Por Philippe Muray
Pobre siglo veinte francés, que sin dudas no dejará, hasta el final, de preguntarse cómo ha podido meter en el mundo, un día, a un monstruo semejante. Ese nido de víboras llamado Céline. Ese instrumento apestado con su expiación, surgido una bella mañana, en un instante de desatención, de distracción, de olvido fatal. Ese monumento de negación lírica que se elevó en plena paz de las aldeas estilísticas. Pobre humanidad, pobres escritores o pensadores todavía divididos, más de veinte años después de su muerte, entre el asco y el temor, entre la admiración limitada a sus novelas y la repugnancia legítima por sus panfletos.
Pobre siglo veinte francés, que sin dudas no dejará, hasta el final, de preguntarse cómo ha podido meter en el mundo, un día, a un monstruo semejante. Ese nido de víboras llamado Céline. Ese instrumento apestado con su expiación, surgido una bella mañana, en un instante de desatención, de distracción, de olvido fatal. Ese monumento de negación lírica que se elevó en plena paz de las aldeas estilísticas. Pobre humanidad, pobres escritores o pensadores todavía divididos, más de veinte años después de su muerte, entre el asco y el temor, entre la admiración limitada a sus novelas y la repugnancia legítima por sus panfletos.
No hace mucho, alguien dejó caer, así nomás, en la televisión, que la humanidad hubiera podido perfectamente haber prescindido de esa aberración llamada Louis-Ferdinand Céline. Y sí. Como podría haber prescindido de Shakespeare. Y de Balzac. Y de Baudelaire. Y de Rabelais. Como podría haber prescindido de todo el mundo, incluso de ella misma, a decir verdad. Como la República podría haber prescindido de los sabios del tribunal revolucionario de 1793 que se disponía a guillotinar a Lavoisier. La humanidad no tiene necesidad, en efecto, de aquellos que están destinados a defraudarla o a traicionarla, es decir, los grandes escritores, los grandes artistas. Y traicionarla de manera tanto más vergonzosa cuanto que la han seducido de manera más enérgica y oblicua, cuanto que la han fascinado de manera más endiablada… La cosa se complica, en el caso de Céline, hay que reconocerlo, ya que él ha intentado, en el recorrido de la ruta, desembarazarse de su genialidad, dejar de ser el excepcional monstruo musical que era, para volverse como todo el mundo, como esa humanidad que, según parece, podría perfectamente prescindir de él, y para delirar con todo el mundo en una de las pasiones comunitarias de la época, la más innombrable, la más sangrienta, el antisemitismo.
Haría falta, pues, una vez más, rehacer el proceso de esta aventura. Difícil, en tanto que no tendremos todas las piezas del dossier, es decir, las obras finalmente completas de Céline, verdaderamente completas, incluyendo, con todo el aparataje de notas de rigor, el conjunto de esos famosos panfletos donde se desenrolla y continúa, se quiera o no, la misma efervescencia de escritura que en sus novelas. Sí, todo Céline, desde la extraordinaria minigénesis indeterminada de la primera frase de Viaje al fin de la noche (“Eso comenzó así”) hasta el último chisporroteo de la última frase de Rigodon (“cuando ya nada exista…”). Con, en el medio, el panorama de la Historia. De sus horrores. De sus gran-guiñoles. De sus fantasías tragicómicas. Batallas. Sangre. Invenciones. Explosiones. Peleas. Diálogos. Signos de exclamación. Puntos suspensivos… De 14-18 a los años 60. Alemania, América, África. Es decir, una enorme porción de nosotros. En directo desde la extraordinaria respiración de un estilo que ha contaminado una época.
Sí, Céline es culpable, es una peste, es la peste, es peor aún de lo que se podrá decir jamás de él, ya que volvió ilegibles a todos aquellos que, después de él, con sus melindrerías de escritura, sus maneras preciosas y aburridas, sus comparaciones anquilosadas, su manera de contar a tientas, en plena bruma poética, demuestran que no pudieron leer a Céline y que no se pondrán de pie. Que se aman demasiado para abandonar su languidez. “Hay que asquearse cuidadosamente de los otros antes de saber bien qué se puede hacer.” Regla de arte draconiano. Y esto otro: “Lo que me afecta es tener que ocuparme de cosas que no están transpuestas ni se van a poder transponer sino después de años, de muchos años. No me gustaría morir sin haber transpuesto todo lo que tuve que padecer de los seres y de las cosas”. Uno es virgen del horror como lo es de la voluptuosidad, decía también. Ahora, se puede ser también virgen de Céline, y es algo incurable. E insoportable al punto de pedirle a la humanidad entera que prescinda de ese monstruo que renovó casi todo en la frase, y en consecuencia en el pensamiento, y en consecuencia en el relato, y en consecuencia en la novela…
Habría, en suma, que aplicarle lo que Proust decía de Flaubert en 1920:
“Estaba estupefacto, lo reconozco, de ver que trataban de poco dotado para escribir a un hombre que, por el uso enteramente nuevo y personal que hizo del pasado definido, indefinido, del participio presente, de ciertos pronombres y de ciertas preposiciones, ha renovado nuestra visión de las cosas casi tanto como Kant con su Categorías”.
Proust comparaba el estilo de Flaubert con una inmensa vereda mecánica. La técnica ha evolucionado. Céline no es una vereda, es la vía aérea, la melodía en los corredores aéreos, la astronáutica rítmica y sintáctica. Leamos, escuchemos, releamos. Cada una de las frases siempre jóvenes de sus novelas inolvidables. Sus recursos retóricos al infinito. La violencia en primer plano de escenas breves. Los deslizamientos oratorios en cámara lenta, matizados, difuminados. La presencia obsesiva de los puntos suspensivos como minúsculos puentes para asegurar el pasaje de una tonalidad a otra. Los cambios de nivel del relato. El decrescendo de la risa al horror. Los atajos. Las condensaciones. La multiplicidad de los estilos (los cambios de manera evidente: Viaje no está escrito como Muerte a crédito, las dos Guignol’s band no se parecen a los libros del final, etc.). Sí, leamos, releamos. Toda la obra de Céline no es más que un único e inmenso esfuerzo de recomposición y de recuperación, una única y fabulosa reconquista de la emoción, de la frescura surgida espontáneamente –pena, dolor, muerte, esperanza– a través de un arsenal técnico de un refinamiento todavía mal explorado (el uso de un cierto argot hizo creer durante mucho tiempo a los ingenuos que se trataba de la lengua “hablada”). Escuchemos, tendamos la oreja al minúsculo ruido de castañuelas de los puntos suspensivos en torno a los cuales la frase se despliega sola, como ondulan los brazos y las piernas de las bailarinas al mimar la danza macabra…
Eso es un estilo. La revelación perpetua, frase tras frase, de una emoción reveladora. Si un escritor de la actualidad no ha podido leer a Céline, quiero decir, si no ha pasado del otro lado de su lectura para proseguirla en su propia obra, eso se adivina al primer vistazo. Escritura de madera muerta, enrevesada, sorda, donde las metáforas intentan en vano hacer surgir chispas en una noche sin vibración. El estilo de Céline tiene su eco perpetuo y misterioso. Su doble encantado de viento susurrante, de movimiento concurrido, del éxtasis de estar ahí, y de hablar… Nos había prevenido: “¡Les voy a pasar mi discapacidad, ya no podrán leer ni una sola frase!”. Es lo que sucedió. “¡El jazz desplazó al vals, el impresionismo mató la luz de atelier, escribirán “telegráfico” o no escribirán en absoluto!” Es lo que sucedió. Les había advertido a los copistas groseros, a los carteristas de vulgaridades que iban miserablemente a imitarlo: “¡No caga bien el que quiere!”. Quería que se supiera: no es gratuita la técnica, la reconquista de la emoción y la delicadeza. El estilo. Es un trabajo de todo el ser, y que lo mata mientras él triunfa.
(1987)
Traducción: Mariano Dupont