Por Philippe Muray
Conocí a Céline desde que fui lo suficientemente alto como para alcanzar Muerte a crédito de uno de los estantes de la biblioteca de mi padre. No lo leí. Me alcanzó con hojearlo. No me decepcionó. Esas páginas cerradas, densas, visiblemente invectivas, esos párrafos que tenían los puntos suspensivos como demonios en el cuerpo, me intrigaron enormemente. La ficción se precipitaba de todos lados como un motín bajo la tormenta. Los diálogos tenían el aspecto de triples saltos mortales. Los personajes se arremolinaban como ondas de choque. No eran personajes. Eran resortes. Los resortes de la intriga. Los móviles infatigables de la misma novela. Esa literatura con ataque de hipo me dejaba pasmado.
Enseguida caí en los inmensos agujeros blancos: los pasajes porno censurados de la edición original, la de 1936. Ningún otro libro, según mis conocimientos, tenía tantos baches. Algunas secuencias no eran más que jirones. Con frases, aquí y allá, flotando como pedazos de encajes mallarmeanos, como espumas de sintaxis salvadas del desastre sólo para incitarme a reconstituir las escenas de las que ellas conservaban la huella. Me acuerdo de esas grandes zonas borradas como si fuera ayer. Y todas esas palabras que las rodeaban como soldados perdidos. “Era extremadamente brutal…” “Y luego se agarró…” “El pantalón finalmente suelto, no eran más que jirones…” Vuelvo a ver esas proposiciones acortadas, colgando en el vacío, a veces interrumpidas con una coma en la punta de la lengua, o blanqueadas en el medio, amputadas de su comienzo inconveniente o de su final escandaloso, y siempre estremecidas por el vértigo, temblorosas por todo lo que les faltaba, bailando como humos sobre volcanes ausentes. Humos sin fuego. ¿Dónde estaba el fuego? Peinaba esos vacíos a fondo. Les consagraba horas. El sentido del libro, no tenía dudas, había huido. Burbujeaba. La verdad en persona estaba oculta. ¿Cuál verdad? Incluso a los doce o trece años, no hay que ser un brujo para adivinar, entre los puntos arrancados de los párrafos, a través de los vacíos del relato destejido, lo que hacían Antoine y la Gorloge; y por qué “se agitaba la sinvergüenza”; y qué es lo que la misma Gorloge invitaba a ver a Ferdinand. “–¡Mira un poco, mi perro lindo!… ¡Mira lo que hay adentro! ¡Vamos! –ella me estimula.”
Así fue cómo me encontré con Céline por primera vez. Haciendo esfuerzos para descifrar sus obscenidades escamoteadas. En esa época el sexo no caminaba las calles. Todavía era, por poco tiempo más, una habitación cerrada y bendita, envidiable y misteriosa. Los cuerpos de las mujeres, sus pieles, sus formas, no se habían convertido en los ingredientes de base del negocio vergonzoso de la comunicación terminal y total. Las imágenes conservaban sus distancias. El adiestramiento publicitario no había comenzado su trabajo de borrado irrevocable de la excitación. El erotismo era todavía la forma más deliciosa de decirle “no” a la liturgia comunitaria. Gracias a Muerte a crédito y sus pasajes suprimidos, comencé a adivinar que la vida carnal no tenía nada de un ideal platónico fusionista; en el mejor de los casos, era un objeto de reprobación, es decir, un medio de individualización. Esos párrafos desaparecidos eran caracoles marinos: poniendo la oreja se escuchaba susurrar el placer del mundo. Nunca lo olvidé.
Y luego Céline murió. 1° de julio de 1961. Era el momento de volver a conocerlo a través de las fotos de Match. Vuelvo a ver todo. Yo tenía quince años. El loro. Los andrajos. La mesa de trabajo y los broches de colgar la ropa. Los perros y los gatos. El solar de Meudon. Y las últimas líneas de Rigodon fotografiadas, la última página manuscrita, con el bolígrafo, “esas profundidades centelleantes cuando ya nada exista…”. Con los tres puntos terminales o terminantes, los últimos antes del pasaje de la Estigia. ¿Entonces era eso un escritor? Su muerte, por desgracia, no caía en buen momento. Yo estaba demasiado ocupado atravesando el desierto de las lecturas recomendadas, fuertemente prescriptas por la Facultad. Gide, Sartre, Camus cerraban el horizonte. Hubiera sido necesario quitar los escombros. Demasiado para un solo hombre, sobre todo adolescente. Sartre y Camus principalmente existían desde la eternidad para disuadirme de ir a buscar a otro lado, para impedir que mi curiosidad se extraviara en regiones malsanas y frecuentaciones dudosas. Eran menos filósofos o escritores que medidas preventivas. Las habían dictado, luego de la guerra, para arreglar el problema crucial de la seguridad en el medio literario. No apartaban todos los riesgos, por supuesto, no impedían todos los accidentes, pero iban en el sentido correcto. Gracias a ellos, el arte de escribir se embarcaba discretamente del lado de la ayuda humanitaria. El resto de la sociedad debía seguir, había que trabajar. Y luego, si uno tenía cierto gusto por los serios jeroglíficos sin enigmas escondidos en clave, estaba el “nouveau roman”. En cuanto al analgésico poético, sobrevivía valientemente bajo el nombre de surrealismo. Gracias a Breton o Éluard, el poema, ese medicamento de confort del gran hospicio cultural occidental, se engalanaba con ornamentos rebeldes, extremistas y modernos, bien hechos para seducir a los futuros cuadros de la social-democracia espectacular, a los comunicadores líricos del mundo del mañana.
Me olvidaba. Más allá de sus talentos respectivos, Breton, Sartre o Camus pensaban también muy mal de Céline. Eran hombres de bien.
Durante ese tiempo, sin que yo me enterara, salió el primer volumen de la Pléiade. Viaje y Muerte en papel biblia. Y las famosas lagunas obscenas completadas, rellenadas por el mismo Céline, reescritas para la ocasión con una ciencia aguda de la edulcoración y de lo que ésta siempre acarrea de mal gusto, es decir, de falsificación. “Le untó con manteca el culo” (texto original reintegrado más tarde, en 1981, en la nueva edición de la Pléiade) se encuentra cambiado, en la edición de 1962, por: “Le untó con manteca el tesoro”. “Le hurgaba la zanja” se convierte en: “Le hacía monerías”. Arrancarle a la cosa, a la cosa en sí, lo que la cosa es, la supresión de su quididad, implica siempre el borrado de la diferencia sexual. Este borrado es la primera condición de la idealización. Así, “Agacharme hasta la cachucha” se oculta en: “Agacharme hasta la naturaleza”. Lo que no produce en absoluto el mismo efecto, sobre todo para aquel que se agacha.
Recapitulemos. “Tesoro” en el lugar de “culo”, “monerías” en lugar de “zanja”, “naturaleza” en lugar de “cachucha”: pasaje del mundo real o sensible a su transfiguración poética. Deslizamiento al Imperio de los espejismos. Embellecimiento de la cruda realidad y mentira naturalista.
Pero no nos adelantemos. Esos años veían el gran comienzo del ordenamiento del territorio a través de la mezcla de lo real y lo imaginario, la unificación de los sexos y la confusión de las especies. Una nueva sociedad se organizaba con bulones bien atornillados en todos los rincones, cuyo ruido era tapado por el estruendo del rock universal, esa forma contemporánea del aplauso, esa adhesión musical del ser extasiado con su condición licuificante. En esos tiempos, que los operadores turísticos del periodismo llamarán más tarde “treinta años gloriosos” o “sociedad de consumo”, ya era necesario levantarse temprano para escuchar otros campanazos literarios que no fueran los de los limpiadores éticos y de los depuradores sentimentales. Los medios masivos no habían ocupado todavía todo el terreno, pero ya los tilingos dictaban su ley, más dura, más sórdida que todos los totalitarismos. El río del siglo veinte iba pronto a dividirse en dos ramas gemelas y correctas: Lourdes y Disneyland. Esperando juntarse, un día, en un único parque de diversiones compasivo: Disneylourdes.
Encontrar escritores extraños en ese nuevo paisaje terrorífico no era fácil, había que ir a buscarlos a lugares poco aconsejables. Extraños, digo bien; no digo “contestatarios”, o “subversivos” o “provocadores”. Extraños. Incompatibles. Separados de la Iglesia, del Estado o del resto. Sobre todo del resto. Inutilizables. Refractarios. Desligados de toda obligación hacia la humanidad y su fondo sonoro vital: el perpetuo consentir.
Un buen día, descubrí a Bloy. Otro, a Bernanos. Algunas hectáreas de zarzas ardientes más lejos, percibí a Sade. Y a Lautréamont. Todas esas óperas de la Discordia se ignoraban unas a otras. Era perfecto. Los grandes escritores sólo existen en un orden disperso. Para la connivencia está la “vida literaria”, una cosa totalmente distinta.
Entonces volvió Céline. Me faltaba sólo él. Lo tenía desde hacía años en la punta de la lengua. Como una asociación de ideas furibundas, fue la obra de Bloy la que me recondujo a él. Cuando Muerte a crédito entró en la Pléiade, las lagunas desaparecieron; pero no los tres puntos, por supuesto, ni las exclamaciones. Ni las junglas de una intriga conducida como una trifulca ruidosa en medio de tiros cruzados de exageraciones que se abrían paso entre las páginas. Enseguida vino Viaje: desciframiento de la sociedad como tejido de arrebatos delirantes a través de los cuales se le roba la vida al individuo con su propio consentimiento, incluso su entusiasmo. Luego las Conversaciones con el profesor Y, o la demostración de que un gran estilo se prepara como un crimen perfecto. Los Guignol’s inmensos, sus expediciones punitivas fabulosas, sus guerras picrocholinas en las brumas del Soho. Y también Normance y De un castillo al otro. Y Bagatelles, por desgracia, y L’École des cadavres: la enormidad criminal del antisemitismo que ninguna esponja limpiará jamás. Brújula negra que fascina tanto a los comentadores que al final terminan, también, por preguntarse qué podrían llegar a decir de Céline si no la tuvieran…
Lo había leído todo. No había leído nada. Había que recomenzar desde el principio. La literatura estaba en camino a una desaparición acelerada. Los escritores caían como moscas, reemplazados por los “autores”, esa suerte de técnicos de superficie del alma prefabricada. Bufonear más fuerte que el carnaval institucional, que plantaba irremediablemente sus repugnantes caballetes mediáticos, iba a reclamar un trabajo absurdo, un coraje demencial, un heroísmo ridículo que jamás sería recompensado.
Con Céline, el ultraje había comenzado a convertirse en relato. La ofensa conducía el baile. La complejidad de la humanidad se reorganizaba en la trama radiante de un tapiz de injurias. Se la podía continuar, sobraban los motivos. Sobran hoy, más que nunca. Y la “realidad” presente, integralmente carnavalizada, sabe también defenderse, más ferozmente que lo que supo hacerlo siempre, contra cualquier peligro de una descripción verdadera. A veces se compara a Céline con Rabelais; es olvidar que la maravillosa saturnal rabelaiseana no estaba obligada a oponerse a la bufonería de la feria y el Mardi Gras, de donde ella, por el contrario, tomaba la energía para carnavalizar la “seriedad” de su tiempo. La “seriedad” de la época de Rabelais era épica y aristocrática; sufría, entonces, con las burlas que se le hacían. Nuestra “seriedad” dominante, farsesca, pequeñoburguesa y arteramente lírica, soporta muy mal su caricatura. Se le deben constantes miramientos para hacerle olvidar sus orígenes modestos. Su legitimidad viene de sus buenos sentimientos, es inatacable. La gran Fábrica mediática de cuentos de hadas de nuestro tiempo reclama un respeto de hierro. Lo serio está incluido en lo bufonesco y lo bufonesco en lo serio. Todo está cerrado con llave. Todo está previsto. Los vigilantes del bienpensantismo poético sonríen. Están tranquilos. No se cuestiona a personas que están en contra de la guerra y a favor de la preservación del medioambiente, y que no olvidan presentarse bajo un aspecto joven, positivo, rebelde, impertinente; habría que estar loco.
O poner en ello un placer tal que borre toda prudencia. Un placer a la Céline. A quien nunca le pareció normal el estado del mundo y de la vida tal como se presentan. Algo que yo había presentido a los trece años, bien oscuramente, al borde de las lagunas de Muerte a crédito.
(1994)
Traducción: M. Dupont