Por Philippe Muray
Cuanto más se nos escapa la
realidad, mayor es la venganza contra las palabras. Cuanto más se desvanece el
mundo concreto, cuanto más inatrapable, incontrolable se vuelve, cuánto más ahogado
está en el oleaje centelleante de las imágenes o desintegrado por la acción de
la técnica y de la ciencia, mayores son las represalias que se ejercen contra
el lenguaje, el pensamiento y las intenciones ocultas. De ese modo se
restablece el imperio sobre la realidad, pero solamente a través de la
omnipotencia infantil, es decir, de la ilusión. Cuando el resultado de la
empresa termina fracasando, como es lógico, hay que recomenzarla, incesantemente;
y de una manera cada vez más feroz, en una escalada en la cual el resentimiento
logra atiborrarse sin límites.
Antes que nada, lo “políticamente
correcto” es esto: una rabia impotente que se transforma, de manera mágica, por
decirlo así, en una venganza contra la palabra, acusada de operar directamente
sobre la realidad. Es preciso que nos quede una víctima, a nosotros que hemos
perdido todo. Será el hombre hablante, el hombre en tanto ser hablante. No
cesarán de corregirlo. Como un error. No dejarán nunca de vigilarlo, de
acosarlo, de perseguirlo. Lo “políticamente correcto” son las Euménides de
Esquilo volviendo a ser Erinias. El antiguo enjambre de furias de la Justicia
vengadora, convertidas a la benevolencia hacia el final de La Orestíada, retoman su vuelo pero como furias. En el nacimiento
del siglo xxi resuena el ruido de
cólera de esos abejorros morales.
Para el militante de la “corrección
política”, es decir, para el correctista, la palabra “perro” siempre muerde.
También ladra. El correctista se aplicará, pues, a inventarle un sustituto que
tenga los dientes menos afilados. Un ersatz
menos canino pero mucho más mimoso. Ya ha encontrado tantas palabras para
tantas cosas, personas, oficios, funciones o situaciones diversas, que si nos
guiamos por ellas ya no reconocemos esas personas, esos oficios, esas funciones
y esas situaciones. Discípulo ingenuo de la “neolengua” de Orwell, fabricante
en cadena de estereotipos sorprendentes y de eufemismos que no le temen al
ridículo, el correctista rehace el mundo a imagen del lenguaje que él
transforma; luego encuentra los medios de castigar duramente a aquellos que no
aceptan todavía sus directivas como buenas acciones, o a aquellos que quieren ir
a ver si todavía hay algo detrás de los modos de expresión que él impone. Legalmente
o no, a través de la ley o del boicot, pero de todas maneras siempre con
extrema violencia, persigue y atormenta a aquellos que hayan comprendido que, bajo
las nuevas palabras, se esconde (apenas) la orden de tener nuevos pensamientos,
y que, en todo este asunto, no se trata en absoluto de hallazgos gratuitos o de
fantasías poéticas, sino indudablemente de órdenes
implacables, aunque arropadas sistemáticamente por la compasión, el ideal o la
virtud.
“Políticamente correcto”: una
expresión tal, tan obtusa, tan tediosa, tan irremediablemente fea, ya sea
traducida o en el inglés original, sin dudas no habría pasado a las costumbres
si no hubiera pretendido legitimarse con toda la realidad monstruosa y las
millones de víctimas concretas del siglo xx.
De éstas, el correctista se ve a sí mismo como el representante; y lo es, en
efecto, pero de la manera en que la clase burocrática de los regímenes
estalinistas representaba al proletariado: a condición de substituir toda la realidad
pasada, e incluso presente, por su propia existencia abstracta.
Se trata siempre, para el
correctista, de luchar contra “la lógica de la exclusión”, de terminar con “todas
las discriminaciones”, de detectar ciertas “potencialidades objetivas” que
vuelven al humor “susceptible de desviaciones”, de perseguir las expresiones “cuestionables”
y así siguiendo; sin olvidar los “retrasos de Francia” en la lucha
indispensable contra la lógica de la exclusión, la discriminación, las expresiones
cuestionables y las desviaciones del humor y del azar. Pero se trata en primer
lugar de imponer eso en el interior de un universo abstracto. Lo “políticamente
correcto” es políticamente abstracto.
Si el correctista no tiene ningún poder sobre el mundo concreto, que ya nadie sabe
a qué se parece o a qué viene a cuento, él saca su poder de esta falta de
poder, y sabe que sólo puede acrecentarlo a través de una abstracción o una
generalización cada vez más grande.
De esta abstracción y esta
generalización, hay que señalar que las mujeres (pero también los niños, los
discapacitados, los homosexuales, etc.) son los primeros sujetos de la
experiencia. A las mujeres como individuos, el o la correctista consiguió sustituirlas
por todas las mujeres. “Al insultar a
una mujer, la injuria sexista insulta a todas las mujeres”; “Los insultos
sexistas son una violación a la libertad de acción y de expresión de las mujeres”:
¿quién se ha preocupado alguna vez por saber qué quieren decir realmente esas
proposiciones? Nadie, en tanto se las recibe normalmente como si fueran
palabras del evangelio. Ahora bien, estrictamente no quieren decir nada; nada
más que una voluntad de poder sobre las mujeres abstractizadas, colectivizadas
o generalizadas.
Esas proposiciones sólo pueden
significar algo dentro de una perspectiva colectivista. Fuera de esta siniestra
intención, que supone a contrario una
“ideología dominante” machista, un “poder” masculino, e incluso eventualmente
(prohibido reír) una “soberanía patriarcal” todavía escandalosamente
aplastante, no tienen ningún sentido. Sólo encuentran un sentido frente a esos
prestigios maléficos del machismo o de la soberanía patriarcal. Es entonces
cuando él o la correctista, habiendo construido la idea de un “grupo de mujeres”
superior a los “individuos-mujeres”, igual que crea el grupo de los
no-fumadores o de los pro-gays (y se lanza incluso en sorprendentes hallazgos
como cuando inventa un “Colectivo de demócratas discapacitados”: ¿hay tantos
discapacitados totalitarios, fascistas o neonazis como para que sea necesario
desmarcarse de ellos?), comienza una campaña para que inmediatamente se deje de
hablar, con respecto a lo que por ejemplo se ha convenido en llamar dramas de
la violencia conyugal, de “crímenes pasionales” o de “dramas de ruptura” (lo
que supondría todavía una relación entre los sexos, incluso brutal y trágica),
para que en el futuro sólo se hable de “crímenes de género”, “homicidos
sexistas” e incluso “femicidios”.
Así, transformadas en sujeto de sociedad (el correctista dice:
sujetos “sociales” o “históricos”), las mujeres concretamente maltratadas se encuentran generalizadas y
abstractizadas por aquellos o aquellas que pretenden tomar su defensa, pero solamente
a condición de poner encima de cada una de ellas un concepto que las domina y
las engloba, y que incluso las absorbe al punto de hacerlas desaparecer: el grupo al cual ellas pertenecen. Para
cerrar el asunto, el correctista advierte que cualquier otra actitud con
respecto a los dramas de la violencia conyugal “se emparentaría con el negacionismo”.
Y, acto seguido, exige que en el futuro, por cada caso de “violencia sexista”, se
solicite la actuación inmediata de una u otra de esas “asociaciones
comunitarias” de presión y de persecución, las únicas capaces de hacer resurgir
la “dimensión colectiva del acto”. Puede igualmente sugerir la creación de
algunas “categorías penales”, tan novedosas como delectables.
Lo “políticamente correcto” es la
expresión frígida del nuevo mundo muerto, y ya se ha vuelto casi imposible evidenciarle
el horror a la humanidad actual, y de hacerle saber que podría prescindir de
él. No se lucha frontalmente contra
una iniciativa de esa índole. Sobre todo porque los peores correctistas,
mientras imponen su terror higiénico, se autoproclaman en su mayoría “políticamente
incorrectos” (o “subversivos”, o “rebeldes”, o “iconoclastas”, etc.) y se ponen
del lado, en sus más sombríos complots contra el resto de la especie humana, de
la “libertad de pensamiento”, que dicen amenazada. Así, todo el mundo se
declara al mismo tiempo “incorrecto”, y el peor de los errores sería buscar
encarnar, frente a este desastre, una postura a contracorriente, o pretender ser el retorno de lo reprimido de la
situación dominante. La trampa de lo políticamente abyecto, tendida por las
nuevas Erinias de lo “políticamente correcto”, sólo espera esta ocasión para
cerrarse sobre cualquiera que tenga la ingenuidad de ponerse del lado de lo “anti-políticamente
correcto” verdadero en oposición a lo
“anti-políticamente correcto” estampillado de los correctistas oficiales.
Es la misma realidad de lo políticamente
correcto como de lo políticamente abyecto lo que hay que rechazar. Es la creencia en lo políticamente correcto
como en lo políticamente abyecto lo que hay que desinflar, como un único globo lleno
de mentiras de diversos orígenes. Es la abstracción en la que las mentiras prosperan
lo que hay que desenmascarar. Es su doble comedia, tan representativa de este
tiempo sin risa, lo que hay que demoler con la risa.
(Febrero 2005)
Traducción: Mariano Dupont