado bien a ellos. Temen, en su
psicología, cualquier tipo de cambio. Sólo quieren conocer al títere, al
asesino a sueldo, la víctima a medida. Liberales, marxistas, fascistas sólo se
ponen de acuerdo en una punto: ¡los soldados!… Nada más y nada menos. No
sabrían qué hacer, en verdad, con pueblos absolutamente pacíficos.
Si nuestros amos han llegado a este tácito
entendimiento práctico, es que tal vez, después de todo, el alma del Hombre ha
cristalizado definitivamente en esta forma suicida.
Se puede obtener todo de un animal por la
dulzura y la razón, mientras que los grandes entusiasmos de masas, los frenesís
durables de las multitudes son casi siempre estimulados, provocados, mantenidos
por la estupidez y la brutalidad. Zola no había entrevisto los mismos problemas
sociales en su obra, sobre todo presentados bajo esa forma despótica. La fe
científica, por entonces muy nueva, hizo pensar a los escritores de su época en
cierta fe social, en una razón de ser “optimista”. Zola creía en la virtud,
pensaba en horrorizar al culpable, pero no en desesperarlo. Hoy en día sabemos
que la víctima vuelve a pedir siempre más martirio. ¿Tenemos todavía el
derecho, sin caer en la tontería, de hacer figurar en nuestros escritos una providencia
cualquiera? Haría falta para eso una fe robusta. Todo se vuelve cada vez más
trágico y más irremediable a medida que penetramos en el Destino del Hombre, que
dejamos de imaginarlo para vivirlo como es realmente… Se lo descubre. Todavía
no queremos reconocerlo. Si nuestra música se vuelve trágica, es que tiene sus
razones. Las palabras de hoy, así como nuestra música, van más lejos que en la
época de Zola. Trabajamos ahora por la sensibilidad y ya no por el análisis, es
decir, “desde adentro”. Nuestras palabras van hasta los instintos y a veces los
tocan, pero al mismo tiempo, allí se detiene, y para siempre, nuestro poder.
Nuestro Coupeau1 ya no bebe tanto
como el primero. Ha recibido instrucción… Delira mucho más. Su delirium es una oficina estándar con
trece teléfonos. Le da órdenes al mundo. No le gustan las damas. También es
valiente. Se lo decora con prodigalidad. En el juego del Hombre, el Instinto de
muerte, el Instinto silencioso, está decididamente bien ubicado, tal vez a un
costado del egoísmo. Ocupa el lugar del cero en la ruleta. El casino gana
siempre. La muerte también. La ley de los grandes números trabaja para ella. Es
una ley que no falla. Todo lo que emprendemos, de una manera u otra,
rápidamente viene a chocar contra ella y gira hacia el odio, lo siniestro, lo
ridículo. Habría que estar dotado de un espíritu muy extraño para hablar de
otra cosa que no fuera la muerte en tiempos en los que sobre la tierra, sobre
las aguas, en los aires, en el presente, en el porvenir, no se trata más que de
eso. Sé que todavía podemos ir a bailar al cementerio y hablar de amor en los
mataderos, el autor cómico tiene ventajas, pero es un último recurso.
Cuando nos hayamos vuelto totalmente morales,
en el sentido en que nuestras civilizaciones lo entienden y lo desean, y pronto
lo exigirán, creo que terminaremos por estallar totalmente de maldad. Sólo nos
dejarán para entretenernos el instinto de destrucción. Ése que se cultiva desde
la escuela y al que se alimenta todo a lo largo de eso que todavía llamamos: la
vida. Nueve líneas de crímenes, una de aburrimiento. Pereceremos todos a coro,
con placer, en un mundo al que habremos alambrado con coacciones y angustias
durante cincuenta siglos.
Tal vez, en suma, sólo sea tiempo de rendir un
supremo homenaje a Émile Zola en vísperas de una inmensa derrota, otra más. Ya
no se trata de imitarlo o de seguirlo. No tenemos evidentemente ni el don, ni
la fuerza, ni la fe que crean los grandes movimientos del alma, ¿Tendría él,
por su parte, la fuerza para juzgarnos? Hemos aprendido sobre las almas, desde
que él se fue, cosas sorprendentes.
La calle de los Hombres tiene una sola mano, la
muerte es dueña de todos los cafés, es el juego de cartas “sangriento” que nos
atrae y nos vigila.
La obra de Zola se asemeja de algún modo a la
obra de Pasteur, tan sólida, tan viva todavía, en dos o tres puntos esenciales.
En los dos hombres encontramos la misma técnica meticulosa de creación, la
misma preocupación de probidad experimental, y sobre todo, el mismo formidable
poder de demostración, que en Zola se volvió épico. Sería demasiado para
nuestra época. Era necesario mucho liberalismo para soportar el affaire
Dreyfus. Estamos lejos de esos tiempos académicos.
Según ciertas tradiciones, debería terminar mi
pequeño trabajo con un tono de buena voluntad, de optimismo, a pesar de todo…
Ahora bien, ¿qué debemos esperar del naturalismo en las condiciones en que nos
encontramos? Todo y Nada. Más bien nada, ya que los conflictos espirituales
exasperan nuestros días desde demasiado cerca como para ser tolerados durante
mucho tiempo más. La Duda está desapareciendo de este mundo. La matan al mismo
tiempo que a los hombres que dudan. Es más seguro. “¡Cuando oigo pronunciar a
mi alrededor la palabra Espíritu,
escupo!”, nos prevenía un dictador reciente y por eso mismo adulado. Uno se
pregunta qué podría hacer ese subgorila si le hablaran de naturalismo.
Desde Zola, la pesadilla que rodeaba al hombre
no solamente se ha precisado, sino que se ha vuelto oficial. A medida que
nuestros “dioses” se vuelven más poderosos, se vuelven también más feroces, más
envidiosos, más estúpidos… Se organizan. ¿Qué decirles? Ya no nos comprendemos…
La escuela naturalista habrá cumplido toda su
tarea, creo, en el momento en que la prohíban en todos los países del mundo.
Era su destino.
Traducción: M. Dupont
(*) Cediendo a la solicitud de un amigo muy
querido, Louis-Ferdinand Céline dio en 1933 un discurso público, el único de su
carrera literaria. Fue en Medan, un día de verano. Le pidieron al autor del Viaje al fin de la noche que rindiera un
homenaje a Zola. Louis-Ferdinand Céline, al definir la obra del escritor
naturalista, describía la época en que fue escrita, y eso lo llevó a hablar de
la condición del escritor de posguerra. Estas páginas, en cierta manera un
comentario avant la lettre de Muerte a crédito, fueron publicadas en
1936 por Robert Denoël en su plaquette
“Apología de Muerte a crédito”.
(1) Personaje de L’Assommoir de Zola (T.).