Carlos Espinosa: Cuando empezó a escribir en la juventud, ¿tenía conciencia de que quería ser escritor?
Lorenzo García Vega: Creo que tuve conciencia de
querer ser un escritor desde poco después de haber nacido. Quizá explicar esto
tenga relación con la teosofía: vine con un karma literatoso, y ya desde
chiquito tuve noticias de él. Por eso, aunque tirándolo a coña, en cierta
ocasión dije que, ya en la cuna, yo me leía los números de la Revista de Avance que por aquel tiempo
salía. Además, es que yo nací en Jagüey Grande, y Jagüey tenía una calle por
donde pasaban las carretas que iban para el Central Australia. Y esto fue en
1926, en 1926 fue cuando nací. Y en ese año Agustín Acosta, que era el notario
del pueblo (como tú sabes yo, siempre, también me he considerado como un
notario) y que vivía frente a esa calle por donde pasaban las carretas,
escribió su Zafra, el poema que le
dio fama hasta de revolucionario.
Es que… no sé… al igual que Borges que dijo que para ser
poeta había que haber nacido en Buenos Aires, yo he traducido la frase del
argentino hasta llegar a convencerme de que por la década del treinta (la
década de mi infancia) sólo se necesitaba, para ser poeta, el haber nacido en
ese Jagüey Grande, donde, según el notario Acosta (y esto también explica mi
vanguardismo nato), “en el sobre de la noche, la luna estampaba su sello”.
O sea, para aclararte las cosas, pues a mí siempre me
gusta aclarar las cosas, voy a repetirte lo que acabo de decir, pues a mí me
encanta repetirme (y esto de repetirme ha sido el peligro que, si no hubiese
sido por mi brillante inteligencia –esa brillante inteligencia mía que tantos
riesgos me ha hecho sortear–, me hubiese conducido a ser un escritor tan
aburrido como esos “bombines de mármol” cubanos a que tantas veces me he
referido, y a los que nunca dejaré de referirme, ya que no hay que olvidar a
los bombines patrios, según parece): yo, tanto por dotes teosóficas como por
haber nacido en un pueblo literatoso, donde hasta había, por voluntad de su
notario, una luna vanguardista, no pude menos que contestar a todos aquellos
excepcionales estímulos sino adquiriendo desde mis tempranos años la tremenda
responsabilidad histórica de ser un escritor en un país donde no se le pedía
responsabilidad a nadie, y mucho menos a un escritor, el ser menos leído del
mundo (pues en Cuba, como tú sabes, se era escritor por nacer con vocación de
no ser leído –o sea, por una vocación de escritor no-escritor, a la manera de
ese Macedonio Fernández a quien tanto admiro).
CE: Tomando en cuenta que ya sus primeros libros fueron acogidos con una
total indiferencia, ¿cuáles fueron los estímulos que lo animaron a ser
escribiendo?
LGV: Esto pudiera ser una pregunta
difícil, una pregunta de los cincuenta millones, si se la formulara a un
escritor de desenvolvimiento normal, pero como, al contrario, no he tenido un
desenvolvimiento normal (y, por supuesto, no me enorgullezco de esto, sino al
contrario, lo lamento y siempre lo he lamentado), para mí responder a tu
pregunta es lo más fácil que pueda haber. Pues bien, volviendo a aclararte las
cosas, te diré que, al saber desde un principio que yo pertenecía a un país
donde el escritor era el ser menos leído del mundo, no tuve ningún problema en
asumir esa vocación de escritor no-escritor de la cual ya te empecé a hablar en
el epígrafe anterior. Sí, en efecto, yo, cuando llegué ya a los veinte años,
supe que tenía que arreglar mi vida para afrontar un destino de escritor
no-leído, y créeme, Carlos, a pesar de que me quejo (¡y como no me iba a
quejar!, sería un idiota si no lo hubiera hecho), aquello no dejó de ser lindo.
Pues me hice abogado para no ser abogado, estudié filosofía y letras para no
ser profesor (y cómo iba a ser profesor, si no tenía palanca, y en Cuba, si no
se tenía palanca, era igual que si no existieras), preparé mi vida para ser un
inútil que se conformaría con un puestecito en un ministerio, y así
sucesivamente. Pero eso sí, saber que tenía el oficio del ninguneado en estado
puro me entregó una fuerza que nunca me ha fallado (y esto pese a que en mi
juventud, como ya he contado en Los años
de Orígenes, y conté en mis memorias que estoy por publicar, y seguiré
contando si alguien me lo pregunta, estuve al borde del electro, y si no acudí a
él, fue porque desobedecí el consejo de mi psiquiatra), la fuerza que solo
puede trasmitir mi oficio de perder.
Así que entonces no necesité de estímulos para seguir
escribiendo. O quizá, sofisticando un poco la respuesta, pudiera decirte que no
tuve necesidad de estímulos para seguir escribiendo como escritor, porque esto,
paradójicamente, me entregó los estímulos para ser un escritor no-escritor, un
escritor para no ser leído. Y, repito –siempre repito–, fue lindo.
Lindo porque, entre otras cosas, tuve el privilegio de
estar acompañado por los escritores de Orígenes, por los pintores de Orígenes y
por la ética de un grupo que, en un momento sombrío y difícil de la vida
cubana, supo y pudo jugar, frente a la espantosa seriedad de los bombines de
mármol que siempre nos han acompañado en su detestable oficio de patricios o de
héroes. Pues hubo un juego (siempre he creído que, aunque los héroes son
detestables, si tuviéramos que adoptar alguno, Capablanca debía ser ese héroe),
y eso hizo que, en un lugar de relajo, pudiera haber un grupo que fue serio.
CE: En los últimos años se muestra usted renuente a hablar sobre su
relación con el Grupo Orígenes, del cual es el miembro más joven. Prefiere,
según sus palabras, “ponerle un trapo gris a Lezama y los origenistas, tal como
se hace con las figuras sagradas en el Viernes Santo, para que todo aquello,
hiperbólico e hipostasiante, quede cubierto”. Me va a disculpar que lo obligue
a romper ese voto de silencio y le haga unas pocas pero inevitables preguntas
sobre ese asunto. ¿Por qué no quiere referirse a aquel período de su historia
literaria?
LGV: Porque no se trata de ningún
período de mi historia literaria, sino de un pedazo de mi vida que todavía está
ahí, frente a mí, con sus fantasmas.
Y eso, querido Carlos, parece que no lo entienden los
muchachos de la farándula oficial. Mira, te voy a poner un ejemplo para
aclararte lo que quiero decir. Ya cuando estaba escribiendo Los años de Orígenes, en mi casa de
Nueva York, recibí la visita de un joven que me parece que era… (el que sabe no
sólo la nacionalidad, sino también el nombre, la graduación académica y la
ilustre universidad donde estaba haciendo su tesis de grado aquel joven, es el
compañero Ponte, quien lo cita en la conferencia que dio sobre Los años de Orígenes), y quien llegó
provisto de grabadora, seriedad profesoral, interrogatorio de muchacho
entendido en posmodernismo profesoral, y todo lo que te puedas imaginar que
conlleva el insoportable andamiaje académico. Pues bien, el joven académico
(joven que parecía inteligente, pero con esa inteligencia prefabricada de
maniquí forrado para hacer horribles tesis de grado) al instante que se sentó
en la sala encendió su grabadora y, con un automatismo de robot sintagmático
(he dicho robot sintagmático, pero ¿qué será, en última instancia, un robot
sintagmático?), comenzó su interrogatorio de frías e “inteligentes” preguntas
estereotipadas. Yo, que como ya te he estado explicando soy, y no he dejado de
ser nunca, un escritor no-escritor, me quedé alelado frente a ese inteligente
muchacho, experto en frialdad profesoral, por lo que, como es costumbre en mí,
de inmediato acudí (como acudía Popeye a la lata de espinacas) a mi reserva de
scotch, y después de ofrecerle un trago al aspirante a profesor (quien, por
supuesto, no solo se negó a tomar, sino que creo ya empezó a no gustarle la
cosa) me serví un buen trago (¿fue un solo trago?), tal como acostumbraba en
esa época, en que raramente abandonaba la botella (ya te he dicho que estaba
escribiendo Los años).
Pues bien, entiende bien la situación porque esto puede
responderte bien a la pregunta que me has hecho: era por la tarde, creo que era
en pleno invierno, y yo, que en aquel tiempo no solo estaba absolutamente
jodido, sino también absolutamente alcoholizado, me abandoné a mi automatismo
interior (cosa que raramente hago, pero que cuando lo hago, lo puedo llevar
hasta el final), y sin tener en cuenta que tenía frente a mí a ese espécimen de
frialdad que es el aspirante a vivir en el mundo académico, me lancé a responder
a sus preguntas tal como si tuviera frente a mí a un ser humano. ¿Comprendes la
situación? Se trató del enfrentamiento de un pobre diablo profesoral, aspirante
a asistir a todos los congresos en que se hable de cosas tan idiotas como el
porvenir de la novela hispanoamericana, o sobre los enanos levitantes del
realismo mágico, o sobre el drama de la mujer en Isabel Allende, u otras
sandeces por el estilo, con un ser humano. Así como también se trató –y esto es
lo que le pone la tapa al pomo– del enfrentamiento de un no-escritor, pero
no-escritor que se había formado en el Curso Délfico de que habló Lezama (fui
el que recibió durante dos años, de manera exhaustiva y con rigor implacable,
la orientación y las lecturas dirigidas del Maestro, tal como él lo señaló al
hablar sobre el Curso Délfico), con un oficialista de la cultura que, por su
condición de tal, pocas veces se encontrará con una persona seria. Fue esto
demasiado para el muchacho profesoral, por lo que después de la conversación
conmigo (una de las conversaciones más interesantes que he sostenido sobre lo
que entonces estaba escribiendo en Los
años de Orígenes) escribió él (no sé si fue en su tesis de grado o en otro
papelucho profesoral, esto lo sabe Ponte) que mis respuestas a sus sesudas
preguntas no le habían servido de nada, pues yo sólo contestaba con chismes
intrascendentes.
Pues bien, me he extendido tanto en esta anécdota porque
es como un símbolo de la suerte que en el mundo académico han corrido Los años
de Orígenes. Pues yo no escribí un texto de historia literaria sobre un
período de ella en que yo hubiese participado. Yo lo que escribí fue un
testimonio sobre mi vida. Un testimonio que debería de haber sido respetado por
la seriedad y el patetismo que contiene. No quiero, por lo tanto, continuar
explicando lo que sé que siempre va a caer en las orejas profesorales de un
sujeto insensible, como aquel que hace años me visitó en Nueva York. Yo para
esa gente no quiero explicaciones. Que sigan ellos con sus congresos y sus
sabias ponencias. No quiero que me caguen mi testimonio con ninguna explicación
de tesis de grado.
Y en cuanto a otros que no eran profesores, pero que
estaban obligados a tratar de entenderme (recuerdo que Severo Sarduy le dijo a
Octavio Armand: “Lorenzo no ha entendido nada”. Pero, ¿quién se podría poner
bravo con aquel exquisito maestro del rococó que fue Severo? Todo lo que él
dijo era bonito), yo no voy a utilizar estas generosas páginas de homenaje que
me ha ofrecido esta revista para volver al ataque con los muchachos de
Orígenes. Y el que quiera abundar más en las razones por las que me quiero
alejar de todo aquello, que acuda a ese catecismo del origenismo que ha escrito
Fina García Marruz y que se titula La
familia de Orígenes. El que lea ese pequeño texto podrá entender por qué,
ante el testimonio-disfraz, producto de varios años de fingirse
“revolucionario”, o lo que sea, la única actitud posible es salir corriendo,
así como tratar de hablar de esa isla in(de)finita (“La isla in(de)finita” es
cómo los jóvenes de la isla, entre carcajadas pantagruélicas, se refieren a la
revista de la cultura oficial que Cintio, Fina, y creo que su nieto,
actualmente dirigen) lo menos posible.
CE: La segunda pregunta tiene que ver con Los años de Orígenes, un libro que como ha apuntado Antonio José
Ponte, pertenece a esa categoría de obras porfiadamente negadoras que nuestra
literatura tanto necesita. Sobre Los años de Orígenes quiero preguntarle concretamente cuál fue la intención que lo llevó a
escribir un libro tan desgarrado, controversial y apasionado.
LGV: Bien, yo no estaba apto para
salir de Cuba. Yo viví en aquella isla como un proustiano que estuviera dentro
de un pulmón de hierro, dedicado a escribir libros que nadie iba a leer. Era, y
todavía lo soy (y esto pese a mis recientes años en el oficio de bag boy), un hombre patológicamente
inepto para la lucha por la vida. Quería, sí, salir de Cuba. Uno de mis grandes
deseos siempre fue poder adquirir un puesto diplomático, y poder vivir fuera de
aquello que nunca me gustó y adonde nunca me sentí bien, pero, repito –siempre
repito–, mis condiciones psíquicas no me permitían romper las amarras y abrirme
hacia otros horizontes (nunca olvidaré –había un color como de oro viejo en el
cielo– la tarde en que, por fin, abandoné el país ya para siempre, y la alegría
que esto me produjo fue muy grande, pero lamentablemente ya tenía cuarenta años
y, lo que es peor, estaba pobremente equipado para vérmelas fuera de las
condiciones de mínima seguridad que me había ofrecido el lugar de la fiesta innombrable),
por lo que, al llegar a Nueva York y enfrentarme con lo nuevo, no tuve sino la
fuerza necesaria para mantenerme como el hombre con un oficio de perder, pero
no pude más. Fue un derrumbe demasiado grande el que tuve que afrontar: el
hundimiento de la Atlántida. Pues no sólo había roto las amarras con mi país,
sino que mi pasado, mi mundo familiar y ese mundo en que me había formado
intelectualmente y, sobre todo, imaginativamente, el mundo de Orígenes, se me
vino abajo. Ya en los últimos años en que había estado en Cuba, todo eso se
había empezado a rajar, de tal manera que las ocupatio, mundos órficos, ethos
y areteia, y todo ese sinfín de
tópicos que me habían alimentado en la imagen, se me convirtieron en lo que
realmente eran: una retórica del ocultamiento, esa retórica del ocultamiento
que mostré en Los años de Orígenes.
Estuve, entonces, varios años bajo tratamiento, los años
en que con un miserable sueldo me pagué, como pude, un psiquiatra. Y tuve la
enorme esperanza de que iba a poder salir de las condiciones, bajo amenaza de
electro y férrea neurosis, en que siempre había vivido. Pero, desgraciadamente,
mi tratamiento no prosperó. No pude salir de mis amarras, terminé en el
alcoholismo (y me estoy viendo, por encima del hombro, escucho lo que estoy
diciendo, y veo que voy hasta teniendo cierta facilidad para la telenovela), no
pude seguir el tratamiento, y al final encontré, como siempre me ha sucedido en
mi vida, que lo que me esperaba era el cumplimiento de mi oficio de perder, lo
único conque siempre he contado. Me senté, entonces, frente a una máquina de
escribir, y teniendo como única compañía a Marta, y a Octavio Armand, quien
venía todos los días a las tres de la tarde para tomar el café y oír lo que yo
iba leyendo, me metí en ese autoanálisis, residuo de un tratamiento que
fracasó. Así terminé los Rostros del
reverso y así escribí Los años de
Orígenes.
¿Me sentí bien después de haber escrito el libro? No creo
que me sintiera ni bien ni mal. Me sentí como turulato. Conseguí publicar el
libro en Venezuela. No supe más de él y, pasado algunos años, ya en la Playa
Albina y convertido en ese Doctor Fantasma que es mi heterónimo más fiel, me
enteré, a través de una amiga venezolana que visitó Monte Ávila para ver qué
había pasado con los ejemplares (yo creí que los habían perdido), que la
edición se había agotado. Así que obtuve, pues, una victoria pírrica, tal como
le correspondía a un hombre del oficio de perder. Gané la batalla, pero fue
como si no hubiera ganado nada, permanecí siendo, y ya creo que terminaré así,
como una joven promesa que nunca se resolverá. Espero que mis nietos logren
publicar mis memorias.
CE: Una última pregunta y ya lo dejo tranquilo en cuanto a Orígenes. No he
encontrado muchas referencias suyas a Virgilio Piñera, ese otro heterodoxo del
origenismo ñoño. ¿Trató a Piñera? ¿Qué recuerdos guarda de él?
LGV: A Virgilio Piñera sólo lo vi dos
veces: de lejos, la noche en que fui al estreno de su Electra Garrigó; y de cerca, después de que llegó el castrato,
cuando me lo presentaron y crucé unas pocas palabras con él. Sobre Virgilio hay
todavía bastante que decir. Yo me temo que él es una figura que, por desgracia,
siempre ha sido vista estereotipadamente por los demás. Me temo que los
muchachos que lo acompañaron en Ciclón,
y que después lo llevaron a Lunes de
revolución, pese a su aparente admiración, siempre lo vieron demasiado
pintorescamente (y sobre esto me ha hablado de manera muy inteligente Fernando
Palenzuela, quien fue un testigo de aquel momento): tan pintorescamente que, a
veces, su homosexualismo era cubierto como con la túnica de un payaso (claro,
vuelvo a decir, todo esto con un aparente respeto). Y vuelvo a temer que,
actualmente, los jóvenes de este momento le están poniendo a Virgilio, un poco
precipitadamente, la armadura del antihéroe de Orígenes (y ¿qué necesidad hay
de seguir con el juego de no y sí, de anversos y reversos, que en el fondo no
sólo no aclaran nada, sino que vienen a ser la misma cosa?).
Acabo de decir que las antítesis no aclaran nada. Pues
sospecho que Virgilio, por ser un reverso de Espuela de Plata y de Orígenes,
participaba de las características de aquello que, a veces de una manera
infantil y narcisista, combatía. Pues quisiera señalar que Piñera tenía
conciencia de los límites, pero que esto sólo le servía para exacerbar esos
límites, no para superarlos (y aquí recuerdo que José Bianco, que consideraba a
Virgilio como un cuentista barroco, definió así la característica de este tipo
de narrador: “En suma, llega a la desfiguración o a la transfiguración, como
quiera llamársele, es decir hasta el umbral de su propia caricatura, pero no la
franquea”. Es decir, lo que dice Bianco sobre el cuentista barroco bien puede
aplicársele a Virgilio, ya que éste parece como si, al tocar “el umbral de su
propia caricatura”, quedase convertido en un virtuoso que estuviera seducido
por las formas del teatro del absurdo, o de la anarquía a lo Beckett, o del
existencialismo). Y en esto advierto su cercanía con Lezama, pues éste también
jugaba, exacerbaba, y metía bajo la carpa todas las cosas que pudiera, pero eso
sí, siempre dentro de los límites comprendidos por la muralla de la gran ciudad
barroca.
¿Puedo aclarar más lo que estoy intentando decir? Bien,
me parece que puede afirmarse que Lezama sublima e idolatra el límite (es
decir, finge con su idolatría que éste no existe), mientras que Virgilio, al
contrario, patalea contra él. Pero si nos acercamos más, podemos sospechar que
ambos comparten la idolatría de las formas, ya que Piñera acaba por convertir
en objeto de adoración a ese fetiche literario que es esa muralla kafkiana
contra la cual, muy estéticamente, se regodeaba dándose de cabezazos literarios
contra ella (o sea, que quizá Virgilio, encerrándose en un círculo vicioso, fue
al mismo tiempo Acteón y los perros).
Sí, efectivamente, sobre Virgilio hay bastante que decir.
Volver sobre su relación con su circunstancia literaria cubana, y también
recordar que el precitado José Bianco, comparándolo con Carpentier y Lezama,
dijo: “Virgilio Piñera no es menos barroco que sus dos compatriotas”. Una
relación con la circunstancia de su momento que también lo acerca hasta a los
prejuicios de los origenistas, pues de la misma manera que Fina García Marruz
ha dicho: “Freud nos aburría”, encontramos a Virgilio diciendo, en uno de sus
cuentos: “Un espíritu vulgar o muy psicoanalista habría determinado que…”. ¡Una
rara comparación, por cierto!
Y, por último, hay algo que se encuentra en Aire frío, la pieza autobiográfica de
Virgilio, y que creo sería un punto digno de estudio: y es que en esa obra, tan
centrada en las horribles circunstancias de un momento cubano, cuando se hace
referencia a Fulgencio Batista se le designa como “el mulato”. ¡Fíjate! No se
le dice el tirano, ni el ladrón, ni ningún otro vejamen, sino que, como el
mayor insulto, se le dice “el mulato”. ¿No es para que los críticos se
acercaran a eso? ¿Cómo podría ser un estudio donde se comparara “el tapujo” de Paradiso –esa parafernalia de “la
grandeza de una familia venida a menos”– con esa otra familia de paupérrima
burguesía, provinciana pero blanca, a la que pertenecía Virgilio y en donde el
mayor insulto consistiría en ser mulato? ¿Habrá alguien que le meta el diente a
eso? Me temo que el cubano sigue mirando para el otro lado, cuando se tocan ciertos
temas.
CE: ¿A quiénes reconoce usted como sus antecesores literarios, aquellos
autores de los que más ha aprendido?
LGV: Bueno, Carlos, yo creo que tu
pregunta más bien la voy a formular así: ¿de qué manera has arreglado tu potaje
literario? Y mi respuesta es: enredándolo como pueda, hasta ver cómo me puedo
construir un buen laberinto. Fíjate, la cosa es, como lo son todas las cosas
mías, de una claridad meridiana. Desde mi comienzo tuve en cuenta lo dicho por
Rubén Darío: “Qui pourrais-je imiter pour
être originel?”, me decía yo. Pues a todos. De cada cual aprendía lo que me
agradaba, lo que cuadraba a mi sed de novedad y a mi delirio de arte; los
elementos constituirán después un medio de manifestación individual. El caso es
que resulte “original”.
Pues bien –y “guardando las distancias”, como se decía en
Cuba–, yo también, al seguir el consejo de Darío, he resultado original.
Partiendo de los surrealistas (pues mi tuétano último es el surrealismo, y esto
de tal modo que, aunque me formé con el Curso Délfico de Lezama, yo siempre
sentí que lo mejor que tenía el Maestro –quien, desde la primera noche que
habló conmigo me mostró una jugada ejemplar, a lo Capablanca, cuando después de
una carcajada me dijo: “Siempre ten en cuenta que el poeta es un farsante”– era
su inmenso disparate surrealista, ese disparate que lo llevó a interpretar al
truhán de Colón como un Profeta, y a jugar –en pleno delirio– con esa “seda de
caballo” de una india hasta intentar hacernos creer, en el colmo de la locura,
que ahí podían estar los fundamentos de la nacionalidad cubana), siempre me he
estado haciendo de un collage de influencias en las que Macedonio Fernández,
Raymond Roussel, Juan Emar, el Ferdydurke
de Gombrowicz y Pessoa son los ancianos de esa tribu mía donde hay hasta una
calle que lleva el nombre del venezolano Ramos Sucre. Collage de influencias,
pues, que se inició con Los cantos de
Maldoror (recuerdo que el Maestro, al entregarme el texto de Lautréamont,
me dijo: “Por aquí hay que empezar. Esto es el comienzo de todo”) en aquel
único Curso Délfico que llegó a dar Lezama, y del cual yo fui el único
discípulo. Un discípulo que sí, sobre todo, aprendió de aquel caballito de
batalla de Lezama que consistía en considerar que “solo lo difícil es
estimulante”, por lo que, fiel a esto, lo tradujo en un meterme durante años
por cuanto berenjenal bendito de oscuridades, toques de piano aprendidos de
oídas y cuantos atajos laberínticos se me presentaron, y esto hasta el punto de
que, ya en los años del castrato, me resultó una anécdota muy graciosa con esto
que pudiéramos llamar mis aventuras de estilo. Y fue que, habiendo publicado
una Antología de la novela cubana,
donde me puse a experimentar, temerariamente, con una crítica basada en la
manipulación de las más difíciles imágenes, se le ocurrió a Lezama que lo
acompañara a la Casa de las Américas para entregarle un ejemplar de mi antología
al mal airado escritor argentino Ezequiel Martínez Estrada, quien aunque dio
las gracias por el regalo, recibió el ejemplar con cara de malos amigos. Pues
bien, al día siguiente del regalo, cuando nos enteramos de que, días antes, el
Martínez Estrada había tronado y despotricado, en la susodicha Casa de las
Américas, sobre lo que él estimaba que era una antología disparatada y mal escrita,
Lezama se quedó un poco como desconcertado al ver que su discípulo del Curso
Délfico había tenido tan catastrófica acogida por parte del genial escritor
argentino. Pero ahora que contemplo aquel sucedido con la sabiduría que me
entregan los años, pienso que el genio argentino, al negarse a entrar por el
laberinto que por aquel tiempo yo (aunque infructuosamente, eso sí lo
reconozco) estaba intentando, se privó de llegar a conocer a alguien que era
mucho más inteligente de lo que él podía pensar. ¡Se la perdió!
CE: En su caso también hay que hablar de la huella del cine, la
arquitectura, las artes plásticas e incluso la música más inconfundiblemente de
vanguardia. ¿Admite esas influencias?
LGV: Lo admito todo, y sobre todo
esas cajitas de Cornell que cada vez se me han ido convirtiendo más y más en mi
obsesión. Convertirlo todo en aquello que se pueda meter dentro de una cajita
es lo que más deseo. En cuanto a la huella del cine, tengo que volver a la
evocación de Jagüey Grande. Pues en ese pueblo yo no sólo fui vanguardista,
desde mis primeros años, gracias a que en la cuna me leí la Revista de Avance, sino también porque
desde los primeros meses de nacido me llevaron al Cine Mendía, el cine entonces
silente del pueblo donde echaban las películas de Tom Mix.
Después, en mi juventud y cuando estaba recibiendo el
Curso Délfico, pude darme cuenta de que un caballo del cual hablaba Jules
Supervielle, diciendo que se había salido de la pantalla para entrar en la sala
de espectadores y cagar allí lo que, analizado, resultó ser estiércol
metafísico, eran el mismo caballo y el mismo estiércol que, al conocerlo yo,
desde temprano, en el Cine Medía, muy precozmente me convirtió en un niño
vanguardista.
Y de la música, amigo Carlos, ¿qué puedo decirte? Ese
Cage que siempre me lleva a las cajitas, y esas cajitas que siempre me llevan a
Cage.
Nunca olvido a Cage. Y es que este músico hasta me
mantiene en mi anacrónico vanguardismo hispanoamericano (pues un aire
anacrónico hay, sin duda, en el vanguardismo hispanoamericano, pero esto, por
un problema genético, me mantiene indisolublemente unido a él) y, por lo tanto,
me mantiene también cercano al creacionismo, ya que no olvido lo que muy
certeramente ha observado el crítico venezolano Guillermo Sucre: “Cage se ha
ceñido siempre a una estética muy parecida a la de Huidobro, incluso en la
manera de formularla, cuyo principio central resume en esta frase del pintor
Rauschenberg, que cita en Silence
(1961): “Art is the imitation of nature in her manner of operation”.
CE: Y a propósito, ¿nunca lo han tentado otras artes?
LGV: Sí, siempre hubiera querido ser
un actor dramático. No haber podido entrar en la farándula ha sido una de mis
mayores frustraciones, pero me era imposible ser actor tanto por la horrible
neurosis obsesiva que he padecido toda mi vida, como por la cerrazón en que me
metieron los jodidos jesuitas, en cuyo espantoso colegio tuve la salación de
caer desde 1936, mi
año cabalístico. Recuerdo cómo en mis años universitarios muchas veces pasé
frente a la escuela de artes dramáticas con el deseo de entrar allí. Pero ¿cómo
lo iba a poder hacer? Tenía demasiado peso arriba (¡ay, los malditos ejercicios
espirituales!) para poder ser el actor para el cual yo creo que tenía cierta
vocación.
Y ahora, ¿podría intentarlo? Bueno, si lograra ser un
actor ahora, y como sólo me gustan los papeles dramáticos, quizá solo podría
representar al Rey Lear. Pero no me gustan los papeles de viejo. Ya, como en
tantas cosas, es demasiado tarde. Lo mejor que hago es esperar a que salga publicado
El oficio de perder, si es que a
alguien, después de mi controversial Los
años de Orígenes, se le ocurre publicarlo. Pero no hay que apurarse,
siempre queda la reencarnación.
CE: Usted ha declarado en más de una ocasión que no se considera un poeta,
y ha citado en ese sentido a Mallarmé: “Ser poeta no ha sido nunca mi objetivo;
ni hacer versos la acción principal o el objetivo de mi destino”. Tampoco se
considera un narrador. ¿Cómo quiere que se le considere entonces?
LGV: No hay duda: como un notario. “Nosotros
tenemos que ser los notarios de esta flora estúpida”, recuerdo que me dijo
Enrique Labrador Ruiz, en la mañana de un café de La Habana Vieja, llena de
políticos, periodistas y truhanes. Y esto que él me dijo no lo he olvidado
nunca. También, advierte lo que ya te dije sobre mi infancia y mi recuerdo del
notario de Jagüey, Agustín Acosta, con su verso vanguardista sobre la noche.
Pues bien, Agustín siempre estuvo sobre el coturno del Poeta con mayúscula,
pero yo me quedé pensando en su oficio de notario en aquel pueblo donde el
diablo dio las tres voces, y creo que aquí, en esta Playa Albina, donde sigue
el mismo diablo, me he mantenido fiel a esa vocación.
CE: En uno de sus textos habla de un miedo que en ciertas noches le asalta:
el miedo de no ser más que el autor de textos ininteligibles. ¿No piensa que la
radicalidad de sus textos contribuye a ello? O en todo caso, ¿a qué tipo de
lector se dirige cuando escribe?
LGV: Me dirijo a un lector que
todavía no existe, y al cual yo tengo que contribuir a crear, en lo que pueda:
el lector albino. O sea, algo así como un lector que ya vive en un paisaje
extraño y que, por saberse como tal, no busca ya ninguna imposible raíz, ni ninguna
imposible vuelta a una Ítaca inexistente, sino que acepta su desarraigo como
rizoma al que hay que recorrer y recorrer. Y esto aunque la cosa sólo consista
en dar vueltas y vueltas alrededor de un solar yermo donde está tirada una
colchoneta vieja. Y es que, frente a ese miedo del que efectivamente hablo,
quizá la única divisa que puedo encontrar es aquella expresión de Vallejo: “Absurdo,
sólo tú eres puro”.
CE: Tiene terminadas ya sus memorias. ¿Por qué el título de El oficio
de perder con que las ha bautizado?
LGV: Pues creo que basta leer esta
entrevista para que un lector (claro, se da por supuesto que no sea un lector
de ficheros, ni de grabadoras posmodernistas, como el que escribió que yo sólo
contaba chismes) se dé cuenta, sin ninguna explicación posterior, que mi oficio
solo ha podido ser un oficio de perder.
CE: Una pregunta más y terminamos. Aunque a usted lo ponen nervioso los
homenajes y no sabe qué hacer cuando alguien elogia sus escribanías, ¿cómo
recibe el interés con que en los últimos años escritores jóvenes de Cuba, Santo
Domingo, Venezuela y Argentina se están acercando a su obra?
LGV: Con la alegría de saberme
siempre, entre ellos, como aquel que, aunque viejo, sabe que ya no va a
terminar con un bombín de mármol colocado sobre su cabeza.
(*) Esta entrevista fue publicada originalmente en la
revista Encuentro de la cultura cubana,
n° 21/22, verano/otoño de 2001.