Por Marcel Brochard
14 de octubre de 1962
Mi querido Louis,
Hace más de un año que descansas –¡al fin!– y
creo que ya es hora, antes de que nos vayamos todos los de nuestra edad, de
poner en su lugar los hechos que has descrito. Más allá de que te guste o no, de
que eso guste o no a los memorialistas o a otros escribas, es necesario que
haya uno que te repita, a ti, la
verdad.
Sé bien que has afirmado cien veces a tus
visitantes, a Robert Poulet, Marc Hanrez, Roger Nimier, etc., que la biografía
no tiene ninguna importancia. “Invéntenla.” Y agregabas: “Hay que elegir, morir
o mentir”.
“Se construye la verdad componiendo, haciendo
trampas como corresponde.”
La última vez me dijiste a mí la verdad –y no
te creí, por supuesto– despidiéndome en la reja de Meudon al final de una tarde
de junio, el año pasado. Me repetiste lo que habías machacado a lo largo de
nuestra charla: “¡Ya está, voy a morir!”. Y yo de risa, y de responderte y de
sacudirte un poco; quiero sacarte de esa prisión, llevarte durante una hora en
coche, por los bosques vecinos, suavemente, para mirar a una chica bien formada
que se pasea por una alameda, para hacerte cambiar de idea.
Louis, esta vez, me has mentido. Quince días
después, estando en el medio de Bretagne, me enteré de tu muerte, tu verdadera
muerte, ¡a través del diario!
“Hay que elegir, morir o mentir.” Y bien, Louis,
tú nunca elegiste, mentiste mucho, pero, ay, para morir, la cosa funcionó.
Permíteme que comience por la biografía. Por
dos puntos solamente, le dejo a otro el trabajo de buscar los detalles y
enderezar las cosas. Incluso si eso hace que te revuelvas en la tumba. Primero
que nada, hay que rectificar la historia de tus padres. Se lo debes a ellos. En
Muerte a crédito hiciste una pintura
de pura invención, poética o no, literaria o no, pero claramente imaginativa y
falseada. ¿Por qué? Podrías haber hablado perfectamente de los padres de otro.
No, son tus padres, personas buenas y tranquilas, pequeñoburgueses, humildes,
cuyas vidas, tú lo sabes, desde tu nacimiento en Courbevoie, luego a lo largo
de tu infancia en el pasaje Choiseul, giraban en torno a ti. Tú los haces
despotricar todo el tiempo, pelearse como cirujas, ¡hablas del revólver de tu
padre!, el pobre hombre no debe haber agarrado uno en su vida, ni siquiera en las
ferias.
Y tú sabías perfectamente, Louis, que tu Muerte a crédito era tan falsa, tan
caricaturalmente falsa, tan hiriente, que le pediste a tu madre que no la
leyera… ¡y ella jamás la leyó! En cuanto a tu padre, recordamos la pena que te
produjo su muerte, ¡estabas conmocionado!
Los Destouches eran en
otros tiempos Destouches de Lenthillière, gentilhombres normandos pero de
pequeña fortuna. El abuelo de Louis estaba casado con una de la Villaubry, era
profesor en el Liceo del Havre, murió joven dejando muchos hijos, entre ellos a
Ferdinand, el padre de Céline. Ferdinand se casó con Marguerite Guillou, hija
de Céline Guillou. Ésta tenía un anticuario en París, cerca de la Opéra, se
había especializado en encajes antiguos valiosos. Comerciante perspicaz, ganaba
muy bien y lucía los bellos diamantes que Colette, la hija de Louis, posee hoy.
Poco antes de su
casamiento, Ferdinand y Marguerite se instalan en Courbevoie, ella en el
comercio. Él, licenciado en letras, trabaja en la Compañía de Seguro Le Phénix,
en la que terminará con el cargo de Sub-Jefe. Supe recientemente a través de M.
Louis Montourcy, que lo conoció bien, alrededor de 1910, que era muy apreciado
por los directores. Lo describe como un hombre ubicado, inteligente y
cultivado. L.-F. Céline, en ya no sé cuál de sus escritos, dice que su padre en
esa época “ganaba vergonzosamente 300 francos por mes”. Ahora bien, los de
nuestra generación sabemos que eso era el sueldo de un capitán del ejército.
Los Destouches tenían un pequeño chalet a orillas del Sena, en Ablon, el padre
amaba la pesca con caña, y como siempre había soñado con la Marina, ¡navegaba
en un bote a vela con una gorra de Comandante!
Mi mujer y yo nos
acordamos muy bien de ese hombre de físico redondo, franco y jovial, así como
también de Marguerite, la madre de Louis. Almorzábamos a veces en el 11 de la
rue Marsolier hacia 1923. ¡Salíamos asombrados al pensar que Louis era hijo de
ellos!
Madame Ferdinand
Destouches nunca fue ni remendona ni “reparadora de viejos encajes” (R. Poulet,
p. 3), nunca “reparó los agujeros en los mercados de los suburbios” como
escribe Céline, como repite Ducourneau en la edición de la Pléiade, como Louis
lo contó cien veces a los curiosos o a los periodistas que bebían sus palabras
con un lápiz en la mano; ¿creía en ello, mintiéndose a sí mismo para
interpretar su comedia, o por inocencia y convicción? Madame Destouches madre,
después de haber tenido una boutique en el Pasaje Choiseul, fue a vivir con su
marido jubilado al departamento de la rue Marsollier. Ella era por entonces
representante de fábricas de Alençon y de Brujas, y tenía como clientes la Gran
Maison de Blanc, la Cour Batave, etc. Colette Destouches fue bautizada en 1920
en un largo vestido de bebé que había pertenecido al Rey de Roma, con abejas
bordadas en una “muselina blanca de la India”.
Los padres de
Louis-Ferdinand se querían mucho y hacían una muy buena pareja. Él murió hacia
1933, y ella en 1946.
Es exacto, Louis, que eras un niño endiablado,
indisciplinado, ebrio de libertad, y que te dieron cachetazos y chirlos en la
cola, seguramente bien merecidos. Te enviaron a Alemania a los 14 años para que
aprendieras la lengua y el comercio. Precoz, te acostaste con la mujer que te
alojaba, y que después te echó. En 1909 te envían a Inglaterra, donde unas aventuras
del mismo género hacen que vuelvas con tus padres. Pero como aprendes con
facilidad, lees muchísimo, te matriculas con esa insaciable curiosidad e
inteligencia que te caracteriza. Ya soñabas con la medicina. Aprendes el inglés
y el alemán admirablemente, entras a tu pesar finalmente en una casa de
comercio del barrio del Sentier, como vendedor de cintas, luego en una joyería
de la rue de la Paix, donde una broma pesada siempre del mismo orden, del mismo
desorden, hace que te despidan. A los 18 años, peleado con tus padres ya
cansados, y cansado de ti mismo, te alistas en el ejército siguiendo un
capricho.
Lo que es cierto es
que la infancia y la juventud de L.-F. Céline “miserable y vergonzosa” es pura invención.
Finalmente, Louis, viejo soldado, ¿quieres
decirnos la verdad sobre tu famosa trepanación? Todos te han creído
evidentemente, a ti, el trepanado de las batallas de agosto de 1914, con el
cerebro hundido; hasta Henri Mondor, profesor, es decir, del oficio, que dice y
repite en sus declaraciones de la Pléiade que te fracturaste el cráneo.
¡Y algunos enseguida vienen a agregar que tal
vez por el agujero del cerebro te entró el Genio! ¡¡¡Otro tocó la placa de
metal que tenías en la cabeza!!!
Louis, no, digamos la verdad; fuiste muy
gravemente herido en los primeros combates de la primera guerra, como sargento
de coraceros. Te dieron honores, te decoraron, te homenajearon, te hicieron una
ilustración por ese tema. Pero a menudo te vi el torso desnudo, Louis. Tu brazo
derecho, en lo alto, casi a la altura del hombro, tenía un agujero en el que se
podía meter un huevo. Era la cicatriz de una fractura abierta por el estallido
de un obús, herida que te tuvo más de un año en el hospital y te dejó para
siempre un poco paralizada la mano derecha. Aunque en 1924-1925 conducías un
gran sidecar por la rutas de Bretagne, con tu mujer y la mía en el asiento
lateral.
Por el mismo y único accidente que puso fin a
tu guerra, se te estropeó el tímpano por el ruido de la explosión, y te dejó
insoportables zumbidos de oreja. Pero dejémoslo ahí, ¿quieres? Nosotros, tus
amigos de Rennes, sabemos bien que nunca fuiste herido en la cabeza, ¡y menos
trepanado!
Discúlpenme,
celinianos, por traerlos con tanta exactitud a esos puntos de la biografía de
Louis-Ferdinand Céline. Considero que es menoscabarlo mantener esas fantasías,
¡fantasías que él, sin embargo, era el primero en inventar! En nuestra época,
él no era menos grande a nuestros ojos de lo que es actualmente para ustedes.
No bien conocí a Louis
en 1919, en Rennes, cuando acababa de casarse con Edith, la mejor amiga de mi
mujer, quedé subyugado, hechizado, conquistado por ese espíritu único y ya
gigantesco. Aunque sólo cinco meses más grande que yo, Destouches me parecía tan
maduro y erudito.
Hasta que nos fuimos a
Nantes, a fines de 1921, me encontraba con Louis en su pequeña planta baja en
Rennes, en el 6 quai Richemont, casi todas las noches de 6 a 8. Yo me sentaba,
charlábamos, él escribía y yo me callaba. ¿Dónde están los escritos de esa
época? Edith no tiene demasiados, me parece. Eran sobre todo cartas que el
futuro Céline escribía, con prodigalidad, a cien destinatarios. Me acuerdo de
uno de ellos, ya que me sorprendió la notoriedad de su nombre, el doctor Alexis
Carrel, que por entonces ejercía en los Estados Unidos. ¿Qué podían escribirse
esos dos espíritus, el del futuro Viaje y de El hombre, ese
desconocido? Páginas y páginas, ¿y dónde
está esa correspondencia? Louis conocía a Alexis Carrel, veinte años más grande
que él, a través del Instituto Rockefeller, al cual Louis estaba vinculado por
esa misión americana de lucha contra la tuberculosis que tenía una sección en
Rennes. Trabajan allí también de intérprete y de conferencista.
Creo acordarme, y
Edith también, de que la correspondencia que mantenía con Carrel tenía como
tema los estudios sobre la prolongación de la vida. Estudiaba los convolutas,
mitad algas, mitad microorganismos, que se parecen a un musgo verde y que se
encuentran cuando baja la marea en las playas del Atlántico. Los había podido
conservar en un laboratorio de investigaciones en Roscoff donde pasaba sus
vacaciones, laboratorio que estaba dirigido por el Príncipe Cantacuzène. Ya en
1920 el joven investigador que era Louis se apasionaba y discutía teorías que
formulaba en esa época y que, según su mujer, anticipaban las teorías actuales
de la hibernación (!). Más tarde Louis estudió la longevidad de los gusanos de
seda, y creo recordar haber leído un estudio impreso de la Academia de Ciencias
que exponía las teorías del futuro doctor.
Pero ya Destouches
preparaba su tesis. Su famosa tesis sobre Semmelweis que, editada en 1924,
llamó tanto la atención. La tengo dedicada. Se tiraron cien ejemplares. Vuelvo
ahora, y de manera más simple, a la carta a mi Ferdinand.
Louis, mi viejo amigo, el Destouches de nuestra
juventud, de nuestras esperanzas, de nuestra vida llena de vida, de nuestros
entusiasmos, ¡tanto los del espíritu como los otros más bajos de los que
hablamos con desenfreno!
¡Tú, que te atreves a decir a Robert Poulet que
eras un “burgués” en Rennes, en los años 20! ¡Al mismo Poulet que escribe un
capítulo entero sobre “Céline burgués”!
Ya eras anarquista, Louis. Brutal, en los
aspectos pueriles, revolucionarios, igualitarios, ¡sí! Pero dices disparates
sobre tu suegro, el profesor Follet, que era una personalidad notable, es
verdad, pero que nunca te pidió que fueras otra cosa de lo que eras. Te conocía,
como Edith y nosotros te conocimos bien, como siempre lo fuiste, enemigo del
conformismo, ya fuera en las maneras, en las palabras o en el modo de vestir.
Tu entrada en un salón de Rennes producía sensación. Con el sombrero de cowboy
medio ladeado, saludabas a la barra, y una vez sentado sólo te veían tus
zapatos grandes. ¡El hombre de los zapatos grandes, decía mi pequeña
Jacqueline, que era tan chiquita!
¿Y que llevabas, según escribiste, el “boliche”
de tu suegro en tus espaldas?, ¿y que dirigías su clínica de cirugía? ¡Qué
caradura!… Por el contrario, ¿no dirigías tú la conciencia de ciertas buenas
amigas del entorno familiar? ¡Eso sí!
No, Louis, ¡si te hubieran conocido los otros,
incluso los que estuvieron al final, como eras a los veinte años! ¡Repleto de
curiosidad, versátil, chistoso, grosero, irritable, mitómano y genial! Y
paradojal. ¿No te escuché decir varias veces, en el quinto piso de la rue
Girardon, en 1941-1942: “¡Voy a probar que Hitler es judío!”.
¡Qué inquieto! ¡Apenas
entraba a un cine, a un café, ya estaba saliendo! Apenas conquistaba a una
chica ya quería otra, y a menudo sin tocarla. Apenas escribía media página, el
estilo, el destinatario y la idea cambiaban, mezclando lo mejor y lo peor. “El hijo
del pueblo transportado de repente a un medio más alto que su condición.” No,
señor Poulet, usted no lo conoció. Louis Destouches estuvo siempre cerca del
pueblo, pero por encima de la “condición”. Allí donde él respiraba, producía en
todos los que lo rodeaban, del pueblo o de la “condición”, una estupefacción,
un sobrecogimiento, una admiración. Edith en primer lugar estaba subyugada.
Comediante, sí, Bardamu bufonesco, eras un
comediante nato. Con un cerebro menos atareado y menos brillante, habrías sido
un excelente actor. ¡Y muchos como yo te calaban, se daban cuenta por tu
rostro, por tus ojos ligeramente rientes, por un pequeño gesto de tus labios, de
que no creías ni una palabra de lo que contabas! Cuando, delante de mí, en
Meudon, mostrabas a tus visitantes el banco de madera sobre el cual se sentaba
tu madre para zurcir, no dije nada, pero reía para mis adentros. ¡Viejo farsante!
Céline, en el libro de Robert Poulet, escupe
sobre “sus” familias, y le sale maravillosamente bien, ¡treinta años después!
Continúa con su papel, el comediante; lo harán actuar hasta el final, ¡hasta el
final de los tiempos!
Después de haber terminado tarde el secundario,
Louis Destouches sólo pudo estudiar medicina en Rennes al casarse con Edith.
Sí. Pero fuera del conformismo. Lo querían así. Y cuando tuvo el diploma en el
bolsillo, se instaló como médico de barrio, en 1925, en la plaza des Lices en
Rennes, todavía lo veo mostrándome las lindas cortinitas con pliegues de su
consultorio, y diciéndome: “¡Afuera, mi viejo, está la libertad!”.
Louis, el día en que tu primer cliente entró en
la sala de espera, buscaste la libertad por la puerta de servicio. No es completamente
cierto, ya que te quedaste “instalado” dos o tres meses, pero es una imagen que
va bien con tu imagen.
¡Y nadie dijo nada! Nadie juzgó. Te fuiste, y
no era una “extravagancia”, como se dice, era algo típico de Céline, algo
verdadero. Sin celebrarlo, lo soportamos. Y tu viejo amigo te escribía y tú le
respondías. ¡Si hubiera conservado todos los papeles!
Época de escritura del
Viaje, 1930. Me escribe, ¡ésa la conservé!
“¿Estás bien de salud, mi viejo, todavía en actividad? ¡Ya estamos en la edad
temible! Afectuosamente tuyo. Louis!” ¡36 años, la edad “temible”!…
¿Impotencia? ¿Consecuencias de largas jornadas de abnegación en el dispensario
de la rue Fanny en Clichy? Consecuencias de las noches en la rue Lepic donde,
luego de la cena frugal en lo de Marie –sobre el agua–, Louis se ponía a
escribir. Elizabeth era alta, bella, escultural. Esta bailarina americana lo
había conocido en Ginebra. Fue su compañera por más de tres años. Él le dedicó
el Viaje. Ella se lo merecía, ya que
mientras que él escribía y tiraba al piso sus hojas amarillas, nosotros
esperábamos que se durmiera para juntarlas.
¡No imaginábamos que
lo que teníamos cada noche entre las manos era el manuscrito del Viaje al fin de la noche!
Louis, dime si era yo, el veterano del 14, el
que recogía del piso de tu habitación la página del Coronel: “A él no le deseaba
nada malo. Sin embargo él también estaba muerto… se abrazaban los dos por el
momento y para siempre”.
O es Elizabeth, la americana, la que pescó la
página de Molly: “Recuerdo su amabilidad, sus piernas largas y rubias y
magníficas desplegadas y musculosas, piernas nobles. La verdadera aristocracia
humana, digan lo que digan, la confieren las piernas, eso es así”.
Y no lo habíamos leído, o muy poco. Estaba tan
mal escrito. Y tiemblo ahora al pensar que por poco, por nada, todo ese Viaje podría haberse perdido hoja tras
hoja, ¡en los basureros de la rue Lepic! Gloria de la literatura francesa.
Gloria a ti, Ferdinand, por habernos mostrado un nuevo camino. Recuerda el asombro,
el desconcierto, la…
Traducción: M. Dupont