Por Stéphane Zagdanski
Recuerdo el recibimiento lleno de entusiasmo que me hicieron Philippe Sollers y Marcelin Pleynet después de haber leído –siguiendo la recomendación no menos calurosa de Philippe Muray– el manuscrito de Céline seul. Que un joven escritor apasionado por el pensamiento judío intentara comprender el antisemitismo de Céline, sin refutarlo ni justificarlo, pero interpretándolo con el modo de la hermenéutica judía a fin de extirparlo de la legión de autores antisemitas de su tiempo, parecía algo inesperado. Era la primavera de 1992.
Cuando mi libro apareció en Gallimard, en febrero de 1993, la cuestión Céline ya constituía una furiosa bolsa de enredos, donde la imbecilidad sermoneadora disputaba con la infamia fascistoide, y donde la incompetencia periodística rivalizaba con la mala fe universitaria. Historiadores, psicoanalistas, profesores, gente de la “cultura” y polemistas de opiniones diversas se arremolinaban en torno a la grieta sin poder resolver la ecuación que reuniera al Novelista genial y al inmundo Panfletista en la misma cabeza teratológica. Rechazando acordar la mínima consideración a los pro-Céline antisemitas, como Gide o Rebatet, tuve el cuidado de precisar que las personas que padecieron el antisemitismo (como todos mis semejantes) no tienen que ser convencidos de leer ni de amar a Céline. Había también redefinido lo que constituye la sustancia del antisemitismo, un “odio a la alegría pulsada y vitriólica del estilo”, a fin de aclarar, desde el interior de los textos celinianos, el funcionamiento delirante de todo antisemitismo, comparándolo con la poética del delirio reivindicada por el mismo Céline. Conclusión: “los panfletos de Céline, demasiado irradiados de genialidad estilística, no son antisemitas: son el antisemitismo; dicen de la manera más cruda (se confundió, un poco demasiado rápido, esta crudeza con crueldad) el delirio esencialmente antiliterario que agobia a ese arte mayor que es el judaísmo, que tiene a la Biblia como su instrumento y al Talmud como su obra maestra”. En una palabra o en mil, yo operaba, siguiendo una sentencia de mi amigo Marc-Alain Ouaknin, el tiqun de Céline (noción mística judía de reparación de pecados).
El resultado sobrepasó todas las expectativas: ¡mi libro fue enseguida atacado y censurado en proporciones extravagantes! No siendo exageradamente naïf, comprendí que me reprochaban más mi elogio del judaísmo que mi defensa de Céline, en tanto uno se apoyaba en la otra. “Quise”, escribí, “terminar de una buena vez con la estupidez que embadurna la cuestión Céline. Estupidez de los anticelinianos y estupidez de los celinianos, estupidez saturada de Sartre y estupidez trillada de Rebatet, estupidez máxima de los antisemitas y estupidez quejosa de los moralizadores… Se ha escrito mucho sobre el espinoso caso Céline, en algunas oportunidades –en muy pocas, a decir verdad–, cosas muy buenas, pero parece que nadie ha tratado la cuestión adoptando una posición fundamentalmente literaria (ni histórica, ni universitaria, ni psicoanalítica, ni ética, ni crítica), dejando que el texto de Céline piense la posición espiralada de Céline. Tomando el partido de dejar al genio de Céline iluminar su propio recorrido, descubrí que del Viaje a Rigodon, pasando por los panfletos, Céline supo y dijo cuál era su vínculo con la cuestión judía. No ‘contra’, sino ‘frente a frente’. Frente a la Biblia, y sobre todo, frente a Proust. Lector, la guerra se ha declarado, tienes que elegir de qué lado estás. No: Céline o los judíos, sino: Céline, los judíos y la literatura o el resto del mundo.”
¿Qué más hay que decir?
1° Que Céline no es el inventor del antisemitismo literario: la tradición francesa de los grandes escritores antisemitas es tan larga que es más fácil nombrar a los pocos que se salvan (Chateaubriand, Saint-Simon, Proust, Bataille…) que enumerar la lista de aquellos que, de Voltaire a Jean Genet –pasando por Malherbe, Pascal, Bossuet, Balzac, Baudelaire, Claudel, Blanchot, Artaud, Céline–, en el mejor de los casos, propagaron algunos cretinos clichés seculares, y en el peor, fueron militantes inexcusables. Sin hablar de la cohorte de segundones que se remojan, cada uno a su manera, en la más vil abyección. “El antisemitismo”, escribe Céline a su abogado danés en marzo de 1946, “es tan viejo como el mundo, y el mío, por su exageración, enormemente cómica, estrictamente literaria, nunca persiguió a nadie.”
2° Que Céline tenía una necesidad “inconsciente” de alimentar su fantasía literaria con el delirio paranoide, y de cierta manera se inoculó la rabia antisemita para eso. En ese terreno, su modelo privilegiado fue “la aventura espiritualmente prodigiosa” del obstetra húngaro Semmelweis, tema de su maravillosa tesis de medicina. “Esa trama me dio el tono de todo lo que hice desde entonces, es decir, desde mi tesis. ¡Es probable que, con ínfimas variantes, me pasaré la vida contando las innumerables existencias de P.-I. Semmelweis!”
3° Que un genio no pacta con la multitud, y que Céline, “inconscientemente”, atrajo el oprobio sobre su nombre para fomentar mejor su obra. Escribe el 12 de mayo de 1937, en la cima de su obsesión antisemita: “Quiero estar solo contra todos. Me gustaría mucho llegar a ese punto. Toda aprobación tiene algo de degradante y de vil. Los aplausos hacen al Mono. En estos tiempos perfectamente gregarios, me resulta agradable cagarme en todos los poderes”. El 9 de mayo de 1916 ya les escribía a sus padres: “las asociaciones no valen nada para mí, pero individualmente soy invencible, ni las calumnias ni los bombas me tocan”.
Cuando estalló la reciente farsa en torno al nombre de Céline, releí integralmente Céline seul. Debo decir con toda objetividad que Muray, Sollers y Pleynet tenían razón: se trata del libro más audaz escrito sobre el tema. Y Louis-Ferdinand Céline sigue estando solo.
Traducción: M. Dupont
Publicado en Transfuge n° 40, marzo de 2011.