Por
Mariano Dupont
A Milita
Molina
I
El poeta muere en la página como el cisne de
Mallarmé. Se ha dicho muchas veces, y de muchas maneras, algunas bellas, otras estúpidas.
Se ha dicho que el poeta muere en la página para que nazca el poema, para que
pueda surgir el poema, que si no muere el poeta no hay poema, etc. Muy bien. De
acuerdo. Pero no hablo de eso exactamente. No hablo de “la muerte del autor”, esa
reliquia que nos regaló la Sorbonne; tampoco de que el poeta es un “amanuense”
del Espíritu, un médium, la historia de la literatura como la historia del
Espíritu, etc. Tampoco hablo de que el que habla, en el poema, no es el poeta
sino el lenguaje, que el lenguaje es el protagonista de poema, etc. De acuerdo
en todo eso, sí. Pero hablo de otra cosa. Hablo de escribir para morir –y no tanto de morir para escribir. Hablo de la
blanca agonía.
Escribir para morir en la página en blanco, en la
batalla de la página. Que es el otro lado del terror al blanco de la página, esa
cárcel que no es cárcel, en realidad, un terror que a esta altura de las cosas no
es terror, un terror que hoy no produce más que bostezos. Es que se ha
cristalizado tanto, el terror, se ha vuelto tan cristalino, que finalmente
terminó quebrándose, partiéndose, rajándose. Y al irse dejó otra cosa. ¿Qué
cosa? La blanca agonía. Que es, como dije, el envés del terror –su costado más
sutil, casi invisible, inaudible: el espíritu, como le dijo Bodhidharma a Eka, no
se puede atrapar– e incluso a veces justo lo contrario, ya que si al terror se
lo mira de cerca, si nos acercamos al terror, si seguimos detalladamente los
desplazamientos del lápiz cuando trazamos las letras, si nos concentramos en el
dibujo, nada más que en el dibujo, el terror deviene alegría. O casi alegría. El
mundo antiguo del terror pasa a ser, mágicamente, el mundo nuevo de la blanca
agonía. Eso es lo que nos interesa ahora. Blanca agonía: mejor que agonía
blanca, que no dice nada. Blanca agonía. Blanca y dulce, se podría decir, porque
también es dulce. No es un padecimiento, eso está claro. Empecemos por ahí.
“A pesar de todo, escribir hace bien”, le dijo
Kafka a Milena. Tiene razón. Hace bien, escribir. A pesar de todo. Y hace más
bien aún haber escrito. Eso ya da casi felicidad. La satisfacción de haber
escrito. Del trabajo realizado, cumplido.
La materialización, las palabras, el resultado: bueno, malo, no importa, es lo
de menos. Claro: es mejor si el resultado ha sido bueno. Pero no siempre,
porque a veces los malos resultados terminan siendo mejores que los buenos
resultados. Nunca se sabe. De todos modos, ¿cómo saber el valor de un
resultado? ¿Cómo indagarlo? ¿Cómo ponerlo en perspectiva? Muy difícil. Si
empezamos con eso de los resultados la cosa se complica. Y no quiero complicarme.
Lo que digo, entonces: que lo importante es haberlo
hecho (no el resultado). Con el hipócrita lector, incluso con el hipócrita
lector. Haberlo hecho con él. Con
todos, en realidad. La poesía hecha por todos de la que hablaba Lautréamont. El
Buda que despierta con todos los seres.
Haber hecho el trabajo, entonces. A conciencia, sí,
pero también con un poco de inconsciencia. Se necesitan de las dos cosas. Haber
agonizado. En el sentido de un combate. Wittgenstein: “Estamos en guerra con el
lenguaje”. Por supuesto. No lo podemos evitar, es así, es una guerra que no se
elige, que vino con nosotros y está en nosotros, que vive en nosotros, en
nuestras células, que corre por lo bajo, subterránea, como la sangre. Es la
guerra que libra el roedor paranoico de La
madriguera de Kafka. Una guerra en la que, a pesar de que llevamos –como es
lógico, dada la lógica coercitiva del lenguaje, su poder de fuego– todas las de
perder, “no aceptamos ser derrotados” y “continuamos intentando” (Francis
Ponge). Lo agónico. O agonal. Y el descanso después, entonces. Haber escrito. Mirar
el negro sobre el blanco y decir: ya está, lo hice, pasemos a otra cosa.
Así que ir a la página en blanco, a la batalla de
papel, una vez más, ir ahí, agonizar ahí, en el presente escurridizo de la escritura.
Osvaldo Lamborghini: “Aquí el presente”. Se dijo de otros modos, también, se
puede decir de mil maneras distintas esto del presente: el torero frente al toro,
etc. Hic et nunc. Kingsley Amis: “Hay
situaciones en las que un lancero debe cargar contra un carro blindado”. Sabiendo
que se va a morir. O que hay riesgo de morir. El escritor como samurái. La
pasión por la muerte, sin la cual, es “imposible realizar hazañas dignas de
mención”, como dijo Nabeshima Naoshige. Pasión por la muerte y por la vida, por
la vida también, por supuesto. Pero estamos con la muerte ahora. Una muerte de
la cual siempre –o casi siempre– se resucita. Pero para volver a morir. Para
volver a perderse en la blanca agonía. En ese momento no lo sabemos, pensamos
que es para siempre, que morimos para siempre. Incluso algunos le tienen miedo
a la blanca agonía. Yo le tuve miedo muchas veces. En esos momentos hay que
“saber apretar los dientes”. Eso es importante.
Entonces, volvamos, sigamos: instalados en el
presente pero con el oído torcido, desviado, la oreja estirada, apuntando al futuro
incierto, los trazos en el blanco dibujando un paisaje que falta, que no
existe, y que tal vez nunca llegue a existir, porque si de algo trata la
escritura es de fracasos. Nada de pueblos “tercermundistas”, ese kitsch que
inventó Deleuze con Guattari; jamás tercermundistas, latinoamericanistas, etc.
Jamás. Un paisaje nuevo, que falta, que aún no ha sido concebido, que no ha
sido escrito hasta el momento en que alguien se decide a escribirlo. También
podríamos decir: un dibujo descubriendo un paisaje. Un paisaje que ya estaba
ahí, desde siempre, esperando ser dibujado. O con Céline: una divagación a
través de un paisaje. Divagaciones. Maneras, toques, pinceladas. Al principio
gruesas, después más finas. Una coma por acá, un giro por allá, torsiones, velocidades,
más rápido, más despacio. La página se va llenando. La materia de la que
hablaba, el negro y el blanco, el resultado. Hace bien. Y entonces: la blanca
agonía, agonizar dibujando, en el dibujo del paisaje, ahí, morir en el paisaje (escribiéndolo)
antes de que el paisaje nos mate a nosotros (escribiéndonos). Porque el paisaje
también escribe. Hay que estar muy atentos. La atención es clave para que no
nos escriba el paisaje. El paisaje está hecho de palabras, compuesto por
palabras, y así como no hay que matar a las palabras tampoco hay que dejarse
matar por ellas. No hay que dejarse matar por el paisaje. Que va a hacer, por
su lado, todo lo posible por matarnos. Somos nosotros los que cabalgamos el
paisaje y no al revés. Y para eso hay que estar en guardia, no dormir, no irse
a dormir y dejar dibujando el paisaje a un escriba que no sabe de melodías, de
ritmos, de variaciones, de matices, de “expresiones torpes”, y mucho menos de las
veleidades de la blanca agonía. Es lo que se ve mayormente en la literatura de
nuestros contemporáneos: libros que están “bien” pero que no han sido escritos (Joyce).
Ese cisne muerto en el paisaje helado lo hemos
dibujado nosotros. Evitando siempre el amaneramiento, la voluta, el ornatus, hay que olvidar el ornatus, enterrarlo: la forma es vacío
(o contenido) y el vacío (o contenido) es forma; o si no, con Flaubert: “el
estilo es una manera absoluta de ver las cosas”. Es decir, el motivo es el
poema, la novela, etc. Evitando también el hermetismo, la tentación del
hermetismo, la opacidad, lo excesivamente opaco, las ideas, el “programa”, la
cosa fácil, en suma, la facilidad del idioma difícil. Evitar todo eso. Por más
“inauténtica, totalitaria y opresiva” que sea la atmósfera de los tiempos, no hay razones para practicar un
hermetismo programático. Ni qué hablar de las afectaciones, los manierismos, la
gravitas y la gola de los “bombines
de mármol” (Lorenzo García Vega), vivos y muertos. Bombines herederos directos
de los “charlatanes de la gravedad” de Baudelaire. Bombines que escriben poemas.
Poemas y novelas escritos por bombines con el único fin de “ocultar los
defectos del alma”, como sentenció La Rochefoucauld en una de sus máximas.
No caer, pues, por la pendiente fácil del remilgo, del
cultismo; no imitar los gongorismos de las almas rebuscadas, ridículamente bellas:
la blanca agonía no concibe efectos,
no concibe planes: el buscar que a ellos
les parezca griego, chino, cosas así. No hay que cerrar el círculo, como proponía
Cané hijo; no que hay que dejarse arrastrar por la pasión aristocrática. Los
monos a veces pueden recibir piedras preciosas. La fantasía paradojal de
Libertella, del aristocrático Libertella: 1.200 millones de monos de la selva amazónica
colgados de la rama con un libro nuestro –la piedra preciosa, el oriental zaffiro– en la mano. No se la merecen,
no la van a apreciar, pero la pueden recibir. Ahora bien, si la reciben, nunca
es calculadamente; no me digo: a este mono, una piedra preciosa. Eso no.
Tampoco: a éste, nada, ni agua. Eso tampoco. Ni para un lado ni para el otro.
Esto es muy importante.
Vamos a decirlo de vuelta, porque hay que subrayar:
la blanca agonía no concibe nada de antemano; ni siquiera se plantea conmover,
emocionar. Le gustaría emocionar, tal vez, o entretener, “alegrar el corazón de
los hombres”, como el aeda antiguo, o el juglar medieval, que cantaban la
hazañas de los héroes para producir una emoción, el efecto poético, lo que
algunos hoy llaman “poesía”. ¿Por qué no? No hay nada malo en eso. Pero no lo piensa,
no lo anticipa, no dice “con esto seguro que emociono”: la blanca agonía no planea
estrategias, efectos a futuro, los “designios preestablecidos”, esos
clasicismos que prescribía Edgar Allan Poe.
Hay toda una serie de colgajos, ahí, que hay que
evitar, eso es importante: sacarse los aderezos, las estolas, los sucios atavíos.
Agonizar, siempre, como el viejo cisne, que, incluso ya muerto, sigue
sacudiéndose, sin embargo, con cada movimiento del cuello, la blanca agonía. Porque,
ojo, la blanca agonía es también algo de lo que en algún momento hay que
liberarse. “Abolir los valores en el mismo momento en que los descubrimos”,
proponía Francis Ponge. No hay que quedarse alelado en la blanca agonía. Hay
que moverse. No se puede descansar, como escribió Wittgenstein, en una
excursión por la nieve: cabeceás y morís en el sueño. Ese es uno de los mayores
peligros que corre el paisajista: agonizar en la blancura. El sueño húmedo de
las blancas palomitas. Quedarse con los ojos levantados al cielo, la boca
abierta, un hilo de baba cayendo al suelo: como Benjy Compson. He visto a los
mejores espíritus de mi generación caer en esos arrobamientos. Y a los que
vinieron después también, los he visto, y los veo todavía, ahora mismo, siguen
entrando, todos los días hay uno nuevo que se sube a la carroza. La carroza
está llena pero siempre hay lugar para uno más. Desde arriba le estiran una mano,
hay que darle una mano al que quiere subir, es de los nuestros, mírenlo, lleva la devoción en el rostro, la muerte en el alma, tiene
todo un porvenir. Casi siempre aciertan. Una vez que logra subir y recibe las primeras
llanezas, las primeras palmaditas en la espalda, abre la boca y ahí se queda,
con los ojos en blanco hasta el fin de sus días.
II
La blanca agonía tiene dos adversarios. Tiene
varios, en realidad, son muchos los adversarios de la blanca agonía, pero hay dos
bien reconocibles. Están ahí, al doblar la esquina. El primero es el devoto
apresurado, una figura que, desde que fue acuñada por Flaubert allá en el siglo
diecinueve, no ha dejado de multiplicarse, y en estos últimos años,
particularmente, de manera exponencial. Por todos lados vemos devotos
apresurados. Al menos yo los veo.
La blanca agonía es, así, invisible –e inaudible, fundamentalmente
inaudible– para el devoto apresurado. Si se la cruza en el camino, en su apuro,
la deja pasar, no la ve, no la escucha, no la registra. El devoto apresurado
está, como se dice comúnmente, en otra. Va en la suya, ido. Absorto, compenetrado. Y un poco en Babia, también. Las dos
cosas. Pensando en su pasión, en su triste pasión. Siempre ansioso por ponerla
en práctica. ¿Y cuál es esa pasión? Una pasión cualunque, de lo más vulgar: ponerse de rodillas. Simplemente. Ese
es su arte, su expertise. Casi un
vicio. Un vicio modesto. El devoto apresurado ve algo, escucha algo, y se arrodilla.
Es lo primero que le sale, no puede evitarlo. Lo suyo es “la oblicua
genuflexión”. Se hace devoto de todo lo que cae en sus manos porque en todos
lados ve algo de lo que hacerse devoto. La novedad lo embelesa. Busca
desesperadamente, frenéticamente, incluso, el devoto apresurado, novedades en
las que depositar su devoción. Anatoli Gaiman: “La
literatura contemporánea –toda– es un túnel poco atractivo, lleno de basura,
entre el pasado y el futuro”. Gran verdad. Pero esa verdad –en el caso de
llegarla a escuchar, ya que en general, como dijimos, escucha muy poco, es casi
sordo, el devoto apresurado– no lo interpela, no le resuena en ningún lado, le
entra por la oreja izquierda y le sale por la derecha. O viceversa. Es más: no
hay nada que le interese más al devoto apresurado que el túnel poco atractivo y
lleno de basura de lo contemporáneo, ese “mal momento que pasar”, como lo
describió Henri Meschonnic. Ese mal momento que pasar es la pastura predilecta
del devoto, su campo orégano. No puede salir del presente, de la actualidad, de
“la prisión de lo Actual” (Carlyle). Pobreza del devoto, del pobre devoto. Veinte
años para atrás, treinta, cincuenta a lo sumo: hasta ahí llega su inquietud. Siente,
a veces, de tarde en tarde, sentado bajo el peral, un poco de culpa por su cómoda
parálisis, por su confort intelectual, pero no la suficiente como para dejar la
devoción y entrar en –y mucho menos salir
de– la experiencia soberana de la blanca agonía.
Bataille:
“Aquel que ya sabe no puede ir más allá de un horizonte conocido”. El devoto
sabe todo y se encierra en su cáscara de nuez y se proclama rey del espacio
infinito. Se engaña, sí, como todos, pero él un poco más. Si se lo acorralara,
jamás reconocería que es un holgazán. Pero lo es. Si saliera, el devoto, por un
momento de su holgazanería y se fuera para atrás cincuenta, cien, quinientos,
mil, dos mil o tres mil años, se daría cuenta de la inmensidad del orbe. De que
por todos lados hay mares y montañas. De que hay mucho, muchísimo, demasiado,
por descubrir, y de que su vida es muy muy pequeña, además de muy corta, por supuesto,
como la vida de cualquiera, devoto o no devoto. Y se daría cuenta, también, de
que todo ya se dijo, de mil maneras, de
que no hay nada más que decir ni que inventar. Se daría cuenta, tal vez, de que
escribir, como dijo Blanchot, no tiene ninguna importancia, de que escribir no
importa. Tomaría conciencia de que en eso reside todo: de que la escritura se juega –toda– en ese gesto. De que todo
sale de ahí, de esa libertad, y de que en el fondo no hay nada más que una huella
propia, única, personal; de que no hay nada más que una singularidad –una bella singularidad sin importancia. Una
singularidad que no viene dada, que no va de suyo. Que hay que aprender a
edificar. Aunque a nadie le importe.
La
singularidad de la blanca agonía, entonces. Eso es todo, en la escritura, no hay más allá. No hay nada más allá de
la blanca agonía. Que es, también, el más allá del lenguaje, lo no comunicable, la materia no verbal que
se resiste al mercadeo, al intercambio, todo ese mundo del que no se puede
hablar y del que es mejor callar. (O no, pero esa es otra cuestión en la que no
vamos a entrar ahora.) Constatar, precisamente, que no hay más allá que una
blanca –y dulce, no olvidemos que también es dulce– agonía lo llevaría, al
devoto apresurado, a sentirse vacío, vaciado. Y un poco solo, sí, también. Y
nadie quiere sentirse solo.
Por eso el
devoto apresurado muchas veces se hace amigo del hombre de la multitud, el otro
adversario de la blanca agonía, creado por Poe en 1840. Los dos son socios del
club de los aplausos mutuos. Juntos conforman un rebaño de lo más tupido, de lo
más simpático, se hacen compañía. Los dos contribuyen a la compañía. De eso
hablan casi todo el tiempo: de la compañía. ¡Ah, quién tuviera una compañía!
Ellos la tienen, tienen esa suerte. El hombre de la multitud (o mujer, mujer de
la multitud: hay muchísimas mujeres, miles, cientos de miles, millones de
mujeres de la multitud, así como también devotas apresuradas, por supuesto) es
el sujeto que se agita aquí y allá, por todos lados, por espacios físicos o
virtuales, siempre angustiado, siempre en busca de compañía. Sin compañía no
puede escribir, nada, no puede hacer nada sin compañía, el hombre de la
multitud. Si el poema o la novela no tienen compañía no los puede leer. Así que
sale a tomar café con el devoto apresurado y se hacen compañía hablando de la
compañía, de la literatura de compañía.
La blanca
agonía es, también, invisible e inaudible para el hombre de la multitud. Huele,
él, que ahí, en la blanca agonía, está la soledad. Y le huye. Con razón. Es que
para él no hay mundo posible si no hay también una compañía. O la posibilidad –el
anhelo– de una compañía. De un exterior, un afuera, del que se busca ingenua y
torpemente dar cuenta: una literatura al
servicio de, que hable de, etc. La
blanca agonía no conoce servidumbres. Ni siquiera hilos de los que no hay que
apartarse: “el hilo se pierde y se encuentra, y se pierde otra vez, fatal, no
hay otra posibilidad” (Hugo Savino). Fatalidad de la blanca agonía en la que
las cosas afloran y se disipan rápidamente. Para después volver a aflorar. Espejismos
de la blanca agonía. El “hilo conductor latente”, que está y no está. “Todo
ocurre en hipótesis: evitamos el relato” (Mallarmé). Ninguna certeza, ninguna
confirmación, nada de lo que aferrarse. Desprendimientos,
desmoronamientos. Entrar y salir de
la blanca agonía. Es importante salir, muy importante, ya lo dijimos, no
quedarse haciendo la plancha en la blanca agonía. No hay que encandilarse con
el blanco ala de la blanca agonía. No hay que ser opa. Un poco de terror, entonces,
para volver al principio; un poco de terror como acicate. Un poco de esa cárcel
que no es cárcel, de ese terror que no es terror. Un poco de ese viejo vértigo,
de ese mundo antiguo. Un poco, solo un poco, “lo justo para abrir los ojos”. Y
sobre todo los oídos. Porque si no abrimos los oídos no hay blanca agonía. No hay
nada, en realidad, si no se abren los oídos. Lo justo, entonces, para no caer
en los relatos sin vida del devoto apresurado, del hombre de la multitud. Una
falta de vida imposible de conciliar con la blanca agonía. Frases y versos que
pesan como lápidas. O que no pesan nada. Que ni siquiera fueron pesados: ya
nadie pesa nada, en realidad. Y de medir ni hablar. Frases y versos que fueron dejados
en la página con la misma displicencia con que se deja en el inodoro la caca
matutina. Lo dicho y escuchado un millón de veces pero peor. Cada vez peor,
siempre el mismo devenir a peor. Nada que ver con el worstward ho de Beckett, claro; tampoco con la aspiración a
escribir algo peor de Oliverio Girondo. Nada que ver con esos naufragios. (No
solamente hay que desarreglar los sentidos, también a veces hay que encrapularse. Deliberadamente.) Nada que
ver este peor manco e indolente de los
poemas y novelas que leen y escriben estos dos amigos inseparables con el peor bienaventurado del periplo beckettiano.
Acá es el monótono compás de frases y versos que ruedan como albóndigas por una
escalera empinada: siempre un escalón más abajo, un escalón más abajo, un
escalón más abajo. Dejando a su paso, en su caída, una huella deslucida. Reunidos
luego y publicados en coloridas ediciones. Para regocijo del devoto apresurado
y del hombre de la multitud, siempre ávidos de nuevos aburrimientos.
“Las
bellas libertades de actuar muy contrariamente al uso conocido.” Eso. Mallarmé,
otra vez, empezar y terminar con Mallarmé, en la tour d’ivoire, allá arriba. Escupir a través de las almenas de la tour d’ivoire. Para ir terminando, sí. O
sea: la libertad de actuar contrariamente, muy
contrariamente, a los usos conocidos. Al fondo de lo desconocido hasta
encontrar lo nuevo, sí, también Baudelaire, el precursor. Hasta encontrar la
belleza de la blanca agonía. Contrariar las costumbres a la vista y al oído. Las
costumbres de la época, que la infectan y la atraviesan de punta a punta.
Incluidas las propias, ya que uno está también en la época, lamentablemente,
ojalá pudiéramos salir de la época pero no se puede. Desmontar las taras
personales, los tics. Estamos llenos de tics. Hay que detectarlos y eliminarlos
como si fueran células patógenas. No hay blanca agonía posible, si no. “Siempre
hay que escribir, pensar, sentir contra sí mismo”, decía Gombrowicz. Exactamente.
Escribir para morir. Para matar lo muerto en uno, lo que ya no respira, lo que
no late. O eso que nos mata, que nos aplasta, que no nos deja movernos. O que
nos limita los movimientos. “Los incontables clavos que remachan la cadena del
hábito” (Charles Lamb). Las ideas, las pesadísimas ideas. ¡Ideas, ideas! Todo
ese paisaje que nos escribe y nos quiere seguir escribiendo hay que matarlo
entonces ahí en la batalla de papel de la página en blanco. Sin misericordia. Se
muere, sí, también, para escribir. “Para escribir necesito aislarme, no como un
‘ermitaño’, sino como un muerto” (Kafka). Nada de opiniones, de reflexiones, de
“verdades”, de sentimientos, incluso; “la personalidad del autor, ausente”
(Flaubert), no olvidar. Se muere, así, para poder escribir. Sin esa muerte no
hay escritura. No hay ni siquiera vida, en realidad. No hay nada sin esa
muerte. Sin esa muerte hay solo vanidad y apacentarse de mentiras en el viento.
Morir para escribir, pues, una vez más.
Pero no
olvidar también que la escritura es, por su lado, una manera de morir. De eso estuve
hablando. Y este escribir para morir es tanto o más importante que el morir
para escribir. No la única manera de morir, por supuesto. Una de las tantas. No
es necesario escribir para morir. Hay muchas maneras de morir. Se puede morir
sin escribir. Y vivir también, claro. Hay muchos, muchísimos, que viven y
mueren sin escribir, no hace falta decirlo. Ya me estoy embrollando. Termino. Escribir
entonces para morir. Pensar en eso, concentrarse en eso. O para aprender a
morir, si se quiere. Escribir para perderse. Osvaldo Lamborghini: “Se empieza a
escribir para no ser comprendido por la familia, luego por los amigos, y al final
es uno el que no se comprende”. Escribir para entenderse cada vez menos. Para
agonizar en el blanco de la página como el cisne de Mallarmé.