Sobre La mañana sol de limón de Hugo Savino
Los libros de Hugo Savino son
libros solos. De La línea del tiempo a La
mañana sol de limón: solos de Savino. “Uno está solo y escribe, eso es lo
que pasa.” Y lo que pasa es la voz, la voz sola de Savino. Así que, imitando una
vez más a Sexton y Blake, apoyamos el oído y ya está: la voz, el hilo de la
voz, que “se pierde y se encuentra, y se pierde otra vez, fatal”, nos va
llevando por La mañana sol de limón.
La soledad es clave en Savino: es
la que permite que la voz toque la
mañana, “esa mañana alimonada, luminosa, año 1950”, que la haga escuchar. La
voz “rasca” en la memoria, la inventa, la escribe. Porque no hay memoria sin
voz, la “memoria [está] enroscada en la puntación”, es la puntuación, la sintaxis. Savino no va al cofrecito de la
memoria para extraer recuerdos, imágenes o palabras como un anciano venerable o
“un novelista que rasca en lo verosímil”. Si hay un verosímil, ese verosímil es
de papel –nunca realista–, nace ahí,
en la página, en el fraseo. Savino no sólo se susurra al oído la tristeza sino
también advertencias: “cuidado con lo proustiano remanido, con los jueguitos de
evocación realista”.
Paisaje de ensoñaciones. “No me
molesta instalarme en un paisaje. Veo algo que me gusta y voy. No estoy apurado
por definirlo. No me interesa. Si queda inacabado, mejor. Poco narrativo.
Bordes difusos.” Bordes difusos, ensoñaciones inacabadas a través de un
paisaje. Avellaneda, Barracas, la Boca, Elia, Roque Juan, Irma, Rafael, Aníbal.
Y Lola, sobre todo Lola, la bella Lola, ensoñación Lola, leitmotiv Lola, que
“se lleva todas las miradas furtivas”: miradla, miradla, parece decirnos la novela a
cada rato. O la calle Palaá, la palabra
Palaá –la ensoñación Palaá–, que Savino inventa, así como otros escritores
argentinos “inventaron la palabra ‘pava’”. Palabras-ensoñaciones, rascadas aquí
y allá, en los basureros olvidados del lenguaje, pero usadas sin el barniz de
la tara costumbrista, odiada por Savino: rascabuche,
tirifilo, fulo, chiruseo, yugante, entre tantas otras.
Y las lecturas, que son, también,
ensoñaciones del “náufrago del refinamiento” Savino, solitario lector de
Nadezhda Mandelstam –“me enseñó a escribir mal,
a leer mal infinitamente”, “es como
una adicción, no la puedo soltar, hace meses, es una descarriada”–, de Jack
London, de Paul Claudel, de Carlo Emilio Gadda, de Simon Leys, de Jan Zábrana, de
Carlos Mastronardi, de Reinaldo Arenas, “escritores santos y perdidos en algún
rincón del mundo a los que leo con toda la devoción posible esa devoción que me
lleva a escuchar cada una de sus líneas y pasarlas a mi cuaderno de notas que
serán las citas que me salvarán del chamuyero”. El cuaderno, escribir cuaderno –como Marina
Tsvietáieva, como Jack Kerouac–, “notas registradas así, como vienen,
desencajadas de otras lecturas” y el ejercicio espiritual de “salir a la calle
con una cita en el bolsillo, bien aprendida de memoria”: modos de conjurar la
pesadez mortuoria de los chamuyeros, de “los charlatanes de la gravedad”
(Baudelaire).
Así, con citas, con “frases
rotas”, con visiones, Savino va componiendo
(“no perder de vista el verbo componer”) sus “borradores dopados”. Su “embrollo”,
palabra Savino. Un embrollo al que no le busca solución: “detesto las
soluciones narrativas”. Porque “el relato es otra peste”, “el relato no oye el
canto, es un llorón que cuenta siempre la misma queja, las mentiras que te
comen las palabras, esa horrible palabra eficiencia, maníacos de la eficiencia
narrativa”. La “historia” es siempre “una amenaza que se puede tragar el ritmo”
(Viento del noroeste). Y en Savino el
ritmo es todo, como la voz. “Estar atento. Conjurarla [a la historia]. Usarla
pero saber que quiere toda para ella.” Sin embargo, al mismo tiempo, a la par
de la atención, una disponibilidad: “No hay que defenderse de las palabras que
vienen. No hay nada que proteger”. En las antípodas de “los cuida-concha de la
regla”. Que la literatura se defienda sola –o que la defiendan los boy-scouts, que para eso están.
No faltan, por supuesto, en La mañana, los clásicos puntazos de Savino.
Él sabe mejor que nadie que en el lenguaje es siempre la guerra. Meschonniquianamente. Así que guerra.
Guerra contra los “respetables que lloran por todo, por la humanidad, todo a
distancia”, contra los “chantres de la ideología” (“metete a Marx en el culo por favor”), contra los
“poetas del kitsch”, contra los “sentimentales” que trafican con la palabra
“pueblo” (“les pagan por eso”), contra la “chusma de diploma”, contra los “escritores
disfrazados de vanguardia que hacen nené
cascallar”. Y sobre todo contra “la domesticación del lenguaje” (Furgón de cola) con que aburre la
sordera, contra los lenguajes adocenados de “los paralíticos de la escritura”,
contra “los que meten el lenguaje debajo de la alfombra”.
El lenguaje ahí, entonces, en
primer plano, desde la primera frase. El lenguaje como trama, como argumento de
La mañana sol de limón. Flaubertismo
de Savino, nadie lo dijo todavía, me parece: Savino escribe libros sobre nada,
libros “sin atadura externa”, que se sostienen “sólo por la fuerza de su
estilo”. Savino no usaría la palabra “estilo”, no le gusta, no es suya, diría
más bien “ritmo”. O “velocidad”: sus libros son “para gente que quiere leer
algo en otra velocidad”, para esos “amigos ligeramente locos que tienen
relaciones ligeramente locas con el mundo con las cosas con los libros”, como
escribió en Viento del noroeste.
Por ahí también dice La mañana: “No sé muy bien de qué hablo,
ando en un momento de vacilaciones.” Para leer a Savino hay que seguirlo en sus
vacilaciones, en sus derivas, en sus saltos de mata. Acompañarlo, dejarse
llevar por “la química de la combinación”, por “la trama de los circunloquios”
que nos proponen sus libros. La música antes que nada. Sin música no hay voz.
Rascar en la memoria, sí, pero también en Art Pepper, en Sunny Murray, en Albert
Ayler. De ahí, de la música, sale el idioma loco y solo de Savino –ese “argentino
porteño de barracas con incrustaciones avellaneda”–; idioma que logra que todo
en La mañana sol de limón –como una
ensoñación más, como una “perla rarísima”– suene al mismo tiempo.