Por Mariano Dupont
Básicamente, hay dos maneras de leer. Una es leyendo; la otra, no leyendo. Se puede leer sin leer, sí, creyendo incluso que se lee. Es muy común: lectores en pose de lectura, con sus lápices, sus biromes, sus resaltadores, marcándolo todo, incluso el diario; lectores-performers que parecen leer, que simulan leer, pero que en realidad no leen. No me refiero al lector sin lecturas, sin teoría. Se puede ser un excelente lector sin haber leído demasiado o sin manejar rudimentos de teoría literaria. Es más: no es necesario, para ser un buen lector, ni siquiera ser inteligente. La inteligencia no es imprescindible para leer. Incluso se podría ir más lejos y decir que muchas veces la inteligencia se convierte en un lastre para la lectura; la inteligencia como tara, digamos, como tapón de cera. “¡Cómo odio la inteligencia!”, escribió Virginia Woolf. Y Proust: “Cada vez valoro menos la inteligencia”. Y Hannah Arendt sobre Nabokov: “Hay algo que me horripila de Nabokov, y es que todo el tiempo está queriéndote mostrar lo inteligente que es”. A eso me refiero. A “las heces de la inteligencia” (Wittgenstein).
El buen lector, pues, el lector que lee, simplemente, es un lector que evita las interpretaciones. La inteligencia, casi siempre, va por ahí: por el lado de las interpretaciones. No siempre, claro (Borges, por ejemplo, era un lector inteligente que no iba por ahí), pero casi siempre. Susan Sontag: “Interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados. Es el homenaje que la mediocridad le rinde al genio”. Así, el mediocre que no lee, el no-lector, siempre interpreta, empobrece, instaura “un mundo sombrío de significados”. Lo embelesan la hermenéutica, el sentido, “los viejos mitos de la profundidad” (Robbe-Grillet). En cambio, el buen lector, como lo hemos llamado hasta ahora, aunque también podríamos llamarlo, si lo miramos desde otro ángulo, el mal lector (el hypocrite, el traidor, el perverso, etc.), se aleja de ahí, huye, va para otro lado. Para el lado de la escucha, en primer lugar. Y para el lado, también, de la superficie. Sabe que todo está ahí: en la epidermis, al alcance del oído. Puede haber leído poco, este buen lector, pero sabe escuchar. O tal vez no sepa escuchar, pero quiere aprender. Querer aprender ya es algo. Por supuesto: las lecturas, las distintas experiencias de lectura, son fundamentales para aprender a escuchar. Todo sale de esas lecturas, de esas experiencias. Experiencias de lectura que provienen, que le deben todo, casi siempre, a las líneas de transmisión, como las llamaba Luis Thonis, a las “estructuras” que permiten que esas lecturas, como pases de testigos, yendo de un sujeto a otro, de un espíritu a otro, vuelvan más sensibles y sutiles nuestros oídos. Es decir: menos idiotas. Porque el oído también puede ser idiota, en el sentido que le daba a la palabra el poeta español Gabriel Ferrater, cuando decía que la eficacia a lo largo de los siglos de la rima se debía, justamente, a que era idiota. Esas líneas de transmisión, entonces, son fundamentales para desidiotizarse. Y así como son fundamentales, son frágiles, muy frágiles. Muy delicadas. Hay que cuidarlas, entonces, preservarlas, no hay que dejar que desaparezcan, que las invisibilicen. Todos trabajando para que no se vean, para que no se escuchen, consciente o inconscientemente, lo vemos todos los días. A veces están enterradas, las líneas, y hay que exhumarlas. Hay que exhumar los “libros peligrosos” (Jean Paulhan), los libros que nos reenvían al peligro original, al desamparo original, a la vida despojada de sus falsas seguridades, de sus falsas certidumbres. Néstor Sánchez: “Necesito decirle a cada lector que va a morirse muy, muy pronto, y que a pesar de todo vive como si fuera eterno”. Hacer circular esos libros, entonces. Pero primero hay que leerlos. Todo un trabajo. Un trabajo “sucio”, que, claro, muy pocos quieren hacer, ya que los libros peligrosos nos dejan solos, y nadie quiere quedarse solo. Sin embargo, si uno se decide a hacerlo, si uno decide sacudirse la pereza intelectual y moral –sobre todo moral– y poner los oídos a la obra, puede convertirse en un juego. Un juego hermoso en el que, como en la infancia, jugando, se aprende. Porque nadie –salvo Mozart, quizás, y eso habría que confirmarlo– viene al mundo sabiendo escuchar. Está demás decirlo. Hay que aprender. Y aprender lleva toda una vida. Lleva toda una vida aprender a escuchar como un niño. Creo que a esta altura está claro, pero igual subrayo por si alguno se quedó en el camino: lejos estoy, entonces, de hacer una vindicación del buen lector como una suerte de buen salvaje de la lectura.
Con respeto, sí, pero sin reverencia, apoya el oído, entonces, el buen lector, en la tapa del libro. Y espera. Espera a que el libro empiece a susurrar sus cosas. Eso, nada más. Parece simple pero no lo es, es todo un arte, un ars lectoria. Lo único que sabe –esto también lo ha aprendido: alguien o, tal vez un libro, se lo ha enseñado– este buen lector es que no hay que interpretar. Se parte de ahí: ponerse en la vereda de enfrente del lector “profundo”, deformado por años –o meses, a veces alcanzan unos meses– de doxa universitaria (o de psicoanálisis). Bataille: “En la gravedad profesoral, e incluso más sencillamente en la reflexión profunda, la desventura tiene siempre el mayor peso: algo empobrecido, tedioso”. Escaparle al tedio, sí, eso es clave. Alejarse, o sea, del lector fundamentalmente grave, pesado, charlatán, “inteligente”, ese que, esté donde esté, en las circunstancias en que esté, siempre tiene –de todo, de cualquier cosa, de cualquier estupidez– algo “interesante” para decir. Samuel Butler: “No hay aburrido como el aburrido inteligente”. Amén.
El primero de esta serie de no-lectores, el fundador de la estirpe, fue Procusto. Refresquemos: Procusto, el gigante griego, el posadero psicótico de las afueras de Atenas, el primer asesino serial de la historia de la literatura. Al igual que su progenie, Procusto leía sin leer, y eso lo llevaba al crimen. El mal gusto como una manera de no leer que conduce al crimen. Procusto reducía a sus víctimas, las amordazaba, luego las llevaba a su legendario lecho y ahí les cercenaba o les estiraba (rompiéndoles primero las articulaciones a martillazos) sus brazos y piernas (e incluso su cabeza) en función del largo de sus cuerpos: si sobrepasaban la cama, cercenaba; si no, estiraba. Según algunas versiones del mito, Procusto tenía varios lechos, de distintos tamaños, y los utilizaba según la altura de sus huéspedes. Es decir, la cosa era cercenar o estirar a como diera lugar. La debilidad de Procusto. Su extravío, su veleidad. Es decir, primero amordazaba, después cercenaba (o estiraba).
El lecho de Procusto más conocido es la ideología, “la ética para el uso de las masas”, como la definió Frédéric Schiffter. “La ideología es siempre reaccionaria” (Cabrera Infante), de ahí que sea la mejor herramienta para no leer. Para amordazar y no escuchar. Y en sus casos extremos, para asesinar, como lo sabe todo el mundo. La herramienta, también, preferida del biempensantismo y, por supuesto, de la sordera: no hay sordo que por el lado del Bien no venga. Los patrullajes del Bien atraviesan todas las épocas. Cambian los delitos, nada más. Las prohibiciones y las taras se desplazan, mutan, nunca desaparecen. Siempre existirán los “safaris morales para perseguir la xenofobia, el fascismo, el racismo y la homofobia a través de los siglos, lo que nos conforta en una certeza: nuestros valores son los universales y definitivos, nosotros somos mejores, nosotros somos buenos” (Philippe Muray). Safaris morales, hay que decirlo, que no fueron inventados por la reina Victoria ni por el puritanismo progresista moderno, sino que ya existían en el siglo v a. C., en la época del griego Jenófanes, que acusaba a Homero y a Hesíodo de sacrílegos porque tanto en la Ilíada y la Odisea como en la Teogonía “atribuyeron a los dioses todo lo que entre humanos es reprensible y sin decoro”.
Todos persiguen, así, desesperadamente, el desliz, el desvío. Hay que encontrar al desviado, fruncir las cejas y levantar el dedito. Sin desviados es difícil conciliar el sueño. Roberto Arlt era homofóbico, Sarmiento proponía no ahorrar sangre de gauchos, Eurípides era misógino y así siguiendo, al infinito. La lista de los desviados se actualiza constantemente, se renueva día a día, ya que cuando alguno, de acuerdo a los parámetros morales del momento, es redimido, hay otro que es agregado al final de la lista. Salen y entran, salen y entran. Alguien, no hace mucho, me dijo, con respecto a los desviados de otros siglos que condena la moral actual, la que rige por estos días: “¡Hay que dejar de leerlos!”. Lo dijo sin ironía, sin inmutarse. El espíritu de los tiempos. El 8 de enero de este año, en el diario británico The Guardian, salió un top 10 de libros sobre “masculinidad tóxica” –“la presión social”, según una tal Ani Katz, la autora de la nota, “para adecuarse a ideales tradicionales de masculinidad que privilegian la agresión, el estatus de clase alta (sic) y la supresión de las emociones”–, entre los que se encontraban, además de Lolita de Nabokov y Retrato de una dama de Henry James, la Ilíada de Homero. Sí, la Ilíada. Ya es hora, parece, de ir dejando de leer al tóxico Homero. Philippe Sollers: “La moral, siempre la moral, cada vez más moral, esa ‘debilidad del cerebro’, decía Rimbaud, sirve para esconder la incapacidad de leer; el único punto en común, en el fondo, entre un biempensante y un criminal”. Moralistas extraviados en la selva de la literatura. El lector en modo comisario. O “jefe de manzana”. Ese que lee escondido detrás de un árbol esperando la contravención ideológica. Se aprende en las escuelas, incluso en los hogares. La doctrina de la buena no-lectura explicada a los niños. Recogida en el pequeño libro rojo del no-lector.
En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, sobre todo en el ámbito académico, intelectual, ese no-lector sobreideologizado era una peste. Ahora también es una peste, pero por estos días el no-lector funciona más en modo caricatura, en modo farsa, casi no molesta, es un tarado y listo, lo dejamos ir. Antes era mucho peor. El no-lector proliferaba por todas partes. No hace falta más que repasar los títulos de los artículos, los ensayos y los libros de crítica literaria de aquel entonces: la mayoría iba por ahí. El no-leer era la manera más común de leer. La ideología reinaba. Junto con la solemnidad. En 1965, una reseña en Clarín de Las patas en las fuentes de Leónidas Lamborghini terminaba así: “No lo compre”. Ideología y solemnidad: una parejita inseparable, reversible, que iba por todos lados de la mano pregonando la no-lectura a diestra y siniestra, que, unidas, como nos enseñó Nicanor Parra, jamás serán vencidas. “Las nauseabundas pequeñas ortodoxias que se disputan nuestra alma”, como decía Orwell, estaban a la orden del día. La última moda, el dernier cri, era leer así: no leyendo. El sartreanismo hacía roncha, estragos. El engagement, el “compromiso”. Detrás del cual se escondía el sempiterno moralismo, por supuesto. Raymond Aron: “Sartre era un moralista. No podía admitir que mis opciones, tal vez erróneas, no fuesen culpables”. El mundo se dividía, así, incluso más que ahora, en inocentes y culpables. La secuela de esa servidumbre era, claro, el “mensaje”. El escritor como palomo mensajero. Puro, bueno. Y el lector, por su lado, un no-lector al cuadrado, un no-lector de no-lectores, un consumidor pasivo de esos sabios mensajes del palomo mensajero puro y bueno, de esas verdades que salían de su pluma como porotos de la chaucha que él mismo cultivaba en su jardincito del fondo.
Además de a Sartre, los escritores y los intelectuales leían a Lukács, a Gramsci, a Bertold Brecht. Autores de bien, o del Bien, que alimentaban, como es lógico, una de las grandes pasiones de la época: “la pasión policial” (Simon Leys). El amor a la denuncia. O el vicio, más bien, porque es sabido que una vez que se denuncia se quiere volver a denunciar. El crítico como delator, como buche, como hombre virtuoso. Les gustaba ser así, ejemplares. Evidentemente daba prestigio. O tranquilidad. La tranquilidad de estar del lado de los inocentes. Esa hipocresía que nos legó el bueno de Jean-Jacques Rousseau, “el más sensible de todos los seres”, como decía de sí mismo. Pascal Bruckner: “Lo que es asombroso en él [en Rousseau] es la acumulación libro tras libro de argumentos reiterados para convencerse de su bondad y persuadirse de la maldad del mundo”. Un siglo más tarde Freud iba a acuñar la figura del “alma bella”. Estar del lado correcto, entonces, no tiene precio, es impagable. Uno pregunta en dónde hay que ubicarse para estar tranquilo, se arrima al grupito correspondiente, se abre un hueco a los codazos y listo. Y en el grupito, en las reuniones del grupito, en el bar, en las presentaciones, en el aula, en los pasillos, nacen amistades, compañías. Compañeras y compañeros. El espíritu rebañego, lo llamó Nietzsche. Todos iban por ahí, entonces, guiados por el buen pastor de turno. Cada época tiene sus pastores. Nunca falta el buen pastor que se ofrece a conducir la grey. Y desde el centro de esa grey, adormecidos por el calorcito que brinda siempre el rebaño, soplaban sus bondades como botellas. Botellas que no eran arrojadas, desesperanzadamente, al mar, sino cargadas chapuceramente, históricamente, de “verdades” ideológicas para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero. Que siempre intimidan. Meten miedo, las “verdades” ideológicas. Hoy también los jóvenes les tienen mucho miedo a esas “verdades”. Todo lo que no vaya en la dirección que estipula la cofradía del Bien los aterra. El único coraje que ejercen los jóvenes de ahora y de siempre es “el coraje de las opiniones ajenas” (Ennio Flaianno). Los jóvenes arquetípicos: fantasmas infatuados que resurgen de un pasado zombi para seguir masticando, como si en el medio nada hubiera pasado, la rancia papilla de los tiempos que corren, copia exacta de la rancia papilla que masticaron sus padres y sus abuelos. Y sus tíos, sobre todo sus tíos, ya que, al igual que la evolución, la involución es siempre de tíos a sobrinos. Céline: “La juventud ama la impostura como los perritos aman los palos de madera, los huesos que les tiran”. Huesos viejos, enmohecidos, palos de madera podrida: no le hacen asco a nada, los jóvenes. Se podría decir, parafraseando a Paul Nizan: “Yo tuve veinte años y no dejaré que nadie diga que no es la edad más estúpida de la vida”. Pero volviendo al origen de este devaneo, a los años cincuenta y sesenta del siglo pasado: en ese entonces, Borges, por ejemplo, todavía no había sido beatificado por la generación que vino después; todavía era –recordemos– “elitista”, “europeizante”, “extranjerizante”. Epítetos que hoy mueven a risa pero que, en esa época, en el mundo de la cultura y del pensamiento, funcionaban muy bien como insultos. Leer era, fundamentalmente, una manera de ejercer la vigilancia ideológica, de señalar infracciones, de hacer multas.
William Burroughs: “La mejor cárcel es aquella en la que uno no sabe que está en una cárcel”. La superioridad moral que da, digamos, haber nacido dos o tres siglos más tarde de los hechos y las palabras que se condenan. Y desde ese banquito –esa cárcel– dictar las sentencias de acuerdo a los presupuestos ideológicos que sobrevuelan nuestra época. Recuerdo un amigo gay que no podía leer la Divina Comedia porque el séptimo círculo del Infierno estaba destinado a los homosexuales. Le daba impresión, decía. Jean-Pierre Martin, un olvidable crítico francés, autor de un olvidable libro llamado Contra Céline, escribió: “Leer los panfletos antisemitas de Céline como obras de arte es adherir a la ignominia”. O sea: valorar estéticamente un texto antisemita es adherir a la ignominia antisemita, es decir, es ser tan antisemita como Céline. Eric Mazet lo atendió en su mostrador: “Jean-Pierre Martin me recuerda a los católicos que no pueden reír con Voltaire, a los ateos que no quieren leer a Léon Bloy, a los machos que vomitan con Genet, a los racionalistas que desprecian a Baudelaire, a los republicanos que rechazan a Chateaubriand, a los igualitarios que tratan a Nietzsche de fascista”. Ennio Flaianno decía que en Italia –pero podríamos extenderlo al mundo entero– los fascistas se dividían en dos clases: los fascistas y los antifascistas. Jean-Pierre Martin es de estos últimos.
Una franquicia de las lecturas de Procusto es la “ridícula exégesis”, como la llamó Samuel Beckett. Beckett la padeció toda su vida. Sobre todo, desde Esperando a Godot. ¿Quién es Godot? Lo volvían loco con esa pregunta. Como ejemplo de la ridícula exégesis está la anécdota de Siegfried Unseld, el director de Suhrkamp, que aparece en la biografía de James Knowlson: Adorno desarrollando su idea sobre el significado oculto de los nombres en la obra de Beckett, sosteniendo con insistencia que, en Fin de partida, “Hamm” derivaba de “Hamlet” y “Clov” de “clown”, y Beckett, en frente de él, del otro lado de la mesa, escuchándolo con paciencia, y luego diciéndole, con su cortesía habitual: “Lo siento mucho, profesor, pero ni por un segundo pensé en Hamlet ni en clown cuando inventé esos nombres”. Y Adorno insistiendo y Beckett cada vez de peor humor. Y a la noche, al escuchar la ponencia en la que el Herr Professor, como un alcohólico que no puede soltar la botella, volvía a insistir con su ridícula exégesis, Beckett, entre los del público, susurrándole en el oído a Unseld: “Ése es el progreso de la ciencia: que los profesores puedan obstinarse en sus errores”. “Demencia universitaria”, la llamó en uno de los diálogos que recogió Charles Juliet. Curiosa, por otro lado, la no-lectura de Adorno, cuando en Fin de partida leemos esto en boca de “Hamm: ¿No estamos a punto de… de… significar algo? Clov: ¡Significar, nosotros! (risa breve) ¡Esa sí que es buena!”. Poderes mágicos de la sordera. Hay muchísimas anécdotas de esas. La interpretación, el ritornelo de la interpretación. La mediocridad homenajeando al genio, volviendo a lo de Sontag. Cerrar, clausurar, descifrar. La inteligencia paralítica. Adosarle sentidos a lo que no se comprende como un modo de exorcizar la angustia de no poder escuchar. “Lo único que quiero es que dejen de hacerme decir más de lo que quiero decir”, le dijo un día Beckett, ya harto, a su amigo Raymond Federman. Solo había que leer el final de Watt, escrito en 1945: no symbols where none intended. No hay símbolos donde no hubo intención. Pero el ser humano ve símbolos en todos lados.
La ridícula exégesis es descendiente directa de la “alegoresis”, la exégesis alegórica de los antiguos, de los griegos y los latinos que, por ejemplo, leían a Homero –otra vez Homero– en clave alegórica: decían, entre otras cosas, que, en la Ilíada, Diomedes, que hiere en la batalla a Afrodita, madre del troyano Eneas, simbolizaba la supremacía griega sobre la indolencia oriental. Cosas así. En el Medioevo, Virgilio y Ovidio fueron también víctimas de la alegoresis. Dante, que en el Convivio había definido la alegoría como “una verdad disimulada detrás de una bella mentira”, en De la monarquia, escrito unos años después, le atribuye a la alegoría un “sentido místico”, y dice, siguiendo a san Agustín, que se puede errar de dos maneras con respecto al sentido místico de la alegoría: “buscándolo donde no se lo encuentra” (atribuyéndole al objeto un significado que el autor nunca le dio) o “aceptando otro distinto del que se debe” (atribuyéndole al objeto un significado diferente al que el autor sí le dio). Nada nuevo bajo el sol. “Si de algo se dice: ‘Mira, eso sí que es nuevo’, aun eso ya sucedía en los siglos que nos precedieron” (Eclesiastés, 1:10).
Sin embargo, las lecturas de Procusto tienen su antídoto. Su contraparte, su envés. Y ese envés lo llamo “principio de caridad”. La noción no es mía, por supuesto, la tomo prestada –adoptándola libremente, irresponsablemente, a los modos de leer, a la lectura de textos literarios– de la filosofía, de la argumentación filosófica, y fue acuñada por un tal Neil L. Wilson a fines de los años cincuenta del siglo pasado. ¿Qué es el principio de caridad? Hay muchas versiones del principio de caridad, pero podemos decir, en términos generales, que es sobre todo una actitud que consiste, principalmente, en filosofía, en la controversia filosófica, en “maximizar la verdad o racionalidad” de los argumentos de la persona con la que se está sosteniendo una discusión, un intercambio de pareceres. Dejemos la racionalidad de lado y quedémonos con eso de “maximizar la verdad” en las palabras ajenas. Tomar lo mejor de las palabras del otro, podríamos decir también. Faulkner: “Por eso no les importaba quién hablara [a Shreve y a Quentin Compson, en Absalon, Absalon!], puesto que las palabras solas no realizaban la tarea ni completaban el trabajo [la reconstrucción de la historia de Thomas Stupen], sino un feliz matrimonio de la palabra y el oído, dentro del cual cada uno de ellos, antes del ruego, de la exigencia, perdonaba, condonaba y olvidaba las fallas del otro; fallas en la creación de esa sombra que estaban discutiendo (o, mejor dicho, dentro de la cual existían), y la audición filtraba y descartaba lo falso para conservar lo verdadero, o lo que se adaptaba a lo preconcebido, a fin de llegar al amor, donde podría haber paradojas e inconsecuencias, pero no fallas ni falsedad”. Leer, así, con cierta disposición favorable, condonando y olvidando las fallas del otro. La palabra y el oído en feliz matrimonio. A fin de llegar al amor. Con la actitud de ese lector ideal con el que soñaba Antonio Di Benedetto, cuando decía que sus novelas producían, al principio, el rechazo del lector para que después el lector, superando ese rechazo, las descubriera en todos sus pliegues y repliegues. Estar abiertos, disponibles. Apoyar, como dijimos, el oído en la tapa del libro; y esperar, pacientemente. Leer, como decía Borges que se leen los clásicos: “con previo fervor y una misteriosa lealtad”. O, simplemente, como recomendaba Rabelais en el prólogo de Gargantúa: “Leed con alegría”. La alegría es importante. Porque las lecturas de Procusto siempre están del lado de la desdicha. La desdicha del pasado, del “mundo antiguo” (Apollinaire), de lo que ya se sabe. La desdicha, también, de lo que cierra, de lo que clausura, de lo que reduce. La desdicha del empobrecimiento. Que está en las antípodas de esa disposición que Hugo Savino dice que hay que tener para leer las traducciones que Claudel, sintiéndose discípulo del profeta, hizo de los salmos. “Para leerlo hay que acompañarlo hasta ahí”, escribe Savino. Acompañar, entonces, es muy importante acompañar, leer acompañando. Lo que decía Virginia Woolf en su ensayo “¿Cómo hay que leer un libro?”: que hay que ir más allá de la “mentalidad confusa”, más allá de las ideas minusválidas que tenemos con respecto a ciertos autores y a ciertos libros (con respecto a todo, en realidad): “Si pudiéramos eliminar esos conceptos previos a la lectura, eso sería, en sí mismo, una manera admirable de empezar. No debemos dictarle al autor, sino identificarnos con él. Debemos colaborar con el autor, ser su cómplice”. Colaborar, no ser mezquinos, no ser perezosos. En Proust, Beckett lo dice así: “Cuando el objeto se percibe como algo singular y único y no solamente como el miembro de una familia, cuando se muestra independiente de cualquier noción general y desvinculado de la razón de una causa, aislado e inexplicable a la luz de la ignorancia, entonces y sólo entonces puede ser fuente de encanto. Por desgracia, la Costumbre ha impuesto su veto a esta forma de percepción. El animal de costumbres se aparta del objeto que no puede hacer coincidir con alguno de sus prejuicios intelectuales, que opone resistencia a las propuestas de su esquema de síntesis organizado por la Costumbre según los principios del mínimo esfuerzo”. Dejar, entonces, por lo menos en el momento de leer, los conceptos previos, los prejuicios intelectuales, el esquema de síntesis, el mínimo esfuerzo; dejar, en definitiva, el facilismo mediocre de las lecturas de Procusto para que los libros únicos y singulares puedan llegar a ser, precisamente, únicos y singulares, y, tal vez, cuando todo acompaña, cuando el viento sopla de nuestro lado, fuente de encanto.