Escribo estas líneas después de
haber chateado con Teresa Lamborghini. No son inspiradas, más bien recurrentes,
aunque estoy a la caza de un acorde nuevo. Si lo hay, sea para ella. Hablo como
un personaje secundario que le encuentra a la verdad una estructura de ficción,
por caprichoso que suene, pasando por temas incómodos porque se piensa que su
no resolución es más causa de angustia que una salida del estratificado
malestar.
Después de leer Episodios me dije que había un
antes y un después de ese libro de Leónidas Lamborghini. Libro en el sentido de
Mallarmé: todo viene a parar ahí y cada lectura es un desmentido a la
devaluación del tiempo. No creo que haya un canon en la literatura occidental
en el sentido de Harold Bloom, menos todavía en la literatura argentina. No
puedo hablar de Leónidas –el Sabio Blanco de su extraordinario poema “Los Dos
Sabios”– sin que me resuene la voz del otro, el Sabio Negro y sus innumerables
relatos, así que escribo en su entre dos. Los Lamborghini tomaron a la
Argentina como un caso especial de literatura, y aunque el humor abunda en sus
obras, no creo que esto les causara gracia. Que fuésemos nada más que
“literatura”, pero no Ascasubi, Arlt o Borges, sino que las zanjadas nuestras
de cada día tuvieran que soportar la mochila de la sombra de una maldición
escolar, la infraliteratura de una causa justa donde siempre “vamos ganando”,
como en Malvinas. Pero está la economía, le dije a Osvaldo, porque siempre
recuerda que la ley de gravedad existe. “La economía es aquí la determinación
en primera instancia”, contestó con la actitud severa de un marxista–; yo,
ortodoxo, le respondí: “es que se ignoran intencionadamente las leyes
elementales, no tenemos moneda”; “bueno, vos mismo lo decís, no hay moneda, es
literatura también en última instancia”, concluía el autor de El fiord. Algunos escritores pertenecen
a esta literatura, se vienen con la partitura de su propio cine bajo el brazo:
ésta es mi película. Bravo. No sé quién les metió en la cabeza que deben ser
ejemplos de perfección y acertar en lo que más se equivocan: en política. Me
parece que hay una Verdad de tipo platónico ante la cual cualquier resbalón es
herejía. Temen a un Dios que no es de amor, pertenece a una religión
sadomasoquista que olvida que en el último acto –tercer tiempo de la pulsión,
según Freud, el atormentarse que sucede al atormentar y al ser atormentado–
ella se vuelve contra el sujeto: éxitos.
Osvaldo Lamborghini decía que
había que sacar al artista del lugar del boludo; bien, ahora se paga para
ocupar ese honorable lugar, y como el artista duda de su arte, contrata al loro
de Flaubert y hasta le arrastra el ala. Creo que de tener los millones de los
políticos se alquilarían sus propios biógrafos y unos cuantos barthesitos para
convertirse en glorias vivientes, pasando por alto que no bastan todas las
universidades del mundo para instituir a un clásico, es decir, un nombre de
autor en la tradición, sino que éste es obra de sus lectores. Nadie está
obligado a ser un genio, pero incurrir en estos nuevos hábitos citando a Joyce
o a Lacan es querer convertir en objeto sagrado a un bonete de raído
terciopelo.
Leónidas las pasó duras, tuvo que
exilarse años. Nunca mandó a nadie al frente para luego convertirse en víctima
de víctimas o campeón de gimnasia en derechos humanos. Sabio blanco, discreto,
sin pontificar ni excomulgar. En ningún momento participó del oportunismo de
los exilados tipo Osvaldo Bayer que decían desde Europa que todos los que se
quedaron en el país eran cómplices de la dictadura como puede leerse en El exilio es nuestro de Carlos
Brocato, libro curiosamente olvidado entre tanto revisionismo. La impostura
continúa: los que se la pasaron estos años atacando a Roca no dicen una palabra
cuando Gildo Insfrán les roba la tierra y mata a los tobas de la comunidad qom
violando las leyes de protección aborigen. Adiós a las tolderías y Amnesty
Internacional, ya no sirven a la causa. Los amigos de los indios desaparecieron
ni bien se salieron del papel del buen salvaje; peor: a las víctimas verdaderas
se les hace decir lo contrario de lo que denuncian. No tengo nada en contra de
bacanes y sabiondos, pero la caricatura se impone cuando se disfrazan de
oprimidos exigiendo laureles. Leónidas Lamborghini debería ser reconocido como
lo mejor que dio el peronismo en términos universales en la línea de Leopoldo
Marechal y favorecer la traducción de su obra sin chistar. Punto. No por lo que
yo u otro diga sino por su efecto innegable en generaciones de lectores. ¿O
habrá que esperar un gobierno de otro signo, tal vez “neoliberal”?
Recuerdo que en los setenta leí
en Clarín una crítica muy
dura sobre El solicitante
descolocado, la que me hizo interesar por el libro. Leónidas siguió
escribiendo, no se asoció a las nuevas sacristías, a los papas locales,
experimentando sin esperar que otros le dijeran quién era. Podrían hacerse
películas sobre las vidas de Leónidas y su hermano –un discípulo que quería dar
vuelta al maestro, que a su vez siempre comenzaba desde otra frontera,
cambiando el juego–, los que no tenían que esforzarse para ser singulares. Eran
inverosímiles para el para mí tortuoso cine tipo película de Bergman, de sus
hombres comprensivos-pensativos y sus mujeres harto-depresivas que prosigue
fuera de la sala como leyenda de los siglos. Sade ve la Iglesia, el universo
mismo, como un gran burdel, el progresismo como una inmensa sala de Cine debate
que incluso amenazada por una bomba –no encuentro mejor ejemplo– declararía un
instante antes del estallido que el terrorismo islámico es una invención de los
yanquis. Hay una verdad en eso: en el fondo todos son “problemas de pareja” que
andan en busca de un fetiche para estabilizarse. Toda una confesión sobre el
deseo: paz a toda costa, búsqueda del doble en un mundo que no es sino el
doblaje de los dobles, la mercancía espectáculo en función. Piensan que son
profundos, metafísicos, citan a Heidegger y adiós literatura. Creo que ambos
son irrepresentables como personajes por su complejidad, no me imagino quién
podría hacer resonar sus humores que alteraban los dogmas ideológicos. Están en
el centro de la vanguardia en la Argentina, son clásicos a pesar de sí, pero en
cierto modo eran ateos de su conversión a una serie de ritos y cultos
fetichistas. Hay también un tema teológico: ninguno trabajaba para un dios
gnóstico para el cual el Hijo vino para matar al Padre, hoy en alianza con las
truchas divinidades del neomatriarcado: “¿Del cielo cuál es el canto?”, escribe
Leónidas. Millones y millones de muertos que ha habido y habrá encerrados en
esta frase ilegible para el zombi filoheideggeriano y lacanianos afines que
hacen pasar por el significante a sinonimias asociativas que se van adecuando
al Partido que ya no existe pero que sigue escribiendo una historia que gira
sobre sí misma sin que la afecte el menor desmentido.
El antes y el después valía para
mí y amigos que me eran próximos. Me había sorprendido La estatua de la libertad pero
ahora me encontraba con un ritmo apabullante que sólo reconocía en Oliverio
Girondo, especialmente en el “susúrrame”: las vibrantes del extenso poema “El
combate” mordían ásperas la oreja. La escansión del poema recordaba el salmo
bíblico. La unidad de un combate era efecto de una división que proseguía otro
combate. Extraño susurro que era la imposibilidad de un grito que no decía su
nombre. Es que antes del susurro el grito se había convertido en hemorragia
interna luego del criminal bombardeo a la Plaza en 1955. Fue en una segunda
lectura que descubrí tonos y voces que evocaban la marcha peronista. No se
combatía al capital a lo facho sino a “el lo capital” y en nombre de unos
principios que eran… a e i o u. Lo capital es qué está cantando el cielo.
Susúrramelo. Nada de la ilusión de querer, como Maiakovsky, que las rimas
internas sean armas para intentar el asalto. Vibrantes y vocales, tenían que
ver con una guerra en el lenguaje que en su caso no conocería tregua. ¿Era
posible? Sí: era la reescritura de la marcha peronista, me confirmaron mis
amigos. Pero las reescrituras de Leónidas extraviaban más que violaban el
original como hacen los obsesivos, aunque con cierta modestia las llamaba
“parodias”. Y lo argumentaba. Leónidas insiste en que la parodia late en toda
literatura. En Sade lo cómico no reside en los discursos sobre el Mal divino de
la cortesana Saint Fond sino en que este discurso sea también el del Papa. La
marcha peronista tendría el mismo destino que el himno de López y Planes: sería
entonada por personajes lamentables y siniestros, incluso antiperonistas
conversos de todos los colores, pero el “susúrrame” creó un efecto de transmisión-bíblico
entre las generaciones que está condensado en la payada de los Dos Sabios donde
yo leí –polemizando con los que sólo leyeron odio, hay que ser duro de oído–
que aunque Osvaldo no hubiera sido su hermano igual habría sido su discípulo.
Un sabio tiene algo del otro y viceversa. Yo no era peronista. Mejor, podía
leerlo sin sanción de los compañeros. Tenía mis intereses. No era antiperonista
primario –“gorila” para los muchachos–, pero sí antiestanilista y advertía en
esas vibrantes y vocales una osadía que abría otra vía a la stasi literatura de
Tuñón –que Osvaldo consideró el enemigo principal– y que culminaría con Gelman
como poeta nacional y popular. Paso. Canta de un modo que aterra, comenta el
Sabio Blanco. Osvaldo leía libros peligrosos, contrarios al despotismo
guevarista pequeñoburgués, a Gluksmann –se lo recuerda en las biografías, pero
no qué leía en ese autor–, que analizaba el “antes muerto que rojo” de los
progresistas europeos rendidos de antemano ante los misiles soviéticos. Insistía
con la kgb, las masacres
comunistas se multiplicaban en tres continentes. “Ya lo sé”, le decía. “Pero,
¿no te das cuenta?, ¡un oficial soviético sabe matemáticas!” “Bueno, la unidad
es efecto de una división…” Estábamos, sin saberlo, dando el otro combate que
se renueva hasta hoy.
Ahora se quiere asimilar a todos
con todos, hay que leer los libros, los escritos para saber de qué se trata y
anotarlo en primera persona. Aquí no puedo detenerme, pero las diferencias
mínimas son decisivas. En ese sentido, para mí, Leónidas Lamborghini pertenece
a la civilización, que no es ya lo opuesto a la Kultur –cuna del nazismo en Weimar– ni al buen salvaje –los
bárbaros actuales hoy le dan tanto al twitter que hasta se queja Manuela–, en
tanto captó la vertiente homicida del sentimentalismo. Se siente se siente que
Tuñón está presente –y con él, Scalabrini Ortiz y toda la runfla de
revisionistas favorables al Eje– aunque poetizando a Carl Schmitt. “Qué
prestigio tienen los nazis de lujo”, cierta vez me deslizó Leónidas.
Leónidas Lamborghini tiene como
referencia a toda la literatura universal, dialoga con ella a través de las
parodias, va al encuentro del mismo Homero y capta la línea que va de Circe a
Lady Macbeth. Ahí donde Aragón dice que la mujer es el porvenir de la Humanidad
–para luego, maquillado, declarar su gusto por los muchachos– cita a Kafka. No
escribe para el dios oscuro, no poetiza lo sagrado, no cree en la Mujer que
absorbe uno a uno los atributos femeninos de cada una para sumar el continente
negro a las glorias de lo indiferenciado.
La marcha peronista fugó de las
bocas descamisadas y se volvió el coro de unas voces cambiantes hasta ser
adoptada por la burguesía socialista. En el combate, la voz está muy marcada,
es la de un sujeto uno y múltiple con el cual el populismo oficial no quiere
saber nada. Cuando se refieren al sujeto, hablan de ellos mismos, no de quienes
son exteriores a la mercancía-espectáculo. El populismo prefiere la jerga chata
y el sermón didáctico de los modernizadores progres, que todavía siguen citando
como autoridad a Howsbaum pese a los desmentidos flagrantes de la historia. El
despotismo pequeñoburgués sigue vigente, imaginando el mapa del mundo a su
medida. El combate y el susúrrame nacieron en relación con el peronismo
histórico, pero no le pertenecen al pj actual
que probablemente ni lo haya leído –el mismo destino de Borges con muchos
borgianos– y que se ha ido confinando a la oratoria, es decir, a la reiteración
de lo mismo.
Leónidas, como Murena, el único
que analizó sobre el pucho el golpe de 1955, al que se sumó todo el espectro,
desde clericales hasta la izquierda, mostrando las razones que dieron lugar al
peronismo, captó el fatum. La
fatalidad de una repetición compulsiva en la cultura, y lo resolvió creando un
exterior a ella ahorrándose muchos culebrones y disfrutando la lectura. Para
mí, el peronismo como movimiento político –el de la distribución del ingreso y
los derechos para los trabajadores– culminó en los cincuenta con la grave
crisis de la balanza de pagos y la recesión a partir de la cual Perón,
“pragmático”, da un giro de 180 grados con el préstamo del Exim Bank, la Ley de
inversiones extranjeras de 1953 –contraria a la constitución de 1949– y
sustituye a Miranda con Gómez Morales –el mismo que no pudo resolver la catástrofe
fiscal que generó Gelbard a partir de 1973–, dijo adiós al iapi iniciando la política de “la
vuelta al campo”, resolviendo el problema de la inflación que, lejos de querer
ocultar, se tomó muy en serio, y tuvo un gran triunfo electoral en 1954. Quiso
en los cincuenta enviar tropas cuando la guerra de Corea, a pesar de las
huelgas obreras, para favorecer la llegada de divisas norteamericanas que iban
a Japón, Europa y Brasil. Cuando innumerables empresas extranjeras se radicaban
en el país, la oposición –y hasta el mismo Frondizi– lo acusó de
pronorteamericano. Después sólo hubo ismos –alentados o no por Perón mismo– que
riman con oportunismo: vandorismo, menemismo, duhaldismo, kirchnerismo, cuyo
combate ya nada tiene que ver con el peronismo de las patas en las fuentes y
que conforman una ideología en concubinato con liberales formados para empresas
que pasan a ser técnicos de la cleptocracia de Estado y que hubieran espantado
a Alberdi, desde Rodrigo-Zinn a Menem-Cavallo hasta la boda final de Cristina-Boudou.
Representan a la burguesía prebendaria y su ciclo de expropiaciones a las
mayorías a partir de 1975 con el Rodrigazo y que temo que no ha terminado. Ahí
comenzó a repetirse lo que Leónidas llama el fatum. Con lo que quedó del peronismo, con el sindicalismo
convertido en mafia y lo peor del liberalismo se gestó la ideología argentina
que para cada interrogante ya tiene un clisé. Es una lengua defensiva contra el
lenguaje, el lugar mismo del combate. Apunta a una Argentina ideal, lo
contrario del tango, que es nuestra forma popular y cosmopolita por excelencia.
Ahí donde otros tratan de imitar al peronismo inicial mediante una patética
reescritura de los años setenta, con un relato para jardín de infantes,
Leónidas parodia el universo de los dobles de dobles en una aventura poética.
Cuando pasa a la novela –La experiencia
de la vida–, cuyo personaje puede ser Nadie o Juan Pueblo, expulsados antes
de entrar a escena, la carcajada es un continuo sin principio ni fin. No puede
asimilarse a una política que se funda en la conjunción de nombres indistintos
–ejemplo: coexistencia de Moyano y Bonafini y otras innumerables parejas– que
Osvaldo Lamborghini disuelve en la orgía caníbal de El fiord, cuyos sobrevivientes son los fundadores de la Argentina
actual. Rodolfo Walsh no tuvo en cuenta lo que le dijo Osvaldo: en la Argentina
se había escrito El fiord. Lo
tomó como una chicana o un autoelogio, pero se lo dijo literalmente y en todos
los sentidos. Nadie escuchó lo que resonó en esa escena “capital”, y la anécdota
fue contada una y mil veces. No veían que la masacre ya no estaba en José León
Suárez, en un lugar fijo, sino en el mismo aire que respiraba un suicidio
colectivo al que él no contribuyó ni con una coma (léase el manifiesto de Literal de 1973, escrito en una
diversión con Germán García, “el no matar la palabra y no dejarse matar por
ella” ante la creciente movida tanática). Malvinas fue el capítulo final de esa
premonición. Me dijo, con cara resignada: “Hay demasiados boludos que giran en
torno del Obelisco”. Fue el que en medias palabras me reveló, cantante y
sonante, el dispositivo que apunta a constituir al sujeto en zombi terminal que
describo en “Acerca de una generación de granito”. Los ultrasextremos de El fiord se han amigado pero siguen
pariendo a los hijos de Vandor, asesinado ni bien tuvo la idea de un peronismo
sin Perón, y siempre a punto de matarse entre sí con otros hijos de su madre
que nos arrastran a “los volcanes lindos que viven y braman”, al decir de
Leónidas.
Leónidas Lamborghini
prematuramente captó la crisis de los modelos en su literatura, después la
teorizó como fatum: “Un modelo
(político, social, el que ustedes quieran) puede estar siendo ofrecido como una
panacea hasta que aparece el parodista y demuestra, por ejemplo, que la verdad
de ese modelo es una caricatura trágica, sangrienta”.
Los sabios eran sabios porque
sustraían el cuerpo ahí donde se enuncia un saber sobre el sujeto, el sexo y la
muerte con el objeto de orientarlos hacia la estupidez. El modelo supone una
ingeniería social previa que no tarda en volverse su propia caricatura. Es
grotesco, ridículo, pero al final hay un tendal de muertos. Lo mismo vale para
la ingeniería literaria. No dejaron los dogmas de una nueva religión, ni
siquiera una bajada de línea, sino una posición adversa a la servidumbre
voluntaria y al vaciamiento del lenguaje y el sujeto. Y muchas voces que nunca
se habían dado a oír aunque fuera para comprobar que la sordera anticipa a la
escucha que, si capta la resonancia del susúrrame, se niega a la fusión en lo
indistinto. Conduce a la bobería y a la canallada y a largo plazo –que suele
acortarse vertiginosamente– a consecuencias letales. No obstante, el fatum no será fatídico mientras
vibre la risa del riseñor que celebra que todavía haya guerra en el lenguaje.