Por Andrés Monteagudo
No vienen
avispas (Buenos Aires,
Leviatán, 2012) es un largo poema contra la salud que brinda el sentido y la
tranquilidad de vivir al cuidado de los dioses (o sus sucedáneos) en un medio
ambiente acostumbrado a incorporar las prevenciones administradas casi por
reglamento en los medios, en los claustros y en boca de los popes de la
intelectualidad. Pero los libros de Luis Thonis se escriben de otra manera. “Mi
voz no les será dada”, escribió Thonis en “Heroicos temores” de Cuerpos
inéditos (Grupo Editor Latinoamericano, 1995). Ha gestado una voz que
proviene de guturaciones de miel y canto en calles en penumbra de un Paraíso
Perdido. Y ahora replica: el poema se hunde en las aguas que son la unidad y el
problema: es “un cofre cerrado/ que nadie confundirá con un tesoro” (9).
En el
comienzo –escribió el poeta– era
la comezón. La picadura de las avispas entonces aparecía como un bautismo
postergado, una promesa sin declinación ni concierto. Y con la ironía con la
que Hidalgo cantaba: “esto ya fracasó”, durante el éxtasis –génesis del poema–,
el creador vería “peligrar su programa”. El “desvelo de las formas solteras”
(7), una continuidad sin frenillos morales (el cepillo circular, el firulete sobre
los dientes, el artificio) (25).
Pero la
picadura de las avispas no es un bálsamo ni un despertar consumado. El poema no
tiene cura, es “sin forma ni sentido/ gratuitamente” (88): es ritmo. Como
afirma Luis Thonis, la eternidad no puede reponer “lo que se sustrae al
instante” (51). Y su último libro propone seguir la escucha precisa de un poema
que se afirma sobre una abanico de ausencias, de quimeras, de reclusiones (como
la de los escorpiones durante el invierno): la maldición de un Yahvé, la
confianza en un despertar inducido por el aguijón de la sabiduría, la
refulgencia borrada de un Dios extraviado: porque “arriba no hay un
cielo” (12). Hölderlin no fue el único que lo vio en alocada fuga. Esa locura
de la que muchos no regresan. Un dios gnóstico que atrapó a una buena parte de
la tribu. Pero Thonis sigue alerta entre el rojo y el verde semáforo, no pueden
bajarlo. Su medida del mundo la podemos sacar de las lecciones de Galileo sobre
el Infierno de Dante. Y además, actualmente, sondea mejor que nadie esos
catastros, esos huecos donde la historia comúnmente hecha la basura. Thonis
hace glandular el estado de alerta al
que la sociedad y sus mecánicas someten al individuo apenas empieza el largo
período de supervivencia. Esto nos lo recuerda el autor de No vienen avispas:
en el planeta tierra hay plagas, hay masacres, hambrunas. Cuerpos sublimados o
nada. La salvación es cada vez más violentamente la acuciosa necesidad de
encontrar una salida. La libertad está en el movimiento de las aguas, en sus
profundidades asesinas. El poema es el lugar, como escribió Thonis en Eunoe
(Ediciones Último Reino, 1991), “donde se atisba un peldaño de lo real”.
“Si no se puede
cambiar de vida”, escribe Thonis, “es posible cambiar de muerte/ infiltrarse
entre los ritmos camperos” (46). Hedor de lecturas (Mansilla leyendo a
Rousseau) en el “matadero segundo…”. Zombi condenado, “el animal no se resiste
a ser pialado” (115). En esta escritura de Thonis aparece la potencia de la
mezcla, la crítica. Fabula, relato, poema, ensayo: Luis Thonis thonifica
los discursos al provocar la fusión o lo que llama “escritura transficcional”.
Puede pasar del mundo mítico de los elfos y ninfos a la dimensión de “panaderos
y mucamas” que atraviesan el ciclo completo de una crisis sin anestesia (74).
En No vienen
avispas “la lengua se vuelve un resonador” (92), o como escribió el autor
de Eunoe: “la frenética variación de unas pocas sílabas”. Hay un oído
atento a las vibraciones del acero, en el instante de guerra: “Lo que se
sustrae a la visión/ es la lucidez del horror/ una cuerda a punto de romperse”
(52). Porque como escribe Meschonnic en Un golpe bíblico a la filosofía:
“Ver el sentido que se quiere ver tapona los oídos”. Y Thonis nos sugiere que,
como quería Benveniste, el lenguaje sólo sirve para la vida. “Somos el
fragmento de un vasto poema cíclico” (Eunoe).
“La avispa ya
no cura/ la rosa enferma” (88). Y sí: la enfermedad hace al poeta. El veneno
interior. Nietzsche creía que la enfermedad podía provocar revelaciones en el
psicólogo, algo que él consideraba una adquisición de “más vida”. Y si “la enfermedad
le impidió [al poeta]/ cruzar el océano”, como escribe Thonis, “…el horror fue
la hierba/ que encendió su lucidez” (19). El vate sigue cantando la peste y el
signo opaco se transforma en “un gran foso invertido” (117). Foso polvoriento
de donde salen “palabras melódicas” (77) y “su majestad hace de valet” (37),
recordando el trasfondo de un Céline burlador y burlado. Entonces leemos la
recurrencia de un deseo secular: hacer sonar a las campanas en el agua
(108). Asistimos a un “ballet submarino” (85).
Las puertas del
cielo permanecen cerradas. ¿Hay, debajo del umbral, un centinela kafkiano?
Thonis transmite la urgencia de “volver al primer acto, al trampolín” (38).
Asumir que el paraíso es un “agujereado baldío” (114) y que la creación es
diabólica en tanto que es metamorfosis. Este elemento es central en No
vienen avispas: Thonis abre el telón y muestra la risa del diablo. Y es explícito en esto: “Lo creado
con drama en tierra/ lo devuelven cómico las aguas” (18). Vuelvo al río Eunoe
para citar este pasaje en el cual el autor profesaba no dejar el poema “aún
si hay que caer en la región más interdicta, el fondo del mar”. Con frases como
éstas que afirman que a un gran hombre lo matan de un hondazo (43),
Thonis practica una risa que se contrapone a las prolijidades del “virtuosismo
oficial/ [que] confina al demonio/ en la academia del mediocre lujo” (58).
Vuelvo otra vez a Eunoe para recordar que Thonis en ese libro ya se
interrogaba por el sonido del Mal, sin devaluación del lenguaje, y sus
derrotas liminares. No se trata de un salvado de la jardinería de poder, no era
precisamente un “humanista profesional”. Thonis sabe que “el poeta oficial de
algo/ tiene un olfato notable/ para captar el talento/ y contra él volverse”
(106). Y, como decía Leónidas Lamborghini, nos “pone atentos”: la banalidad se
dispersa contra toda grandeza y las promesas se oscurecen con las
intenciones y las ideologías. Finalmente, no puede evitar la paranoia, es
humano, y escribe: “Todos me desean la muerte” (116). Y entrando en el matadero
segundo (donde hay moscas y degollados) vuelve a entonar su corrosivo versículo
dilecto: ya no vienen avispas.
Leído en la
presentación de No vienen avispas, el 28 de mayo de 2013.