Por Mariano Dupont
A Luis Thonis, in memoriam
En Kafka siempre se trata de un double bind. De un doble vínculo, de un doblez.
Ya está en el origen, en los dos linajes, el de los Kafka (enérgicos, llenos de
vitalidad) y el de los Löwy (sabios, artistas, etc.). Dos líneas, dos polos, dos
enunciados incompatibles, contradictorios y excluyentes, que no logran vincularse,
que no encuentran resolución, y que terminarán conformando, con el tiempo, una
poética que recorrerá prácticamente todos sus relatos, de “La condena” a “Josefine,
la cantante”.
Tentativas para huir de la esfera de mi padre. Ése es el nombre
que, según Max Brod, Kafka quería darle en un principio a toda su obra. Una
tentativa –la de una escritura que escape a la Ley, que la trascienda–, sí, pero
atravesada, simultáneamente, por la pulsión contraria: la del respeto y
fidelidad a esa misma Ley, la de nunca alejarse del todo de ella, la de seguir
perteneciendo voluntariamente a un
mundo en que la Ley dificulta la escritura hasta en sus pormenores cotidianos (está
ahí, como muestra, la anécdota famosa de los Diarios en la que, mientras él intenta escribir por la noche en su
cuarto, que es un “temblor constante”, “sede de los ruidos de la casa”, su
hermana Valli pregunta a los gritos desde el vestíbulo si el sombrero del padre
ha sido cepillado, y por su lado, el padre, en bata, atraviesa su habitación buscando
algo, y cuando sale, y la casa se calma, queda “el piar tierno y desesperado de
los canarios”).
Recién al final de su vida, en
Berlín, de la mano de la joven Dora Diamant, ya muy enfermo, Kafka se alejará de
la promiscuidad de la “actividad” familiar. Sin embargo, incluso ahí, no muy
lejos de la muerte, “liberado” ya de la esfera del padre, de los Kafka, “de la
actividad interesada, industrial y comercial” (Bataille), no dejará de sentirse
acosado. Por un lado, le dice a Brod: “Me he escapado de las fuerzas
demoníacas; este traslado a Berlín ha sido estupendo; andan buscándome, pero
por ahora no me encuentran”, y por otro, casi al mismo tiempo, le escribe a
Milena: “Los viejos sufrimientos también han sabido hallarme aquí, atacarme y
hacerme tambalear”. Ni aquí ni allá, ni esto ni aquello: el double bind (“Ninguna elección es una
elección”, dice un proverbio yiddish). Ya de vuelta en Praga, en el lecho de
muerte, al tiempo que corrige las pruebas de los cuentos de Un artista del hambre y le da instrucciones
a su editor para la composición y la presentación del libro, le ordena a Brod
quemar su obra. La muerte será la expiación.
Kafka, “el más desdichado y el
más dichoso de los seres”, nunca sale de la indecisión, nunca busca evadirse
realmente. El conflicto nunca se resuelve, lo pone en palabras una y otra vez: “La
sensación de estar atado y al mismo tiempo la otra, la sensación de que si me
liberara sería peor aún” (Diarios). La “espantosa doble vida” que lo
agobia y que tanto aborrece, y a la que no le encuentra otra vía de escape que
la locura o la muerte, es el combustible que –convertido en parábolas puras (Auden), sin enseñanza, sin
“mensaje”, en las que las taras de lo biográfico, del psicologismo, de la interpretación
y la “profundidad” son trasmutadas literariamente hasta desvanecerse por
completo (el castillo de El castillo,
pongamos por caso, no es Milena, no es el padre, no es nada)– alimentará toda su obra.
A pesar de sus quejas, del entrañable
patetismo de sus lamentos, Kafka parece sin embargo haber querido permanecer siempre
dentro de la esfera familiar y productiva –pero excluido (Bataille): en el mundo de “la infancia irresponsable”, en
una diurna noche de insomnio, “durmiendo en realidad, pero al mismo tiempo
despierto”, “en la puerilidad del sueño”. Salir de ahí, romper el double bind, neutralizarlo, resolver ese
estar y no estar en un mundo burgués de compromisos y convenciones que lo
atraía y lo expulsaba al mismo tiempo era en cierto modo dejar de ser “Kafka”.
Kafka y el double bind son
inseparables, como el roedor de “La madriguera” y su construcción. Incluso es
posible conjeturar que si Kafka hubiera sido, por caso, un ocioso a lo Proust, y
en consecuencia hubiera podido dedicarse, como él soñaba, enteramente a la
literatura, no habría escrito prácticamente nada. O lo que hubiera escrito no habría
tenido ningún interés literario, ya que, precisamente, lo que sus relatos, siempre,
o casi siempre, ponen en escena –si bien nunca “metafóricamente”, “alegóricamente”;
nunca como una “representación”, como un después–
es esa dualidad, esa tensión, ese “nocivo” ir y venir entre dos instancias irreconciliables:
la de la escritura y la de las actividades que, según él, la impiden. (En una
entrada de 1911 de sus Diarios, al
hablar de sus dos profesiones, la de abogado empleado en una compañía de
seguros y la de escritor, escribe: “Ahora bien, esas dos profesiones no pueden
conciliarse, ni conformarse con un trato equitativo. La menor felicidad en una
de ellas equivale a una gran desgracia en la otra”.)
Clínicamente, el double bind se presenta cuando al sujeto
en cuestión se le plantean dos instancias contradictorias, en conflicto, ninguna
de las cuales puede ser ignorada: 1) La persona debe hacer A; 2) La persona
debe hacer B, pero para hacer B tiene que dejar de hacer A; 3) No hay
conciencia por parte del sujeto del absurdo de la situación. Esta anécdota,
narrada por Milena Jesenská a Max Brod en una carta, lo ilustra bien: “¿Ha
estado usted alguna vez con él [con Kafka] en el correo? Lleva un telegrama
bien redactado y va buscando, moviendo dubitativamente la cabeza, la ventanilla
que más le gusta, luego, sin comprender en lo más mínimo por qué o con qué fin,
va deambulando de una ventanilla a la otra hasta aterrizar en la correcta;
entonces paga, le dan el cambio, lo cuenta, advierte que le han dado una corona
de más y se la devuelve a la señorita de detrás de la ventanilla. Entonces se
marcha con gran lentitud, vuelve a contar, y al bajar las escaleras se da
cuenta en el último escalón de que la corona que ha devuelto era suya. Entonces
se lo encuentra usted a su lado sin saber qué hacer mientras él va
reflexionando a cada lento paso que da. ‘Bueno, pues déjalo’, le digo. Él me
mira horrorizado. ¿Cómo se puede dejar así? No es porque le duela la corona. Es
que eso no está bien. Aquí hay una corona de menos. ¿Cómo puede dejarse algo de
esta manera? Habla de lo mismo un rato largo. Se quedó muy molesto conmigo,
pero, con distintas variantes, esto se repetía en todas las tiendas, en todos
los restaurantes, con todas las mendigas que nos encontrábamos”.
En sus Diarios, ese vaivén obsesivo se vuelve casi exclusivamente autorreferencial,
se instala en la práctica misma de la escritura (siempre improductiva, del lado
de los Löwy), que oscila maniáticamente entre el no poder escribir y el poder
escribir, en una sintaxis que no es tanto la del “delirio”, el “desvarío” o
la “locura”, como la de la razón en un mal funcionamiento. (Treinta años más tarde,
Beckett, gran lector de Kafka, va a extremar ese “procedimiento”, lo va a
vaciar completamente hasta provocar cortocircuitos irrisorios, caricaturescos,
enquistados en frases imposibles: “No
era necesario empezar, sí, era necesario”, “No es cierto, sí, es cierto, es
cierto y no es cierto, es el silencio y no es el silencio, nadie hay y alguien
hay, nada niega nada”.) Flaubertianamente, Kafka machacará una y otra vez sobre
las dificultades de escribir. Pero, “a pesar de todo, escribir hace bien”. Se
lo dice a Milena en una de las cartas. Escribir es “elevar el mundo hasta lo
puro, lo verdadero e inmutable”, y no hacerlo es hundirse “nuevamente en una
renovada e incontenible insatisfacción”. Hay que vencer las dificultades, entonces.
Y las vence. Escribe sus “papeluchos”, sus “garabatos”. Una y otra vez vuelve a
su diario como quien vuelve a un respirador, a un salvavidas, se aferra a su
novela (América), “como un monumento
que mira hacia lo lejos y se mantiene firme sobre su pedestal”.
La poética del double bind es, claro, enemiga del
realismo. Y sobre todo de la metáfora. Es, fundamentalmente, una poética de la
superficie: “La metáfora es una de las muchas cosas que me hacen desesperar de
la posibilidad de escribir. La falta de independencia de la literatura, su
sujeción a la criada que enciende el fuego de la chimenea, al gato que se
calienta ante la estufa, hasta al pobre anciano ser humano que se calienta a su
lado. Todas esas son actividades independientes, que se rigen por sus propias
leyes; solo la literatura está indefensa, no vive por sí misma, es una broma y
una desesperación” (Diarios). “Indefensión”,
fragilidad de la literatura de Kafka: los lazos referenciales que sus relatos
mantienen con su exterior son siempre inestables, difusos, problemáticos, nunca
lineales. Deliberada, programáticamente, las significaciones se multiplican,
coagulan y luego se licúan, se descubren y se vuelven a cubrir, en una suerte
de juego cómico y perverso que termina, finalmente, desbaratando cualquier interpretación.
Las cosas, en Kafka, son siempre de una manera pero –al mismo tiempo, simultáneamente– también de otra (u otras). Gran
parte del humor kafkiano se apoya en ese movimiento que va lúdicamente de la
afirmación a la negación (y viceversa). (La risa, en cambio, vendrá clásicamente,
de la impavidez –la “cara de palo”– ante los horrores y las situaciones
“intolerables”, del “regocijo de morir la muerte del que se muere”.) Marthe
Robert habla de un “sí, pero”: “Cada relato, cada novela contiene así un ‘sí’ y
un ‘pero’ pronunciados con igual intensidad; un ‘sí’ que es aquiescencia al
pensamiento común y un ‘pero’ que, sin negarlo, lo somete a una prueba decisiva
de la que jamás sale indemne. (…) El ‘sí’ de Kafka se ahoga y no se lo puede
percibir jamás como no sea a través de una niebla de restricciones y de dudas”.
De ahí que la tan mentada “desesperanza”
que trasluce la obra de Kafka no sea una verdadera desesperanza. Se trata, más
bien, como señala Max Brod, de “una extraña mezcla de desesperanza y voluntad
constructiva que en su caso no se anulaban, sino que crecían hasta formar
edificios interminablemente complejos”. En eso Kafka se asemeja al roedor
paranoico de “La madriguera”, cuando reflexiona sobre excavar en algún sitio
“insensatamente, obstinadamente”, para desconcertar estratégicamente a su
enemigo, el animalejo que lo acosa: “Este razonable nuevo plan me atrae y no me
atrae; no se le puede objetar nada; yo, por lo menos, no encuentro objeción alguna
que hacerle y, según lo que yo puedo entender, terminará logrando su objetivo;
y, no obstante, en el fondo, no le tengo fe; tan poca es la fe que le tengo que
ni siquiera siento temor por lo espantoso que puedan ser sus resultados”. O al pueblo
de “La construcción de la muralla china”, que veía al emperador “tan sin
esperanzas y tan esperanzadamente”; o al de los ratones de “Josefine, la
cantante”, cuya idiosincrasia está marcada ostensiblemente por “una especie de
cansancio” y “cierta desesperanza”, pero sin dejar de ser, también, “tenaz y
esperanzado”.
Lo que crea el double bind son, más bien, objetos,
sujetos y situaciones imposibles,
construcciones o dispositivos autónomos, “puros”, que terminan siendo, gracias
al poder de la literatura cuando trabaja como “un reloj que adelanta”, más
“reales” que los que presenta la misma realidad. Monos, perros, roedores,
chacales que hablan y reflexionan como humanos, un hombre convertido de la
noche a la mañana en insecto, otro hombre que incomprensiblemente tolera que un
buitre le despedace los pies a picotazos, un pueblo que considera vivos a los
emperadores ya muertos y muerto al emperador que está vivo, un empleado
bancario que es detenido, sentenciado y asesinado por un delito que se ignora, un
oficial que repentinamente reemplaza al condenado y se introduce él mismo en su
máquina de tortura, un hombre que espera toda la vida que un guardián lo
autorice a cruzar una puerta, un animal que es mitad gato, mitad cordero… El
protagonista de este último relato, “Una cruza”, ante las preguntas sobre el
animal que le hacen los niños de la vecindad –¿por qué hay un solo animal así?,
¿por qué él (el protagonista) es el poseedor y no otro?, ¿ha habido antes un
animal semejante?, ¿qué sucederá después de su muerte?, etc.–, no se toma el trabajo
de contestar, prefiere –como Kafka, y como Bartleby antes que él– no hacerlo,
se limita a exhibir su propiedad, sin mayores explicaciones. “Cuanto más se
incrementa la maestría en Kafka, tanto más renuncia a adaptar estos ademanes a
situaciones habituales, a explicarlos”, dice Benjamin. (…) “[Kafka] no se afana
jamás con lo interpretable, por el contrario, tomó todas las precauciones
imaginables en contra de la clarificación de sus textos.”
La literatura única e ininterpretable de Kafka es
como el chillido de la cantante Josefine, cuya fascinación no sabemos de dónde
viene, si del propio canto o del “solemne silencio que rodea a la débil
vocecilla”, y en el que “hay algo de la pobre, corta infancia, algo de la dicha
perdida y que nunca se volverá a encontrar; pero también hay en él algo de la
actual vida activa, algo de su alegría pequeña, incomprensible, y no obstante
vigente e imposible de sofocar”. También, como ella, como Josefine, Kafka, saliendo
finalmente del double bind, se retirará
prematuramente del canto, “libre de los sufrimientos terrenales”, y se diluirá,
al fin, “en la creciente liberación del olvido”.