"En el lenguaje es siempre la guerra" (Henri Meschonnic)

martes, 13 de noviembre de 2012

Entrevista a Lorenzo García Vega*


Carlos Espinosa: Cuando empezó a escribir en la juventud, ¿tenía conciencia de que quería ser escritor?
Lorenzo García Vega: Creo que tuve conciencia de querer ser un escritor desde poco después de haber nacido. Quizá explicar esto tenga relación con la teosofía: vine con un karma literatoso, y ya desde chiquito tuve noticias de él. Por eso, aunque tirándolo a coña, en cierta ocasión dije que, ya en la cuna, yo me leía los números de la Revista de Avance que por aquel tiempo salía. Además, es que yo nací en Jagüey Grande, y Jagüey tenía una calle por donde pasaban las carretas que iban para el Central Australia. Y esto fue en 1926, en 1926 fue cuando nací. Y en ese año Agustín Acosta, que era el notario del pueblo (como tú sabes yo, siempre, también me he considerado como un notario) y que vivía frente a esa calle por donde pasaban las carretas, escribió su Zafra, el poema que le dio fama hasta de revolucionario.
Es que… no sé… al igual que Borges que dijo que para ser poeta había que haber nacido en Buenos Aires, yo he traducido la frase del argentino hasta llegar a convencerme de que por la década del treinta (la década de mi infancia) sólo se necesitaba, para ser poeta, el haber nacido en ese Jagüey Grande, donde, según el notario Acosta (y esto también explica mi vanguardismo nato), “en el sobre de la noche, la luna estampaba su sello”.
O sea, para aclararte las cosas, pues a mí siempre me gusta aclarar las cosas, voy a repetirte lo que acabo de decir, pues a mí me encanta repetirme (y esto de repetirme ha sido el peligro que, si no hubiese sido por mi brillante inteligencia –esa brillante inteligencia mía que tantos riesgos me ha hecho sortear–, me hubiese conducido a ser un escritor tan aburrido como esos “bombines de mármol” cubanos a que tantas veces me he referido, y a los que nunca dejaré de referirme, ya que no hay que olvidar a los bombines patrios, según parece): yo, tanto por dotes teosóficas como por haber nacido en un pueblo literatoso, donde hasta había, por voluntad de su notario, una luna vanguardista, no pude menos que contestar a todos aquellos excepcionales estímulos sino adquiriendo desde mis tempranos años la tremenda responsabilidad histórica de ser un escritor en un país donde no se le pedía responsabilidad a nadie, y mucho menos a un escritor, el ser menos leído del mundo (pues en Cuba, como tú sabes, se era escritor por nacer con vocación de no ser leído –o sea, por una vocación de escritor no-escritor, a la manera de ese Macedonio Fernández a quien tanto admiro).
CE: Tomando en cuenta que ya sus primeros libros fueron acogidos con una total indiferencia, ¿cuáles fueron los estímulos que lo animaron a ser escribiendo?
LGV: Esto pudiera ser una pregunta difícil, una pregunta de los cincuenta millones, si se la formulara a un escritor de desenvolvimiento normal, pero como, al contrario, no he tenido un desenvolvimiento normal (y, por supuesto, no me enorgullezco de esto, sino al contrario, lo lamento y siempre lo he lamentado), para mí responder a tu pregunta es lo más fácil que pueda haber. Pues bien, volviendo a aclararte las cosas, te diré que, al saber desde un principio que yo pertenecía a un país donde el escritor era el ser menos leído del mundo, no tuve ningún problema en asumir esa vocación de escritor no-escritor de la cual ya te empecé a hablar en el epígrafe anterior. Sí, en efecto, yo, cuando llegué ya a los veinte años, supe que tenía que arreglar mi vida para afrontar un destino de escritor no-leído, y créeme, Carlos, a pesar de que me quejo (¡y como no me iba a quejar!, sería un idiota si no lo hubiera hecho), aquello no dejó de ser lindo. Pues me hice abogado para no ser abogado, estudié filosofía y letras para no ser profesor (y cómo iba a ser profesor, si no tenía palanca, y en Cuba, si no se tenía palanca, era igual que si no existieras), preparé mi vida para ser un inútil que se conformaría con un puestecito en un ministerio, y así sucesivamente. Pero eso sí, saber que tenía el oficio del ninguneado en estado puro me entregó una fuerza que nunca me ha fallado (y esto pese a que en mi juventud, como ya he contado en Los años de Orígenes, y conté en mis memorias que estoy por publicar, y seguiré contando si alguien me lo pregunta, estuve al borde del electro, y si no acudí a él, fue porque desobedecí el consejo de mi psiquiatra), la fuerza que solo puede trasmitir mi oficio de perder.
Así que entonces no necesité de estímulos para seguir escribiendo. O quizá, sofisticando un poco la respuesta, pudiera decirte que no tuve necesidad de estímulos para seguir escribiendo como escritor, porque esto, paradójicamente, me entregó los estímulos para ser un escritor no-escritor, un escritor para no ser leído. Y, repito –siempre repito–, fue lindo.
Lindo porque, entre otras cosas, tuve el privilegio de estar acompañado por los escritores de Orígenes, por los pintores de Orígenes y por la ética de un grupo que, en un momento sombrío y difícil de la vida cubana, supo y pudo jugar, frente a la espantosa seriedad de los bombines de mármol que siempre nos han acompañado en su detestable oficio de patricios o de héroes. Pues hubo un juego (siempre he creído que, aunque los héroes son detestables, si tuviéramos que adoptar alguno, Capablanca debía ser ese héroe), y eso hizo que, en un lugar de relajo, pudiera haber un grupo que fue serio.
CE: En los últimos años se muestra usted renuente a hablar sobre su relación con el Grupo Orígenes, del cual es el miembro más joven. Prefiere, según sus palabras, “ponerle un trapo gris a Lezama y los origenistas, tal como se hace con las figuras sagradas en el Viernes Santo, para que todo aquello, hiperbólico e hipostasiante, quede cubierto”. Me va a disculpar que lo obligue a romper ese voto de silencio y le haga unas pocas pero inevitables preguntas sobre ese asunto. ¿Por qué no quiere referirse a aquel período de su historia literaria?
LGV: Porque no se trata de ningún período de mi historia literaria, sino de un pedazo de mi vida que todavía está ahí, frente a mí, con sus fantasmas.
Y eso, querido Carlos, parece que no lo entienden los muchachos de la farándula oficial. Mira, te voy a poner un ejemplo para aclararte lo que quiero decir. Ya cuando estaba escribiendo Los años de Orígenes, en mi casa de Nueva York, recibí la visita de un joven que me parece que era… (el que sabe no sólo la nacionalidad, sino también el nombre, la graduación académica y la ilustre universidad donde estaba haciendo su tesis de grado aquel joven, es el compañero Ponte, quien lo cita en la conferencia que dio sobre Los años de Orígenes), y quien llegó provisto de grabadora, seriedad profesoral, interrogatorio de muchacho entendido en posmodernismo profesoral, y todo lo que te puedas imaginar que conlleva el insoportable andamiaje académico. Pues bien, el joven académico (joven que parecía inteligente, pero con esa inteligencia prefabricada de maniquí forrado para hacer horribles tesis de grado) al instante que se sentó en la sala encendió su grabadora y, con un automatismo de robot sintagmático (he dicho robot sintagmático, pero ¿qué será, en última instancia, un robot sintagmático?), comenzó su interrogatorio de frías e “inteligentes” preguntas estereotipadas. Yo, que como ya te he estado explicando soy, y no he dejado de ser nunca, un escritor no-escritor, me quedé alelado frente a ese inteligente muchacho, experto en frialdad profesoral, por lo que, como es costumbre en mí, de inmediato acudí (como acudía Popeye a la lata de espinacas) a mi reserva de scotch, y después de ofrecerle un trago al aspirante a profesor (quien, por supuesto, no solo se negó a tomar, sino que creo ya empezó a no gustarle la cosa) me serví un buen trago (¿fue un solo trago?), tal como acostumbraba en esa época, en que raramente abandonaba la botella (ya te he dicho que estaba escribiendo Los años).
Pues bien, entiende bien la situación porque esto puede responderte bien a la pregunta que me has hecho: era por la tarde, creo que era en pleno invierno, y yo, que en aquel tiempo no solo estaba absolutamente jodido, sino también absolutamente alcoholizado, me abandoné a mi automatismo interior (cosa que raramente hago, pero que cuando lo hago, lo puedo llevar hasta el final), y sin tener en cuenta que tenía frente a mí a ese espécimen de frialdad que es el aspirante a vivir en el mundo académico, me lancé a responder a sus preguntas tal como si tuviera frente a mí a un ser humano. ¿Comprendes la situación? Se trató del enfrentamiento de un pobre diablo profesoral, aspirante a asistir a todos los congresos en que se hable de cosas tan idiotas como el porvenir de la novela hispanoamericana, o sobre los enanos levitantes del realismo mágico, o sobre el drama de la mujer en Isabel Allende, u otras sandeces por el estilo, con un ser humano. Así como también se trató –y esto es lo que le pone la tapa al pomo– del enfrentamiento de un no-escritor, pero no-escritor que se había formado en el Curso Délfico de que habló Lezama (fui el que recibió durante dos años, de manera exhaustiva y con rigor implacable, la orientación y las lecturas dirigidas del Maestro, tal como él lo señaló al hablar sobre el Curso Délfico), con un oficialista de la cultura que, por su condición de tal, pocas veces se encontrará con una persona seria. Fue esto demasiado para el muchacho profesoral, por lo que después de la conversación conmigo (una de las conversaciones más interesantes que he sostenido sobre lo que entonces estaba escribiendo en Los años de Orígenes) escribió él (no sé si fue en su tesis de grado o en otro papelucho profesoral, esto lo sabe Ponte) que mis respuestas a sus sesudas preguntas no le habían servido de nada, pues yo sólo contestaba con chismes intrascendentes.
Pues bien, me he extendido tanto en esta anécdota porque es como un símbolo de la suerte que en el mundo académico han corrido Los años de Orígenes. Pues yo no escribí un texto de historia literaria sobre un período de ella en que yo hubiese participado. Yo lo que escribí fue un testimonio sobre mi vida. Un testimonio que debería de haber sido respetado por la seriedad y el patetismo que contiene. No quiero, por lo tanto, continuar explicando lo que sé que siempre va a caer en las orejas profesorales de un sujeto insensible, como aquel que hace años me visitó en Nueva York. Yo para esa gente no quiero explicaciones. Que sigan ellos con sus congresos y sus sabias ponencias. No quiero que me caguen mi testimonio con ninguna explicación de tesis de grado.
Y en cuanto a otros que no eran profesores, pero que estaban obligados a tratar de entenderme (recuerdo que Severo Sarduy le dijo a Octavio Armand: “Lorenzo no ha entendido nada”. Pero, ¿quién se podría poner bravo con aquel exquisito maestro del rococó que fue Severo? Todo lo que él dijo era bonito), yo no voy a utilizar estas generosas páginas de homenaje que me ha ofrecido esta revista para volver al ataque con los muchachos de Orígenes. Y el que quiera abundar más en las razones por las que me quiero alejar de todo aquello, que acuda a ese catecismo del origenismo que ha escrito Fina García Marruz y que se titula La familia de Orígenes. El que lea ese pequeño texto podrá entender por qué, ante el testimonio-disfraz, producto de varios años de fingirse “revolucionario”, o lo que sea, la única actitud posible es salir corriendo, así como tratar de hablar de esa isla in(de)finita (“La isla in(de)finita” es cómo los jóvenes de la isla, entre carcajadas pantagruélicas, se refieren a la revista de la cultura oficial que Cintio, Fina, y creo que su nieto, actualmente dirigen) lo menos posible.
CE: La segunda pregunta tiene que ver con Los años de Orígenes, un libro que como ha apuntado Antonio José Ponte, pertenece a esa categoría de obras porfiadamente negadoras que nuestra literatura tanto necesita. Sobre Los años de Orígenes quiero preguntarle concretamente cuál fue la intención que lo llevó a escribir un libro tan desgarrado, controversial y apasionado.
LGV: Bien, yo no estaba apto para salir de Cuba. Yo viví en aquella isla como un proustiano que estuviera dentro de un pulmón de hierro, dedicado a escribir libros que nadie iba a leer. Era, y todavía lo soy (y esto pese a mis recientes años en el oficio de bag boy), un hombre patológicamente inepto para la lucha por la vida. Quería, sí, salir de Cuba. Uno de mis grandes deseos siempre fue poder adquirir un puesto diplomático, y poder vivir fuera de aquello que nunca me gustó y adonde nunca me sentí bien, pero, repito –siempre repito–, mis condiciones psíquicas no me permitían romper las amarras y abrirme hacia otros horizontes (nunca olvidaré –había un color como de oro viejo en el cielo– la tarde en que, por fin, abandoné el país ya para siempre, y la alegría que esto me produjo fue muy grande, pero lamentablemente ya tenía cuarenta años y, lo que es peor, estaba pobremente equipado para vérmelas fuera de las condiciones de mínima seguridad que me había ofrecido el lugar de la fiesta innombrable), por lo que, al llegar a Nueva York y enfrentarme con lo nuevo, no tuve sino la fuerza necesaria para mantenerme como el hombre con un oficio de perder, pero no pude más. Fue un derrumbe demasiado grande el que tuve que afrontar: el hundimiento de la Atlántida. Pues no sólo había roto las amarras con mi país, sino que mi pasado, mi mundo familiar y ese mundo en que me había formado intelectualmente y, sobre todo, imaginativamente, el mundo de Orígenes, se me vino abajo. Ya en los últimos años en que había estado en Cuba, todo eso se había empezado a rajar, de tal manera que las ocupatio, mundos órficos, ethos y areteia, y todo ese sinfín de tópicos que me habían alimentado en la imagen, se me convirtieron en lo que realmente eran: una retórica del ocultamiento, esa retórica del ocultamiento que mostré en Los años de Orígenes.
Estuve, entonces, varios años bajo tratamiento, los años en que con un miserable sueldo me pagué, como pude, un psiquiatra. Y tuve la enorme esperanza de que iba a poder salir de las condiciones, bajo amenaza de electro y férrea neurosis, en que siempre había vivido. Pero, desgraciadamente, mi tratamiento no prosperó. No pude salir de mis amarras, terminé en el alcoholismo (y me estoy viendo, por encima del hombro, escucho lo que estoy diciendo, y veo que voy hasta teniendo cierta facilidad para la telenovela), no pude seguir el tratamiento, y al final encontré, como siempre me ha sucedido en mi vida, que lo que me esperaba era el cumplimiento de mi oficio de perder, lo único conque siempre he contado. Me senté, entonces, frente a una máquina de escribir, y teniendo como única compañía a Marta, y a Octavio Armand, quien venía todos los días a las tres de la tarde para tomar el café y oír lo que yo iba leyendo, me metí en ese autoanálisis, residuo de un tratamiento que fracasó. Así terminé los Rostros del reverso y así escribí Los años de Orígenes.
¿Me sentí bien después de haber escrito el libro? No creo que me sintiera ni bien ni mal. Me sentí como turulato. Conseguí publicar el libro en Venezuela. No supe más de él y, pasado algunos años, ya en la Playa Albina y convertido en ese Doctor Fantasma que es mi heterónimo más fiel, me enteré, a través de una amiga venezolana que visitó Monte Ávila para ver qué había pasado con los ejemplares (yo creí que los habían perdido), que la edición se había agotado. Así que obtuve, pues, una victoria pírrica, tal como le correspondía a un hombre del oficio de perder. Gané la batalla, pero fue como si no hubiera ganado nada, permanecí siendo, y ya creo que terminaré así, como una joven promesa que nunca se resolverá. Espero que mis nietos logren publicar mis memorias.
CE: Una última pregunta y ya lo dejo tranquilo en cuanto a Orígenes. No he encontrado muchas referencias suyas a Virgilio Piñera, ese otro heterodoxo del origenismo ñoño. ¿Trató a Piñera? ¿Qué recuerdos guarda de él?
LGV: A Virgilio Piñera sólo lo vi dos veces: de lejos, la noche en que fui al estreno de su Electra Garrigó; y de cerca, después de que llegó el castrato, cuando me lo presentaron y crucé unas pocas palabras con él. Sobre Virgilio hay todavía bastante que decir. Yo me temo que él es una figura que, por desgracia, siempre ha sido vista estereotipadamente por los demás. Me temo que los muchachos que lo acompañaron en Ciclón, y que después lo llevaron a Lunes de revolución, pese a su aparente admiración, siempre lo vieron demasiado pintorescamente (y sobre esto me ha hablado de manera muy inteligente Fernando Palenzuela, quien fue un testigo de aquel momento): tan pintorescamente que, a veces, su homosexualismo era cubierto como con la túnica de un payaso (claro, vuelvo a decir, todo esto con un aparente respeto). Y vuelvo a temer que, actualmente, los jóvenes de este momento le están poniendo a Virgilio, un poco precipitadamente, la armadura del antihéroe de Orígenes (y ¿qué necesidad hay de seguir con el juego de no y sí, de anversos y reversos, que en el fondo no sólo no aclaran nada, sino que vienen a ser la misma cosa?).
Acabo de decir que las antítesis no aclaran nada. Pues sospecho que Virgilio, por ser un reverso de Espuela de Plata y de Orígenes, participaba de las características de aquello que, a veces de una manera infantil y narcisista, combatía. Pues quisiera señalar que Piñera tenía conciencia de los límites, pero que esto sólo le servía para exacerbar esos límites, no para superarlos (y aquí recuerdo que José Bianco, que consideraba a Virgilio como un cuentista barroco, definió así la característica de este tipo de narrador: “En suma, llega a la desfiguración o a la transfiguración, como quiera llamársele, es decir hasta el umbral de su propia caricatura, pero no la franquea”. Es decir, lo que dice Bianco sobre el cuentista barroco bien puede aplicársele a Virgilio, ya que éste parece como si, al tocar “el umbral de su propia caricatura”, quedase convertido en un virtuoso que estuviera seducido por las formas del teatro del absurdo, o de la anarquía a lo Beckett, o del existencialismo). Y en esto advierto su cercanía con Lezama, pues éste también jugaba, exacerbaba, y metía bajo la carpa todas las cosas que pudiera, pero eso sí, siempre dentro de los límites comprendidos por la muralla de la gran ciudad barroca.
¿Puedo aclarar más lo que estoy intentando decir? Bien, me parece que puede afirmarse que Lezama sublima e idolatra el límite (es decir, finge con su idolatría que éste no existe), mientras que Virgilio, al contrario, patalea contra él. Pero si nos acercamos más, podemos sospechar que ambos comparten la idolatría de las formas, ya que Piñera acaba por convertir en objeto de adoración a ese fetiche literario que es esa muralla kafkiana contra la cual, muy estéticamente, se regodeaba dándose de cabezazos literarios contra ella (o sea, que quizá Virgilio, encerrándose en un círculo vicioso, fue al mismo tiempo Acteón y los perros).
Sí, efectivamente, sobre Virgilio hay bastante que decir. Volver sobre su relación con su circunstancia literaria cubana, y también recordar que el precitado José Bianco, comparándolo con Carpentier y Lezama, dijo: “Virgilio Piñera no es menos barroco que sus dos compatriotas”. Una relación con la circunstancia de su momento que también lo acerca hasta a los prejuicios de los origenistas, pues de la misma manera que Fina García Marruz ha dicho: “Freud nos aburría”, encontramos a Virgilio diciendo, en uno de sus cuentos: “Un espíritu vulgar o muy psicoanalista habría determinado que…”. ¡Una rara comparación, por cierto!
Y, por último, hay algo que se encuentra en Aire frío, la pieza autobiográfica de Virgilio, y que creo sería un punto digno de estudio: y es que en esa obra, tan centrada en las horribles circunstancias de un momento cubano, cuando se hace referencia a Fulgencio Batista se le designa como “el mulato”. ¡Fíjate! No se le dice el tirano, ni el ladrón, ni ningún otro vejamen, sino que, como el mayor insulto, se le dice “el mulato”. ¿No es para que los críticos se acercaran a eso? ¿Cómo podría ser un estudio donde se comparara “el tapujo” de Paradiso –esa parafernalia de “la grandeza de una familia venida a menos”– con esa otra familia de paupérrima burguesía, provinciana pero blanca, a la que pertenecía Virgilio y en donde el mayor insulto consistiría en ser mulato? ¿Habrá alguien que le meta el diente a eso? Me temo que el cubano sigue mirando para el otro lado, cuando se tocan ciertos temas.
CE: ¿A quiénes reconoce usted como sus antecesores literarios, aquellos autores de los que más ha aprendido?
LGV: Bueno, Carlos, yo creo que tu pregunta más bien la voy a formular así: ¿de qué manera has arreglado tu potaje literario? Y mi respuesta es: enredándolo como pueda, hasta ver cómo me puedo construir un buen laberinto. Fíjate, la cosa es, como lo son todas las cosas mías, de una claridad meridiana. Desde mi comienzo tuve en cuenta lo dicho por Rubén Darío: “Qui pourrais-je imiter pour être originel?”, me decía yo. Pues a todos. De cada cual aprendía lo que me agradaba, lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio de arte; los elementos constituirán después un medio de manifestación individual. El caso es que resulte “original”.
Pues bien –y “guardando las distancias”, como se decía en Cuba–, yo también, al seguir el consejo de Darío, he resultado original. Partiendo de los surrealistas (pues mi tuétano último es el surrealismo, y esto de tal modo que, aunque me formé con el Curso Délfico de Lezama, yo siempre sentí que lo mejor que tenía el Maestro –quien, desde la primera noche que habló conmigo me mostró una jugada ejemplar, a lo Capablanca, cuando después de una carcajada me dijo: “Siempre ten en cuenta que el poeta es un farsante”– era su inmenso disparate surrealista, ese disparate que lo llevó a interpretar al truhán de Colón como un Profeta, y a jugar –en pleno delirio– con esa “seda de caballo” de una india hasta intentar hacernos creer, en el colmo de la locura, que ahí podían estar los fundamentos de la nacionalidad cubana), siempre me he estado haciendo de un collage de influencias en las que Macedonio Fernández, Raymond Roussel, Juan Emar, el Ferdydurke de Gombrowicz y Pessoa son los ancianos de esa tribu mía donde hay hasta una calle que lleva el nombre del venezolano Ramos Sucre. Collage de influencias, pues, que se inició con Los cantos de Maldoror (recuerdo que el Maestro, al entregarme el texto de Lautréamont, me dijo: “Por aquí hay que empezar. Esto es el comienzo de todo”) en aquel único Curso Délfico que llegó a dar Lezama, y del cual yo fui el único discípulo. Un discípulo que sí, sobre todo, aprendió de aquel caballito de batalla de Lezama que consistía en considerar que “solo lo difícil es estimulante”, por lo que, fiel a esto, lo tradujo en un meterme durante años por cuanto berenjenal bendito de oscuridades, toques de piano aprendidos de oídas y cuantos atajos laberínticos se me presentaron, y esto hasta el punto de que, ya en los años del castrato, me resultó una anécdota muy graciosa con esto que pudiéramos llamar mis aventuras de estilo. Y fue que, habiendo publicado una Antología de la novela cubana, donde me puse a experimentar, temerariamente, con una crítica basada en la manipulación de las más difíciles imágenes, se le ocurrió a Lezama que lo acompañara a la Casa de las Américas para entregarle un ejemplar de mi antología al mal airado escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada, quien aunque dio las gracias por el regalo, recibió el ejemplar con cara de malos amigos. Pues bien, al día siguiente del regalo, cuando nos enteramos de que, días antes, el Martínez Estrada había tronado y despotricado, en la susodicha Casa de las Américas, sobre lo que él estimaba que era una antología disparatada y mal escrita, Lezama se quedó un poco como desconcertado al ver que su discípulo del Curso Délfico había tenido tan catastrófica acogida por parte del genial escritor argentino. Pero ahora que contemplo aquel sucedido con la sabiduría que me entregan los años, pienso que el genio argentino, al negarse a entrar por el laberinto que por aquel tiempo yo (aunque infructuosamente, eso sí lo reconozco) estaba intentando, se privó de llegar a conocer a alguien que era mucho más inteligente de lo que él podía pensar. ¡Se la perdió!
CE: En su caso también hay que hablar de la huella del cine, la arquitectura, las artes plásticas e incluso la música más inconfundiblemente de vanguardia. ¿Admite esas influencias?
LGV: Lo admito todo, y sobre todo esas cajitas de Cornell que cada vez se me han ido convirtiendo más y más en mi obsesión. Convertirlo todo en aquello que se pueda meter dentro de una cajita es lo que más deseo. En cuanto a la huella del cine, tengo que volver a la evocación de Jagüey Grande. Pues en ese pueblo yo no sólo fui vanguardista, desde mis primeros años, gracias a que en la cuna me leí la Revista de Avance, sino también porque desde los primeros meses de nacido me llevaron al Cine Mendía, el cine entonces silente del pueblo donde echaban las películas de Tom Mix.
Después, en mi juventud y cuando estaba recibiendo el Curso Délfico, pude darme cuenta de que un caballo del cual hablaba Jules Supervielle, diciendo que se había salido de la pantalla para entrar en la sala de espectadores y cagar allí lo que, analizado, resultó ser estiércol metafísico, eran el mismo caballo y el mismo estiércol que, al conocerlo yo, desde temprano, en el Cine Medía, muy precozmente me convirtió en un niño vanguardista.
Y de la música, amigo Carlos, ¿qué puedo decirte? Ese Cage que siempre me lleva a las cajitas, y esas cajitas que siempre me llevan a Cage.
Nunca olvido a Cage. Y es que este músico hasta me mantiene en mi anacrónico vanguardismo hispanoamericano (pues un aire anacrónico hay, sin duda, en el vanguardismo hispanoamericano, pero esto, por un problema genético, me mantiene indisolublemente unido a él) y, por lo tanto, me mantiene también cercano al creacionismo, ya que no olvido lo que muy certeramente ha observado el crítico venezolano Guillermo Sucre: “Cage se ha ceñido siempre a una estética muy parecida a la de Huidobro, incluso en la manera de formularla, cuyo principio central resume en esta frase del pintor Rauschenberg, que cita en Silence (1961): “Art is the imitation of nature in her manner of operation”.
CE: Y a propósito, ¿nunca lo han tentado otras artes?
LGV: Sí, siempre hubiera querido ser un actor dramático. No haber podido entrar en la farándula ha sido una de mis mayores frustraciones, pero me era imposible ser actor tanto por la horrible neurosis obsesiva que he padecido toda mi vida, como por la cerrazón en que me metieron los jodidos jesuitas, en cuyo espantoso colegio tuve la salación de caer desde 1936, mi año cabalístico. Recuerdo cómo en mis años universitarios muchas veces pasé frente a la escuela de artes dramáticas con el deseo de entrar allí. Pero ¿cómo lo iba a poder hacer? Tenía demasiado peso arriba (¡ay, los malditos ejercicios espirituales!) para poder ser el actor para el cual yo creo que tenía cierta vocación.
Y ahora, ¿podría intentarlo? Bueno, si lograra ser un actor ahora, y como sólo me gustan los papeles dramáticos, quizá solo podría representar al Rey Lear. Pero no me gustan los papeles de viejo. Ya, como en tantas cosas, es demasiado tarde. Lo mejor que hago es esperar a que salga publicado El oficio de perder, si es que a alguien, después de mi controversial Los años de Orígenes, se le ocurre publicarlo. Pero no hay que apurarse, siempre queda la reencarnación.
CE: Usted ha declarado en más de una ocasión que no se considera un poeta, y ha citado en ese sentido a Mallarmé: “Ser poeta no ha sido nunca mi objetivo; ni hacer versos la acción principal o el objetivo de mi destino”. Tampoco se considera un narrador. ¿Cómo quiere que se le considere entonces?
LGV: No hay duda: como un notario. “Nosotros tenemos que ser los notarios de esta flora estúpida”, recuerdo que me dijo Enrique Labrador Ruiz, en la mañana de un café de La Habana Vieja, llena de políticos, periodistas y truhanes. Y esto que él me dijo no lo he olvidado nunca. También, advierte lo que ya te dije sobre mi infancia y mi recuerdo del notario de Jagüey, Agustín Acosta, con su verso vanguardista sobre la noche. Pues bien, Agustín siempre estuvo sobre el coturno del Poeta con mayúscula, pero yo me quedé pensando en su oficio de notario en aquel pueblo donde el diablo dio las tres voces, y creo que aquí, en esta Playa Albina, donde sigue el mismo diablo, me he mantenido fiel a esa vocación.
CE: En uno de sus textos habla de un miedo que en ciertas noches le asalta: el miedo de no ser más que el autor de textos ininteligibles. ¿No piensa que la radicalidad de sus textos contribuye a ello? O en todo caso, ¿a qué tipo de lector se dirige cuando escribe?
LGV: Me dirijo a un lector que todavía no existe, y al cual yo tengo que contribuir a crear, en lo que pueda: el lector albino. O sea, algo así como un lector que ya vive en un paisaje extraño y que, por saberse como tal, no busca ya ninguna imposible raíz, ni ninguna imposible vuelta a una Ítaca inexistente, sino que acepta su desarraigo como rizoma al que hay que recorrer y recorrer. Y esto aunque la cosa sólo consista en dar vueltas y vueltas alrededor de un solar yermo donde está tirada una colchoneta vieja. Y es que, frente a ese miedo del que efectivamente hablo, quizá la única divisa que puedo encontrar es aquella expresión de Vallejo: “Absurdo, sólo tú eres puro”.
CE: Tiene terminadas ya sus memorias. ¿Por qué el título de El oficio de perder con que las ha bautizado?
LGV: Pues creo que basta leer esta entrevista para que un lector (claro, se da por supuesto que no sea un lector de ficheros, ni de grabadoras posmodernistas, como el que escribió que yo sólo contaba chismes) se dé cuenta, sin ninguna explicación posterior, que mi oficio solo ha podido ser un oficio de perder.
CE: Una pregunta más y terminamos. Aunque a usted lo ponen nervioso los homenajes y no sabe qué hacer cuando alguien elogia sus escribanías, ¿cómo recibe el interés con que en los últimos años escritores jóvenes de Cuba, Santo Domingo, Venezuela y Argentina se están acercando a su obra?
LGV: Con la alegría de saberme siempre, entre ellos, como aquel que, aunque viejo, sabe que ya no va a terminar con un bombín de mármol colocado sobre su cabeza.

(*) Esta entrevista fue publicada originalmente en la revista Encuentro de la cultura cubana, n° 21/22, verano/otoño de 2001.