Por Simon Leys
Los indios de la costa del
Pacífico eran intrépidos navegadores. Tallaban sus grandes piraguas de guerra
en el tronco de uno de esos cedros gigantes cuyos bosques cubrían todo el noroeste
de América. La construcción comenzaba con una ceremonia ritual al pie del árbol
escogido, para explicarle la necesidad urgente que había de derribarlo, y
pedirle perdón por eso. Cosa notable, en el otro extremo del Pacífico, los
maoríes de Nueva Zelanda cavaban piraguas semejantes en el tronco del kauri; y ahí también, la tala era
precedida de una ceremonia propiciatoria para obtener el perdón del árbol.
Costumbres tan exquisitamente civilizadas
deberían hacernos sentir vergüenza. Ese fue mi sentimiento la otra mañana;
había sido despertado por los aullidos de una motosierra trabajando en el
jardín de mi vecino, y, desde mi ventana, pude percibir a este último que
–aparentemente sin haber procedido a ninguna ceremonia previa– presidía la tala
de un árbol magnífico que daba sombra a nuestra esquina desde hacía medio
siglo. Los grandes pájaros que anidaban en sus ramas (una variedad de cuervo desconocida
en el hemisferio Norte, y que, lejos de graznar, tiene un canto sobrenaturalmente
melodioso), espantados por la destrucción de su hábitat, se arremolinaban en
vuelos frenéticos, lanzando desgarradores gritos de alarma. Mi vecino no es un
mal tipo, y nuestras relaciones son perfectamente corteses, pero quise sin embargo
conocer la razón de su sorprendente vandalismo. Adivinando sin dudas mi
curiosidad, me anunció alegremente que a partir de ahora sus canteros iban a recibir
más sol. En su Diario, Claudel
menciona una explicación semejante provista por un vecino del campo que acababa
de talar un olmo centenario con el cual el poeta estaba encariñado: “Este árbol
daba sombra y estaba infestado de ruiseñores”.
La belleza convoca a la
catástrofe así como los campanarios atraen los rayos. Los servicios públicos
que hacen pasar una autopista en medio de Stonehenge, o una vía ferroviaria a
través de las ruinas de Villers-la-Ville, el monje que le prendió fuego al
Kinkaku-ji, la municipalidad que transforma la iglesia de la abadía de Cluny en
una cantera de piedras, el energúmeno que lanza un frasco de acrílico sobre el
último autorretrato de Rembrandt, o aquel que ataca con un martillo la madona
de Miguel Ángel, obedecen todos, sin saberlo, a la misma pulsión.
Un día, hace mucho tiempo, un
incidente minúsculo me certificó esta intuición. Yo estaba escribiendo en un
café; como muchos perezosos, me gusta sentir la animación a mi alrededor cuando
se supone que estoy trabajando –eso me da la ilusión de actividad. Por lo
tanto, el rumor de las conversaciones no me molestaba, ni siquiera la radio que
vociferaba en una rincón –toda la mañana había soltado sin interrupción
canciones de moda, las cotizaciones de la Bolsa, música “muzak”, resultados
deportivos, una charla sobre la fiebre aftosa de los bovinos, nuevamente
canciones, y toda esta sopa auditiva era como un agua tibia cayendo de un grifo
mal cerrado. Y encima, nadie escuchaba. De golpe –¡milagro!–, por una razón
inexplicable, esta vulgar rutina radiofónica dio lugar sin transición a una
música sublime: los primeros compases del Quinteto para clarinete de Mozart
tomaron posesión de nuestro pequeño espacio con una serena autoridad,
transformando el salón del café en una antesala del Paraíso. Pero los otros parroquianos,
ocupados hasta ahora en charlar, en jugar a las cartas o en leer los
periódicos, no eran sordos después de todo: al escuchar esos acentos
celestiales, se miraron unos a otros, desconcertados. Su desconcierto duró solo
unos segundos –para alivio de todos, uno de entre ellos se levantó con resolución,
fue hacia la radio y cambió la estación, restableciendo así un oleaje de ruidos
más familiar y reconfortante, que nuevamente fue lícito ignorar con tranquilidad.
En ese momento, fui golpeado por
una evidencia que no me ha abandonado desde entonces: los verdaderos filisteos
no son personas incapaces de reconocer la belleza –la reconocen demasiado bien,
la detectan instantáneamente, y con un olfato tan infalible como el del esteta
más sutil, pero para poder abalanzarse inmediatamente sobre ella a fin de ahogarla
antes de que pueda hacer pie en su universal imperio de la fealdad. Porque la
ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la estupidez no son el resultado de
simples carencias, son todas fuerzas activas,
que se afirman furiosamente en cada ocasión, y no toleran ninguna derogación a
su tiranía. El talento inspirado es siempre un insulto a la mediocridad. Y si
eso es verdadero en el orden estético, tanto más lo es en el orden moral. Más
que la belleza artística, la belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra
especie. El deseo de rebajar todo a nuestro miserable nivel, de manchar, de
burlarse y degradar todo lo que nos domina con su esplendor es probablemente
uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana.
Traducción: Mariano Dupont
(*) Extraído de Le Bonheur de petits poissons [La
felicidad de los pececitos], 2008.