Por Luis Thonis
“Qué raro que tu marido diga que me escribirá tal o cual cosa. ¿Y
golpearme y estrangularme? Realmente no lo entiendo. Por supuesto que te creo,
pero me resulta tan imposible imaginarlo, que no siento nada. Es como si se
tratara de una historia ajena. Es como si estuvieras aquí y dijeras: ‘En este
instante estoy en Viena y hay gritos, etcétera, etcétera’. Y ambos nos
asomáramos a la ventana y miráramos en dirección a Viena y, por supuesto, no
viéramos nada que fuera motivo de excitación. Algo más, sin embargo: ¿cuando
hablas del futuro no olvidas a veces que soy judío? (jasné, nezapletené). El
ser judío sigue siendo peligroso, aun a tus pies.”
Esta carta es una de las más tremendas que he leído por el desarrollo
posterior que tuvo la historia. No sé si Franz Kafka y Milena Jesenská fueron
amantes, no indagué detalles de una historia que los biógrafos dan por hecha ni
leí las cartas de ella. Creo que se vieron pocas veces y no sé si tuvieron
relaciones. La relación a distancia, la no relación en todo caso, fue más
fuerte. “Reconozco el amor por una tristeza inconsolable, por un ¡ah! que te
corta la respiración”, escribió Marina Tsvietáieva. No encontraremos este tipo
de inflexión inmediatamente, tal vez sí subterráneamente. Tampoco alguna
tristeza inconsolable. Ella no tenía prejuicios y Kafka era lector de Casanova.
Lo cita aunque se interesa más en sus modos de fugarse de la prisión de plomo
en Venecia. A ella la casaron por obligación, se separó y contrajo un nuevo
matrimonio.
En esta carta, Kafka introduce dos
palabras checas que significan “con
claridad” y “sin ofuscación”, y
no le da al marido ni siquiera el lugar de un tercero en discordia. Ella no
hace mucho por incluirlo. No puede separarse de él, porque por un lado lo ama,
y por otro, él, dice, no podría sobrevivir sin ella.
Kafka señala esta contradicción,
pero no insiste demasiado, tiene la suya, quiere estar siempre con ella pero no
separarla, la hace pasar de una disyuntiva a otra: “¿Sabes, Milena? Cuando te
acercaste a tu marido descendiste mucho de tu nivel; pero si te acercas a
mí estarás lanzándote al abismo”.
Ya no se sabe cuánto hay de verdad, cuánto de seducción y de llamados a
medias. La verdad es cambiante, murmura Franz. La lectura de estas cartas lleva
al extremo el interrogante de qué diablos se habla cuando se habla de amor.
Algo debió pasar, Kafka siempre evoca un bosque que reaparece, insiste y
da rienda suelta a escenas hipotéticas que parecen parte de sus relatos. Vivían
en dos ciudades alejadas y hablaban lenguas distintas, ella era traductora, y
ni bien lo leyó, quiso traducirlo del alemán al checo. Él le llevaba muchos
años y muere en 1924. Las cartas comienzan con un “usted” de tono amable y
profesional entre la traductora y el traducido, pero van de a poco tomando otro
ritmo y otro color. Un giro se produce cuando Kafka la vuelve a nombrar a
través de su nombre: “Hoy hablaré de algo que quizás aclare muchas cosas,
Milena (qué nombre tan rico y denso, resulta casi imposible levantarlo, y al
comienzo no me gustaba mucho, me parecía un griego o un romano perdido en
Bohemia, violado por el idioma checo, falseado en su acentuación; y, sin
embargo, por su color y su forma es una mujer a la cual se lleva en brazos:
sólo el acento sobre la i es duro. ¿No se te escapa el nombre de un salto?”.
Milena no le debe a él su existencia histórica, no fue simplemente “la
enamorada de Kafka” según se la conoce. Al separarse de su primer matrimonio,
fue convirtiéndose en una periodista de primera línea. Una feminista diría que
tuvo que ver con la independencia de la mujer, y es cierto. Pero ella decía que
cuando escribía pensaba en él –desconocido para el público de la época–, y él
se decía su mejor lector. Kafka le habla a Milena y Milena a Kafka. No son
doblajes de dobles. No sucede muchas veces, y él comienza a firmar como “Tuyo”
en el mismo momento en que la nombra.
Volver a nombrar a una mujer que ya lo admira y que ni bien lo leyó en
alemán quiso traducirlo al checo es algo que se puede llamar amor. Las
relaciones entre dos lenguas son las más intensas. Ninguno de los dos está
seguro en la suya.
Kafka la hace suya en el mundo de las cartas: “No sé si quieres verme después de mis
cartas del miércoles y el jueves. Conozco mi relación contigo (me perteneces
aun cuando nunca te vuelva a ver)”.
Las cartas van cobrando un ritmo frenético: “Este ir y venir de las cartas debe terminar, Milena. Nos
volverá locos. Uno no sabe qué ha escrito, no sabe a qué se le responde y
tiembla siempre, sea lo que fuere”. Pero insiste: “Es curioso, Milena, cómo me
deslumbran tus cartas”, dice, “son
como lluvia sobre mi rostro ardiente.”
Milena es para él una figura de origen, tal como irrumpe una adolescente.
Tener un origen perdido es tenerlo todavía, incluso en su versión redentora: “Se mire por donde se mire, la carta de hoy,
esa carta tierna, leal, alegre, portadora de dicha, es la carta de un
‘Salvador’. ¿Milena entre los salvadores?”. Ella es la que “comprueba, a cada
paso, en carne propia, que sólo puede salvar a los demás por medio de su propia
existencia y nada más”. Hay ironía en estas frases de Kafka que, como judío, se
acerca al origen para ser rechazado por él, y al alejarse comienza a oír voces
de reproche.
Kafka, alguien que se sabe ilegible para su época y quiere incendiar su
obra, tiene la necesidad de destacarse de alguna manera ante ella, emerge desde
el fondo mismo de su inexistencia para hacer de la carta un entre dos de los
cuerpos marcado por la imposibilidad: “Y fue así que sólo trabajé por espacio
de media hora y ya estoy otra vez junto a ti, tendido sobre la carta como
estuve tendido junto a ti aquella vez en el bosque”.
Kafka a menudo se muestra preocupado por que vaya al médico, pero el que
echa sangre por los pulmones es él: se está muriendo y lo sabe. Ha encontrado
una peculiaridad en ella, que no ha encontrado en nadie más y que no puede
entender bien, pese a haberla encontrado en ella: “Es tu incapacidad para hacer
sufrir”, le dice.
No es poco. Esto no significa que no le haga reproches, a medida que las
cartas avanzan la va tratando como a una niña, algo que no suele caerle mal a
una mujer de veinticinco años: “Qué falta de penetración psicológica, Milena.
Siempre lo he dicho. Y bien”. O que no
haya pasajes cómicos como el referido a la obesidad del novelista Werfel: “¿Acaso
usted no sabe que sólo los gordos son dignos de confianza? Sólo esos
recipientes de paredes gruesas, y –como dijo alguien alguna vez– sólo ellos son
útiles a la Tierra como ciudadanos del mundo”.
En la nota que a su muerte escribe en un diario, Milena lo describe como
alguien “demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar, de los que se
someten al vencedor y acaban por avergonzarlo”.
No sé si Milena captó a Kafka,
ella misma pudo ver que no se sometía a un vencedor que no tenía nombre. Era un
hombre del origen: el mundo debía reinventarse de nuevo con él. Había vencido
de antemano, sólo de eso estaba seguro. Ella quería cambiar de vida; para él se
trataba ante todo de cambiar de muerte como punto de partida, algo insoportable
para los que creen estar dos pasos adelante y uno detrás de la felicidad
humana.
¿A quién están aliadas las
mujeres en la obra de Kafka? Silencio sepulcral de los especialistas. Fue el
escritor del pecado original: el asunto es que Eva vio hermosa la manzana y se
la mostró a Adán. Llegamos a la frase decisiva: “Jugar con ella no estaba
permitido sin duda, pero tampoco estaba prohibido”.
Es esto lo que la humanidad no
puede representarse, y se limita –volviéndose
“progresista”– a sustituir la
manzana por la píldora de la reproducción.
Kafka trabaja en cambiar la
muerte cambiando de muerte, esto supone un arte, sabe que se la termina
prefiriendo porque iguala. Milena, en cambio, es la vida misma vivida con toda
intensidad. Ahí se produce un choque y un efecto de creación, el amor surge de
ese entre dos, tenemos el mismo lamento, escribió Kafka, como si hubieran
comido las mismas uvas silvestres, jugado con la manzana.
Aquí divergen las aguas, no
pulsan el mismo tiempo, ni tienen los mismos amigos. Kafka está sólo, Max Brod,
pese a su buena voluntad, no logra captarlo. ¿Qué pensaría Milena cuando Kafka
le hablaba de su lugar en el Arca o de que le llegaba “algo del aire que se
respiraba en el paraíso antes de la caída?”
La comunión entre ellos tiene
lugar en una infancia retrospectiva, el futuro hombre-mujer no les está
prohibido aun si les está permitido.
Ella estaba inmersa en su tiempo,
y él retornaba al origen para desplazarlo, porque sabía que si bien escribía en
alemán, no estaba en su lengua, no tenía ninguna lengua y era peligroso que un
judío hablara alemán. Kafka no habla a favor de los judíos en general porque no
son todos iguales: “A veces desearía amontonar a todos los judíos incluyéndome
a mí en el cajón de la ropa sucia para ver si se asfixian todos…”.
Los judíos no siempre coinciden con su nombre. Oye el nombre judío como
ese teatro donde una obra en yiddish desencadena el miedo de sospechar que
están hablando una lengua nacional que no es la suya: veo miedo en sus ojos,
escribe.
Ella era comunista, pero cuando empezaron los procesos de Moscú se opuso
y denunció las purgas del estalinismo. Cuando los europeos apaciguadores de
Munich le entregan los checos a Hitler, que comenzaba a enviar a lo judíos a
los campos, Milena, pese a no ser judía, se pasea por las calles con una
estrella de David. La envían a un campo de concentración donde conoce a
Margarete Buber-Neumann, que escribirá un libro contando la conducta de Milena
en el campo, su solidaridad con los enfermos y formas de resistencia a la
opresión que llegaba a doblegar a los mismos carceleros nazis. Dentro del campo
se creó un “recinto industrial” con talleres de producción para trabajos de
confección, tejido y cestería. La empresa Siemens construyó a finales del
verano de 1942, junto al campo de mujeres, veinte naves industriales para la
manufactura de piezas para la industria de armamento, y recién en 1944 las ss instalaron las cámaras de gas. Todos
estos trabajos se basaban en utilizar a las prisioneras y prisioneros como mano
de obra esclava. Ayudando a los demás como enfermera, contrae una infección
mortal y muere en 1944.
El mundo va a pasos entusiastas hacia la consumación de un milagro infame
y su autodestrucción.
Cada uno lo resistió a su modo. Él consideraba innecesario salir de su
casa en la que era un extraño para su familia: “Fui enviado como la paloma de
la Biblia, no encontré nada verde y vuelvo al Arca oscura”.
Ella, por el contrario, se exponía en demasía.
“Ser judío es peligroso”, le escribió Kafka en una clarividente
referencia del porvenir.
La visión de Milena caminando por Praga –la ciudad de la Virgen Negra,
que fue una de las primeras obras del cubismo–, desafiante con la estrella
amarilla, es la resultante de esa trama, como si de ella surgiera una carta
arrojada como un brillante al mar a la que el siglo actual tuviera que dar una
respuesta. Esa estrella que se utilizaba como una marca degradante para marcar
a los hijos del pueblo elegido por su acto era ya la estrella más brillante contra el retorno de los
faraones y la idolatría.
“Y aunque vos sos el herido, yo
soy la que grita”, se lee en Mar Negro
de Ana Arzoumanian, novela escrita también entre dos lenguas, recordando que
ser armenio es tanto o más peligroso que ser judío. Mar negro, libro ilegible en nuestra cultura porque pone en escena
la guerra, o mejor dicho, el crimen de masas, y al mismo tiempo lleva al
extremo la guerra de los sexos entre lenguas amputadas, pólvora y rabia.
¿Por qué la mujeres hoy se autodesprecian y esclavizan, capturadas, o mejor
dicho, queriendo ser completadas por las sombras luces de los neomatriarcados?
De poco vale emprenderla con el padre para dejar intacta a la Reina Madre.
¿Milena no les dice nada acerca de esta alianza letal? Muchas hijas de Hegel
pasaron a ser reflejos de las divinidades del nihilismo asociadas al
espectáculo. Que la Mujer o la Gran Madre que vacía a la mujer singular no
exista, no significa que como ideal de indiferenciación no ejerza efectos
devastadores por fascinación.
La humanidad ha vivido asesinándose por cosas que no existen, el mejor
ejemplo es la raza. El devenir ninfos de
los hombres es el remate final de esta euforia depre donde la ausencia de los
entre dos multiplica los sermones sobre el sexo, el amor, en circulares,
interminables bla bla bla. El infierno ya no se opone al paraíso, ahora es la
Fiesta perpetua de la cual no se puede salir sin poner en crisis la propia
lengua y ser su matricida.
Milena es una referencia trágica que encuentra la diferencia cómica en
Maya, la tenista que sabe jugar con la manzana de Los hechizados de Gombrowicz, un vértigo femenino que se sitúa
fuera de la Fiesta, entre la fatalidad y el crimen.
Hay que atravesar un mar negro para saber de qué estamos hablando.
Vayamos al fondo del arca oscura.
Milena nos introduce al siglo actual, a un futuro que parece lejano pero
que ya ha llamado a nuestras puertas aunque nos tapemos los oídos. Hay algo de
Maya en ella que inventa a sus precursoras. No está permitido invocarlas, pero
tampoco está prohibido.
Ella era difícil, inventiva, dramática,
cómica, nocturna y solar, dulce, irascible, lo sorprendía cada gesto y
tono de voz, siempre “intraducible”.
Él la amaba: estaba siempre al acecho para no
encontrarla.